Un año más fue el Día del Maestro. Esos días, los “Días de...” supuestamente nos invitan a pensar en esa fecha, evento, persona. ¿En qué pienso yo?, me pregunté. Descubrí que la sola representación, mental, silenciosa, de la palabra “maestra”, “maestro”, me arranca de la frecuente monotonía del tiempo presente retrotrayéndome a la infancia, donde todo era nuevo, sorprendente y misterioso. Puedo entonces recuperar el frufrú de las túnicas blancas; en los dedos, la sensación áspera de la tiza cuando me tocaba el privilegio de acceder al pizarrón; el inconfundible olor de la plasticina; el azul pálido de los renglones, donde tanto esfuerzo me costaba permanecer con la letra redonda, un poco chueca, recién estrenada en mi mano; el sabor de los candes que vendían en la cantina, cuanto más duros, más ricos. Sobrevolando todas esas sensaciones, siempre está el cobijo de la mirada atenta de una maestra, la algarabía grupal ante el chiste de un maestro, la felicidad del “Ste 1º” con esa inimitable (hasta hoy) caligrafía, las rodillas cálidas donde alguna vez me invitaron a sentarme para preguntarme por qué andaba tan distraída. Y en esos vericuetos imaginarios, me pregunté si a todo el mundo esos recuerdos también le traerían ese rumor tibio en el pecho.
Al servicio de esa idea, allí están las redes sociales, cuyo pacto con la posverdad ha hecho tanto daño, y a la vez ha propiciado tantos encuentros improbables, incluso impensables. Pregunté allí: ¿se animarían a contarme? Y recibí un aluvión de respuestas, de personas más cercanas y más lejanas, mensajes largos, cortitos, en palabras, en fotos, públicos, por privado. Había un montón de memorias, de olores y colores, sensaciones. La imagen de alguien que pasó un año lectivo sentado junto al escritorio de la maestra, para controlar su charla, viendo la clase desde la extraordinaria perspectiva docente. El comentario insólito de un maestro al padre –“Tener a este alumno es un orgullo”–, que le devolvió la autoestima para siempre. Los ojos de una maestra que sabían hablar de valoración y reconocimiento. Caramelos y limonadas. Inflexiones de voz que hasta hoy acarician, si se las sabe evocar, en los momentos más sombríos. Reseñas históricas hechas en los momentos justos, para jamás ser olvidadas, que costaron quizás la vida o el puesto de trabajo, por eso mismo perdurables. Experimentos ingeniosos, como ideados por un científico loco: cables, botas de goma, risas. El sonido de campanillas para llamar la atención de alguna pelea durante el recreo. Crujir de hojas de carpeta Tabaré, perfume de portafolios de cuero. Abrazos, mimos. Docentes “bonachones”. Visitas “al cine del pueblo” desde la escuela rural. El anuncio de la destitución de la maestra más querida, durante la tradicional bienvenida a clase, ante estudiantes atónitos formados en el patio de pedregullo rodeado de salones y el aljibe al centro.
Pero sobre todo hablaban de trayectorias de vidas enteras encendidas por una chispa anónima de docentes que se perderán tal vez en la memoria de un país, pero cuyas marcas quedarán, imperceptibles, en árboles genealógicos que un día serán antiguas raíces del futuro: un cuento mimeografiado que despertó el ansia de tener el libro, después una biblioteca casera que más tarde fue tarea de una vida; un trato suave y tierno que inspiró la profesión actual de un nuevo maestro; profesores de literatura enseñando a encontrar respuestas éticas en los libros, que hasta hoy son refugio; vaticinios: “Padres, ¡están ante una artista!”.
Y estas frases desde el alma: “Me hacía sentir valioso”. “Sus ojos. Cuando esa maestra me hablaba mirándome a los ojos yo sentía que realmente le importaba”. “No me olvido”. “Por él me convertí en quien soy”. “Me enseñó a tomar el lápiz”. “Nos hacía las carátulas de los cuadernos con tinta y lapicera con pluma”. “Hoy siento que soy un puzle, que cada pieza son ellos”.
Gracias a mis amistades por los invaluables retazos de este collage homenaje. Y a las Maestras y Maestros, con mayúscula, de escuela, liceo o vida, ojalá hayan pasado un merecidísimo feliz día.