En un apartado poco citado de Moral para intelectuales –“Progresistas y retardatarios”–, el filósofo Carlos Vaz Ferreira propuso en 1908 un interesante ejercicio de distanciamiento: volver los ojos hacia nuestra realidad desde la perspectiva de un hipotético observador en un futuro lejano. En el texto de Vaz, el extrañamiento respecto de nuestros modos de vivir trajo como resultado la sorpresa ante las carencias que ciertas personas tienen para “habitar” la tierra, la violencia sexual y la desigualdad en las relaciones de género. Del mismo modo que nuestra contemporaneidad nos sitúa a suficiente distancia como para escandalizarnos ante ciertas prácticas del pasado, el ejercicio podría ayudarnos a reorientar nuestras acciones cotidianas, dejando de lado la familiar tendencia a la (auto)justificación, e intentando más bien “sentir” el problema en una perspectiva temporal más amplia.

Es que para Vaz, la cercanía genera hábitos de pensamiento, una “anestesia adaptativa lógico-moral”, que inhibe nuestra “sensibilidad”, pero deja paradojalmente intacta la capacidad de raciocinio. Cuando creamos ese estado de anestesia especial, es “[…] cuando hacemos teorías, cuando procuramos justificar las cosas, cuando razonamos: y, con el razonamiento, se justifica todo y se prueba todo”.1

No puedo evitar, siguiendo el ejercicio, preguntarme qué sentirían esos observadores futuros si supieran que en 2018 y en el contexto de fundación de una Universidad de la Educación en el Uruguay, se está ante la posibilidad cierta de que la malla curricular de los futuros docentes no cuente con una disciplina dedicada a investigar y enseñar la historia de la educación.

Podrán señalarse los argumentos más variados, pero resulta difícil quitarse de la boca el sabor amargo de la justificación: exceso de asignaturas que componen la carrera, un programa demasiado extenso que debe recortarse (¡!), necesidad de priorizar la preparación de los problemas actuales y no demorarse en el estudio de cosas del pasado...

Pero resulta que el “pasado”, en sí mismo, no tiene ningún sentido. La historia, como disciplina, es relevante porque se hace a partir del presente y para el presente. ¿Es cierto que la escuela uruguaya alfabetizaba mejor antes? ¿Es verdad, –como suponen muchos programas de política educativa– que estamos insertos en un proceso de perfeccionamiento que nos conducirá a mejorar las maneras de enseñar indefinidamente? ¿Son extrapolables las categorías de la tradición grecorromana para pensar nuestros problemas? ¿Debe la escuela preparar para el trabajo? Ante cuestiones como estas, formuladas a partir de las preocupaciones acuciantes del presente, la historia nos invita a hacer una pausa, tomar distancia y preguntarnos por aquello que no podemos agotar en la inmediatez de nuestra experiencia. Nos invita a salir del presente, mirar con ojos de extranjero nuestra cotidianidad, para desnaturalizar hábitos e inercias. Porque la temporalidad nos cerca, nos limita y anestesia, es necesario mirarnos desde fuera y desde lejos, para evitar repetir errores del pasado, para relativizar propuestas que se presentan como absolutas, para comprender y aceptar las diferencias…

Son esas preguntas las que impiden que el pasado esté clausurado definitivamente, con lápida e inscripción funeraria. Si el pasado no tiene nada que decirnos, si la memoria es un ejercicio vacío y redundante, estamos viviendo tiempos de dominio total, de la tiranía del presente, de la inmediatez, tiempos de la reproducción agónica de la vida, sin más.

Pero conocemos el juguete por dentro. Sabemos de los hilos que mueven esos gestos grandilocuentes de la desmemoria, y hemos perdido el miedo. Existe demasiada evidencia histórica como para relativizar también este momento. El jesuitismo, por ejemplo, en el ambiente crispado de la contrarreforma católica, se sirvió hábilmente de la tradición histórica del humanismo renacentista para vaciarlo de contenido y espesura temporal. De ese modo, las figuras y momentos del pasado se volvieron un burdo utillaje catequético, sin otra finalidad que la defensa apologética de los valores del papado. ¿Quiénes son los nuevos militantes de la fe? ¿Cuáles son sus dogmas? Pretender “diluir” la especificidad del conocimiento histórico de la educación en alusiones transversales, según la ocurrencia del docente y la temática de turno, parece ser una cuenta más en el largo rosario que nos vincula al aggiornamento de la educación como sinónimo de formación de “segunda”, pensada para una profesión profundamente desprestigiada, en el fuero íntimo, por los que llevan adelante las propuestas reformistas de la nueva universidad.

Resulta una ironía el hecho de que esta situación se dé a espaldas de un acontecimiento innegable: la Sociedad Uruguaya de Historia de la Educación se encuentra en estos momentos con una vitalidad frondosa y sugestiva, nuclea investigadores jóvenes y consagrados, insertándose en la comunidad científica regional e internacional. ¿Alguien los consultó? Se podrá decir: la acción de unos pocos es sólo una gota en el mar… ¡una gota en el mar! Entonces recuerdo a León Tolstói y la evocación de aquella leyenda de origen indiano. Un hombre dejó caer una perla en el mar. Para encontrarla, tomó un cubo y se puso a sacar agua y a esparcirla por la orilla. Trabajó así sin descanso y, al séptimo día, el espíritu del mar llegó a temer que el hombre acabase por secarlo... y le devolvió la perla.

Referencias

1.Vaz Ferreira, Carlos; Moral para intelectuales. Editorial Losada SA. Buenos Aires, 1962, p. 165.

Gerardo Garay Montaner es profesor de Filosofía, Licenciado en Ciencias de la Educación y magíster en Ciencias Humanas (Udelar), doctor en Ciencias de la Educación (UNLP). Profesor asistente del Departamento de Historia y Filosofía de la Educación, Instituto de Educación (FHCE-UDELAR). Docente de Pedagogía, CFE.