“¿Todo el mundo ve este hombrecito, o soy sólo yo?”. Graciela no había terminado de colgar el mapa orográfico de Europa y Felipe ya estaba parado a su lado, señalando con el dedo un sitio donde unos ríos se enmarañaban dando lugar a un potencial test de Rorschach. Esta vez, por lo menos, tenía un efecto favorable a la lección: los ojos de todos los estudiantes estaban fijos en el mapa y ya comentaban sobre lo que para ellos representaba la distribución de los cursos de agua. Hasta el acompañante terapéutico de Felipe miraba como hipnotizado, suspendida por un momento su labor de interceptarlo.
Pero no siempre el resultado es esa hipnosis. Escenas similares suceden cada semana en este curso de Historia de segundo año de ciclo básico en un liceo público de Montevideo, y la concentración que con mucho trabajo la profe Graciela va logrando se rompe de pronto en mil pedazos. Es que Felipe sufre trastorno de déficit atencional severo, que incluye hiperactividad, y no resiste sentado más de cinco minutos. Me voy haciendo una idea de él a medida que Graciela me cuenta: no puede leer textos de más de un párrafo, necesita consignas cortas y directas como “subraya con color el nombre del protagonista de este evento histórico”, y los comentarios que de él hace la adscripta son del estilo de: “A través de la ventanita de la oficina le veo aparecer de repente los rulos saltando y me asusto”. Creo poder visualizar un pálido boceto de lo que debe ser estar dentro de esa mente por un ratito: centelleos de objetos coloridos y brillantes que surgen inesperadamente y llaman su atención de inmediato, para opacarse con velocidad y volver a ser invisibles, eclipsados de pronto por nuevos objetos resplandecientes. Un mundo alucinado de colores y formas insólitas que, trágicamente, no son capaces de mantener su fascinación por más de un par de minutos. Le encantan los juegos de computadora, me dice Graciela, porque tienen muchos colores y acción vertiginosa. Me pregunto, con cierta tristeza, si podrá jugar un partido de conga, o escuchar la letra de una canción, o relatar los pormenores de un evento de su propia vida, como hacen los adolescentes que se confiesan amores y rencores.
Felipe tiene 15 años y ha completado primer año de liceo en dos años. Se espera que en segundo alcance lo mismo. Graciela dice que lo hará, claro, no duda que lo hará, porque cuenta con el apoyo de su asistente personal. Salvador, el acompañante asignado a Felipe, es remunerado por el Sistema Nacional de Cuidados y lo acompaña tanto en la casa como en el liceo, actuando como “su sombra, su álter ego”, describe Graciela. Se trata de un joven que está llegando a la tercera década de vida, con una dulzura inusitada; Salvador tiene formación en Psicología. En clase ocupa un asiento junto a Felipe y lo guía en las tareas y le sirve de respaldo: saca apuntes, copia del pizarrón a la vez que el chico, para asegurarse de que no queda nada sin registrar y, lo más importante para Graciela, habla después de clase con ella respecto del mejor modo de trabajar con él, los ejercicios que le resultan, sus gustos, sus principales obstáculos. Esas conversaciones extracurriculares tampoco se salvan de la atmósfera perturbadora que ronda a Felipe; él vive presenciando un desfile desenfrenado de imágenes dentro de su cabeza, por lo que no comprende que otras personas además de él necesiten un tiempo para realizar tareas. Graciela lo evoca moviéndose en círculos erráticos en la proximidad de la puerta del salón ya vacío, dirigiendo su mirada aturdida a Salvador: “¿Y? ¿Nos vamos?”, lo apura en un tono apremiante.
Graciela me cuenta cómo se siente en relación con esa vida humana que despunta en medio de esa serie de dificultades internas. Me habla de alivio. Alivio de no sentirse sola frente a una responsabilidad para la que un docente no está preparado, y alivio de saber que el muchachito tampoco está solo en ese mundo que va rápido, sin darle tiempo a que retome lo que su mente fácilmente abandona, pero que a la vez va muy lento para su urgencia. El asistente actúa como mediador entre él y ese mundo indiferente; lo contiene, lo entiende, lo integra. La reflexión de Graciela va más allá del Sistema de Cuidados. Me habla de los demás niños. Felipe puede salir adelante porque, paradójicamente, ha tocado fondo y amerita un asistente personal. ¿Qué hay de los que no tienen un trastorno severo, pero están tristes, preocupados, deprimidos porque murió una abuela, porque su madre es alcohólica, porque su hermano está preso? ¿Quién viene después de hora a explicarle al docente qué necesita ese niño hoy, qué conflictos lo atraviesan, qué actividades ayudarían a su progreso? Algunos padres vienen; la mayoría están solos. Con cuánta responsabilidad carga un docente, de quien se espera que sea psicólogo, asistente, abuelo, madre, hermano, médico y, además, frente al inspector, docente. Yo, al menos, no sé qué decirle, y me despido de ella con una sonrisa inútil.
Helena Modzelewski es doctora en Filosofía y docente del Departamento de Historia y Filosofía de la Educación del Instituto de Educación, FHCE-Udelar.