La educación uruguaya está estancada desde hace décadas, en una situación entre mala (si miramos aprendizajes) y pésima (si miramos retención). Con la excepción del gobierno de la educación y algunos cercanos, son pocos quienes estiman que se produzcan cambios antes de 2020. En este contexto es particularmente relevante valorar las buenas decisiones. Una, tomada el año pasado e implementada este, fue habilitar la inscripción en Formación Profesional Básica (FPB) de UTU a los egresados de primaria, sin mínimo de edad. Hasta ese momento estaba limitada a los mayores de 15 años.

La FPB en su actual versión, creada en 2007, tiene varias virtudes. Está regida por el mejor programa curricular de los existentes hoy en Uruguay en todos los subsistemas, porque es el único que establece logros de aprendizaje y no listados interminables de contenidos, intercalados con fundamentos de distinto tenor. Alguien podrá acotar que aquí y allá, en estos otros programas, aparecen competencias y aprendizajes, pero deberá reconocer que ello ocurre desordenadamente y no constituye nunca el eje de un nivel formativo, ni siquiera de alguna de sus materias. El programa tiene otra cualidad destacable, que es la reducción de las asignaturas a un número razonable, en lugar de la decena larga que agobia a quienes pasan de la escuela al ciclo básico.

La propuesta de FPB brinda formación laboral en unas 20 áreas ocupacionales, para la inserción laboral en niveles de operario o aprendiz. La integra con educación básica, que habilita luego a continuar en el bachillerato que prefiera el estudiante. Otra virtud educativa es que integra la educación general con la ocupacional, de tal forma que una fortalece a la otra. Se destaca el trabajo conjunto con la presencia de los docentes de las asignaturas generales, por ejemplo, matemática o idioma español, en el propio taller ocupacional. No son incursiones improvisadas, sino que se prevé tiempo de los docentes (obviamente pago) y se plantea un método para la elaboración didáctica conjunta.

Otra virtud es la creación de una serie de roles nuevos, entre los que se destaca el “educador”, con algunas funciones similares a los tutores de secundaria, pero con la ventaja de acompañar a todos los estudiantes, no sólo a los que presentan alguna dificultad.

En la implementación, la FPB muestra tanto logros como carencias importantes. Ha crecido acelerada y permanentemente desde los poco más de 1.000 estudiantes en 2008 a los casi 12.000 registrados en 2016; es esperable que la decisión del año pasado de bajar la edad de ingreso incluso intensifique el incremento en el futuro. El principal problema es el abandono, que, aunque ha descendido, en 2015 representaba 38% de la FPB.

A la vez, debe reconocerse que la modalidad incluye aspectos controvertidos. El más importante es la bifurcación precoz de modalidades educativas. Muchos estudios muestran que no conviene ofrecer opciones diferenciadas tan temprano, a los 12 o 13 años, porque los sectores de menores ingresos se concentran en una de las modalidades (en este caso la FPB) y logran menos aprendizajes que si permanecen en modalidades generales, de composición social más heterogénea (lo que la literatura especializada denomina “efecto pares”).

Tanto los altos niveles de abandono como la que llamé recién bifurcación precoz, dan pie a descalificaciones de la FPB. La respuesta que debe darse es la misma. Los datos muestran que los estudiantes que cursan FPB habían abandonando antes el ciclo básico y no querían cursarlo. Los problemas de abandono exigen más estudio, pero la mejor decisión no parece ser quitarle esta opción a los que la eligen y aprovechan, sino preguntarse por qué no les sirve a quienes la abandonan e identificar qué es lo que necesitan. Y respecto del problema que antes llamé bifurcación precoz, la respuesta es también que sin la FPB estos estudiantes no estarían en el ciclo básico, sino afuera de la educación. Recién cuando el ciclo básico se acerque al egreso universal, habrá llegado el momento de preguntarse si la FPB es la mejor propuesta para estos estudiantes.

Otra objeción a la decisión del Consejo Directivo Central (Codicen) de la Administración Nacional de Educación Pública es que no debe formarse para el trabajo a partir de los 12 o 13 años. La respuesta tiene varias partes. La primera es que al sistema educativo no le corresponde decidir a qué edad se comienza a trabajar. A partir de los 15 años y dentro de las condiciones legales, esa es una decisión de los adolescentes y sus familias. El sistema educativo debe ofrecer modalidades que faciliten y promuevan la continuación de la educación, estén los educandos trabajando o no. La segunda respuesta es que, sin esta instancia de formación, estos estudiantes estarían fuera de la educación, y probablemente trabajando en negro en forma temprana. La tercera respuesta es que la FPB posibilita y promueve la continuación educativa; esa fue una de las grandes innovaciones en 2007. En este sentido, cabe observar la experiencia precursora de la UTU con el Ciclo Básico Agrario, que cuando Germán Rama presidía el Codicen habilitó a la continuidad educativa. Tiene excelentes tasas de egreso, y datos no sistemáticos indican que sus egresados logran tanto completar la educación media como la terciaria, en las más diversas áreas profesionales. Finalmente, la última respuesta es que el trabajo como parte de la educación, lejos de interferir, es un factor motivador que facilita el aprendizaje.

La FPB tiene mucho para mejorar. Pero eso no quita reconocer que es una respuesta efectiva para muchos estudiantes y que también aporta innovaciones y aprendizajes para el conjunto de la reforma de la educación media, como probablemente ninguna otra iniciativa a partir del año 2000. Por todo ello, fue un acierto la decisión del Codicen del año pasado.