En su biografía de Facebook, mi amigo Gabriel, el maestro, publica la foto de una escena cotidiana del aula que llama mi atención. Un niño, de quien vemos apenas la nuca, blande un lápiz sobre los renglones de un cuaderno. Una niña, a su lado, de pie, nos da la espalda de su túnica blanca impecable (hasta diría que almidonada, si esa práctica siguiera vigente), lleva sus rulos castaños atados en dos colitas y sostiene un cuaderno similar entre sus manos. El rostro apenas ladeado hacia su compañero, y la atención que este pone al papel, y al lápiz que parece a punto de moverse, nos hace imaginar que ella le está dictando. Al pie de esta foto, Gabriel ha escrito: “Trabajo cooperativo, enriquecimiento mutuo. Alumna de Siria apoya en escritura a su compañero de clase”.
Revive en mi mente un tema que hace tiempo ha perdido protagonismo en los medios de prensa: ¿qué fue de las familias sirias? Gabriel se excusa diciendo que no sabe la respuesta a esa pregunta tan grande, pero sabe la historia mínima que desde el privilegio de su aula le ha sido confiada. Me la cuenta. Para mí, en todo caso, no hay forma de conocer “a lo grande”. Al igual que el zorro de El principito, estoy convencida de que sólo se conoce lo que se domestica. Es probablemente la única forma de conocer íntegramente: el caso particular, la ternura, la mirada a los ojos.
Alentado por mi interés me cuenta. Samira tiene seis años, está en primero y tiene un nivel académico alto, en la franja superior del promedio. Toda su escolarización tuvo lugar en Uruguay, ya que cuando llegó con uno de los contingentes de familias sirias, fue ubicada de acuerdo con su edad en el nivel inicial. Su español es perfecto, y es además bilingüe, porque en su casa se habla árabe. Le gusta jugar a las maestras, y por eso siempre está ayudando a sus compañeros a completar tareas que se les hacen difíciles.
¿Cómo es ser el maestro de una niña proveniente de una realidad tal? Los ojos de Gabriel se iluminan en el desafío de la búsqueda de palabras. “Estimulante, divertido, y a veces, incluso, sencillo”, me dice sonriendo. Como el día que conoció a la mamá de Samira. Es sabido que en los primeros años de escuela, por seguridad, los maestros entregan a cada niño en manos de sus padres. Es una tarea que cuesta trabajo al comienzo del curso, porque los maestros no conocen a los padres y tienen que ir preguntando, asociando, procurando fijar en sus mentes rostros de adultos junto a nombres de niños. “Con Samira no tuve ningún problema”, me dice en tono bromista, “la reconocí por los ojitos entre el pañuelo que le cubría toda la cabeza”. Es una mamá joven, muy preocupada por su niña. Cuando Gabriel envió el primer comunicado en el “cuaderno viajero”, ella se presentó sin falta al día siguiente: “Vengo a que me explique personalmente”, le dijo en un perfecto español con un dejo de acento, “porque hablo y entiendo, pero no leo español”. Fue una de las instancias en las que Gabriel se enfrentó a la realidad de que las diferencias culturales requerían un trato diferencial. Ahora, cuando necesita comunicar algo, mientras que los demás niños lo llevan por escrito, él se lo dice a Samira oralmente para que lo cuente en casa.
Otra de esas situaciones de fricción de culturas sucedió en la celebración del Día del Libro. Habían invitado a las familias a participar en un “té literario”. La mamá de Samira no asistió. Luego explicó que no había podido porque estaban en Ramadán y ella no podía tomar té. Gabriel se lamenta de no haberle dicho que la mención del té en la invitación era simplemente una cuestión “de marketing”, y que lo central del evento era la lectura colectiva. Samira tampoco puede comer jamón, que procede del cerdo. La escuela es de tiempo completo, por lo que comparten en el comedor la hora del almuerzo, y si hay algún trozo de jamón, Samira lo aparta y no lo come. Algunos de los demás niños se quejaron al comienzo, porque a ellos no se les permite desechar comida por cuestión de gustos. Los maestros se vieron en la peculiar situación de explicar requerimientos religiosos con los que los uruguayos no estamos familiarizados, y eso pareció satisfacerlos. Ya nadie protesta. El mundo puede ser increíblemente simple para los niños. Los compañeritos hablan de Siria como si fuera un país cercano, familiar, y las costumbres musulmanas ya no son tan misteriosas.
En realidad, “no pueden quejarse”, me dice Gabriel, “¡si hasta tienen show!”. En algunos recreos, Samira pide permiso para bailar frente a su público infantil. Con actitud desfachatada y su vocecita aguda pide: “Maestro, poneme música”. Su canción favorita es “Despacito”. Se dispone llamando a sus compañeros: “Ustedes siéntense en el piso que les voy a bailar”. Pero si cierran mucho el círculo: “Acá tan cerca no, que es el escenario”. Me la imagino tal como Gabriel me la describe, una amalgama inaudita, como una fotografía que, mostrada fuera de contexto, no tendría sentido alguno: una niña de rasgos árabes, vestida en nuestra tradicional túnica blanca con moña azul, mueve sus caderas y sus brazos en una seductora danza oriental al ritmo de un son latino. Un cuadro incomprensible, incluso impredecible, si alguien se hubiera atrevido a imaginarlo una década atrás. Un tesoro más en la historia de un país pequeñísimo cuya población se ha conformado de inmigrantes desde su fundación misma.
En este Mundial, con los niños y maestros deteniendo las clases para mirar los partidos de Uruguay, ya no es tan homogénea ni evidente la hinchada. Todos quieren saber a quién alienta Samira. “A Egipto”, indicó antes del primer partido, porque “hablan árabe, como en mi casa”. Pero después del triunfo, contagiada por la alegría del entorno, olvida su origen y dice que es celeste.
Una vez más en nuestra historia estamos de brazos abiertos, y los niños son nuestros principales maestros. Contrastando con un padre que, durante las inscripciones, murmuró: “Recibimos como unos giles a estos tirabombas”, los niños sólo saben de curiosidad y sorpresas. Gabriel los escuchó hace poco hablando de la serie de películas Chucky. Competían por quién había visto más: “Yo vi hasta la más vieja, la Chucky 1” decía alguien. “¡Yo vi la Chucky 50!”, intervino Samira. “¡No existe!”, le increparon en coro los demás. Y la respuesta que los deja mudos, intrigados, inquisidores: “En Siria, sí”.