Este artículo busca mostrar una experiencia novedosa e inédita, que involucra a dos instituciones, el Instituto de Rehabilitación Nacional y el Consejo de Formación en Educación (CFE); mediante un acuerdo marco, se habilita a personas que se encuentran privadas de libertad a cursar la carrera de Educación Social. En este momento hay seis estudiantes privados de libertad que, mediante una comisión de trabajo, organizan sus tareas y trabajan bajo el régimen de tutorías –encuentros planificados de estudiantes avanzados y docentes– por el que los estudiantes privados de libertad preparan y rinden los exámenes. Al mismo tiempo, el colectivo de estudiantes forma grupos de estudio en las unidades de privación de libertad.

¿Qué esperamos que pase en la cárcel?

A grandes rasgos, lo que la gente espera que suceda en las cárceles se puede clasificar en tres categorías. Por un lado, un primer grupo desea que el “delincuente” sufra, que esté encerrado las 24 horas del día en una celda con seis personas más, que en algún momento salga herido, o que, en “el mejor de los casos”, muera en prisión. En definitiva, algo muy similar a lo que sucede hoy.

Por otro lado, están quienes piensan en la rehabilitación, a partir de la idea de que el delito es un fenómeno individual que la cárcel debería revertir. Por lo tanto, consideran que la solución está en el trabajo como factor de retribución por el daño producido, y suelen estar de acuerdo con obligar a los presos a trabajar en labores que involucren esfuerzo físico, como arreglar las carreteras o hacer bloques para la construcción. Esta noción aparece en la imagen colectiva de hace algunas décadas, en la que se podía imaginar a los presos haciendo trabajos forzados como picar piedras, con una tobillera que termina en una pesada bola de hierro. En síntesis, se visualiza a quienes están recluidos como culpables que deben pagar por lo que hicieron, y la mejor manera de hacerlo es obligarlos a trabajar.

Por último, está el grupo que logra la menor adhesión. Se trata de quienes piensan en la reclusión como una oportunidad para empezar a garantizar algunos derechos, que, por lo general, se vulneraron antes de ingresar a la cárcel. Desde esta perspectiva se analiza que el sistema punitivo es selectivo, ya que, en su mayoría, encierra a personas de grupos sociales vulnerados. En particular, uno de los derechos vulnerados es el derecho a la educación, sobre el que trata este artículo. En especial, nos interesa debatir la democratización del derecho a la educación terciaria para que personas privadas de libertad puedan acceder a carreras profesionales, tanto de la Universidad de la República como del CFE y otros centros de estudio.

Dispositivo de encierro

La historia que queremos compartir es breve pero está cargada de sucesos, posicionamientos y praxis. Se trata de una experiencia que empezó a implementarse en 2017 y que derivó en un proyecto que apuntó a asumir la corresponsabilidad frente al derecho a la educación terciaria de personas privadas de libertad.

En Uruguay hay aproximadamente 11.000 personas recluidas en cárceles, en un sistema de castigo que históricamente no ha hecho más que imprimir dolor, vulnerar los derechos básicos y administrar una especie de “venganza social” sobre quienes han tenido conductas tipificadas como delitos. La cárcel es un dispositivo violento y hostil, que (re)produce marcas intachables en los sujetos que por allí transitan. A su vez, esta metodología de violencia institucionalizada ha fracasado sistemáticamente en el supuesto fin que la justifica. A lo largo de la historia se constata que ante un mayor ejercicio de violencia estatal, no se reducen los índices de delitos cometidos. Sin embargo, la cárcel cumple un mandato social funcional al orden económico hegemónico que la necesita y protege, bajo el argumento de la seguridad pública. Es necesario que existan “los delincuentes” para que se genere mercado en relación con la seguridad, rubro que mueve millones de dólares año a año. Eso queda en evidencia con la construcción de la nueva Unidad 1 de Punta de Rieles, de participación público-privada.

Derecho a la educación en cárceles

Según el I Censo Nacional de Reclusos (2010), sólo 2,1% de quienes respondieron la encuesta accedió a estudios terciarios, lo que denota una clara vulneración del derecho a la educación para esta población. Ante ello, se origina la experiencia que motiva este artículo, que implica el diseño de un dispositivo que permita a estudiantes presos y sin posibilidad de salidas transitorias acceder a la formación profesional en Educación Social. Dicho dispositivo consta de una comisión integrada por docentes, estudiantes avanzados y agentes institucionales. En su forma de trabajo, se destaca la metodología que se conoce como “tutorías entre pares”, mediante la cual estudiantes avanzados y docentes median entre la carrera y los estudiantes en situación de reclusión.

Es interesante hacer notar que los estudiantes de Educación Social del CFE asumieron responsabilidades en la construcción de este proyecto. No se esperó pasivamente el accionar de las cúpulas institucionales (que no suelen tomar iniciativas de este tipo), y se trató de una idea surgida de estudiantes para estudiantes. Es así que asumieron el desafío de construir autonomía en una institución jerárquica que no posee cogobierno, en una incansable lucha contra la histórica estructura de las instituciones de formación en educación.

A modo de contextualizar, en los últimos años se evidencia que más personas han finalizado el liceo en la cárcel, como resultado del programa de Educación en Contextos de Encierro del Consejo de Educación Secundaria. Ello implica que, en estos contextos históricamente vulnerados, se demande la formación terciaria. En esta nueva realidad se ve la influencia de diversos actores sociales que comenzaron a asumir compromisos conscientes con la promoción del derecho a la educación (por ahora insuficiente, mínimo y frágil).

En la implementación de este dispositivo para la formación terciaria, ser estudiante conlleva cierta autonomía implícita, que entra en total contradicción con la dependencia a la que la cárcel obliga. Sin embargo, estudiar en un centro de reclusión refiere a actuar con cierta autonomía, a la que no se pierde derecho por estar encarcelado.

Frente a la demanda de personas de formarse en carreras terciarias, la educación es un derecho humano fundamental a lo largo de toda la vida. En Uruguay, la Ley General de Educación establece que ese derecho deberá ser garantizado por el Estado. Para revertir realidades históricamente injustas, son necesarias políticas públicas con esos fines. Simultáneamente, es necesario continuar apoyando la praxis de proyectos creados por actores de la sociedad en general. El problema de la vulneración de derechos es social y político, y nos convoca a construir situaciones más justas en forma comprometida en la sociedad.

Tenemos la convicción de que la educación es una herramienta inigualable para reducir los niveles de violencia institucional que tiene la cárcel por definición. En particular, es importante tener en cuenta que las acciones educativas generan necesarios espacios para el desarrollo de la comunicación. A su vez, la educación promueve la empatía al compartir múltiples realidades con los sujetos, y no sólo contribuye a reducir los niveles de violencia, sino también a reflexionar sobre ella mediante un posicionamiento ético y crítico.

Estamos convencidos de que es necesario asumir una corresponsabilidad frente a las infracciones que las personas cometen. Ello implica sentirse parte del mismo sistema y dejar de mirar desde afuera.

Algunos interrogantes para seguir trabajando

¿Qué sucede cuando el imaginario colectivo hegemónico se enfrenta a la idea de que una persona privada de libertad estudia una carrera de formación en educación? En ese caso, la moralidad toma las riendas y aparecen los prejuicios y las especulaciones. Existe una falsa moral que recubre la figura de los docentes y educadores, que inviste su autoridad (no epistemológica) de la peor manera. El deber ser del profesional de la educación se ve impregnado por figuras asociadas al juez, como buen padre de familia que debe ejemplificar el bien y el mal y castigar, llegado el caso, y a la madre, como mujer responsable de la crianza de los niños. Estos prejuicios han afectado las expectativas sobre el quehacer del educador a nivel social, y poco coinciden con la imagen de una persona que ha cometido algún delito. La moralina se ha inyectado en el trasfondo de la educación y recubre a los profesionales de esta área en un sistema de valores patriarcales y judeocristianos. Mientras tanto, las personas que están o han estado privadas de su libertad son señaladas con el dedo y son blanco del estigma social que los cataloga como “peligrosos”, “delincuentes” e “inmorales”.

Sin embargo, con cientos de casos ha quedado demostrado que la condición de ser profesional no inhabilita a las personas a cometer delitos penales. Si bien cada gremial profesional velará por los límites de sus ejercicios, en las más prestigiosas y reconocidas elites de profesionales se han violado leyes. Existe un prejuicio respecto de que, como condición sine qua non, ser profesional va acompañado de un manto ético respecto de la ley penal.

Esta incipiente posibilidad de democratizar la formación profesional ha implicado que las distintas carreras deban asumir compromisos, expandirse y salir de concepciones y prácticas a las que sólo llega un grupo minoritario de selectos estudiantes y “buenos ciudadanos”. Se trata de salir de esas concepciones para llegar a personas y lugares a los que históricamente no se llegaba, lo que invita a los docentes y estudiantes a replantearse algunas ideas prefijadas del sentido de ser profesional.

Para cerrar, extendemos la invitación de volver a la imagen del preso trabajando forzosamente, con una tobillera unida a una pesada bola de hierro. ¿Por qué no imaginar algo distinto? ¿Por qué no quitarle esa bola de hierro que no le permite avanzar? Imaginar distinto es posible, pero exige corresponsabilidad. Es necesario tomar conciencia de que históricamente se ha utilizado la mano de obra esclava de quienes están privados de libertad bajo el pretexto de la famosa “rehabilitación”. Como si exponer a personas a trabajos forzosos, insalubres e ilegales fuera a repercutir de forma positiva en su desempeño y “rehabilitación”. ¿Y si comenzamos a imaginar situaciones distintas? ¿Y si esa bola de hierro es sustituida por algún libro y apuntes de alguna clase? ¿Qué pasaría? Democratizar el acceso a la educación terciaria y a la educación en general parece ser una innegable necesidad. Necesidad que debe atender el Estado como aparato que vela –o debería velar– por los derechos de cada ciudadano, sin distinción alguna. Pero no ha de ser el único responsable, sino que la corresponsabilidad es fundamental.

Tatiana Salerno, Lucía Stein, Sergio Vulcano

Tatiana Salerno es estudiante avanzada de Educación Social; Lucía Stein es estudiante en proceso de elaboración de la monografía de egreso de la carrera de Educación Social, sobre educación social en cárcel para adultos; Sergio Vulcano es educador social, docente de la carrera de Educación Social, especializado en temas vinculados a sujetos en conflicto con la ley penal.