Hace aproximadamente 40 años podaron la copa inmensa de un árbol de mi cuadra, y por un tiempo sus ramas quedaron olvidadas sobre la vereda, a medio camino entre mi puerta y la puerta de mi amiga Fernanda. Era verano, y esas ramas, bastante gruesas y frondosas, porque era la época de su mayor esplendor, remedaban una cueva. No guardo imágenes visuales de mis momentos dentro de ella, pero sí sensaciones: una protección cálida acompañada de susurros de hojas verdes y la risita nerviosa de Fernanda mientras nos quedábamos inmóviles para probar que éramos invisibles a los transeúntes. No sé cuánto tiempo estuvieron allí los restos de la poda, pero tengo la impresión de que fue una eternidad. Todavía soy capaz de reproducir el entusiasmo de despertar cada mañana con la ilusión de que en la vereda me esperaba nuestra guarida. Era nuestra; para nosotras, que no teníamos nada propio porque todo era de nuestros padres, la casita de ramas fue un paraíso. El día que el camión se la llevó, nos pareció que el verano se acababa para siempre.

Todo el mundo seguramente recuerda sensaciones como esta: es sabido que dormir en el piso, bajo una sábana extendida entre sillas, es mucho más confortable que una cama. Pero crecemos, nos hacemos madres y padres y perpetuamos la prohibición, la misma de nuestro tiempo, de que esa delicia se prolongue durante una noche entera. Parecería que al volvernos adultos, si bien no olvidamos las antiguas sensaciones, perdemos la capacidad de ponernos imaginativamente en ese lugar y de comprender que les estamos negando el cielo. Por lo menos tratamos de ser dulces, de explicarles por qué no se debe dormir en el piso, que se pueden enfermar por el frío; así hacemos cumplir con ecuanimidad el orden establecido. No está mal restablecer el orden; lo que lastima y destruye vínculos y vidas completas es la ignorancia de lo sagrado que cada ser humano guarda, en la forma de fantasías, sueños y esperanzas. La violencia, en general, revela esa ignorancia.

El miércoles 15 de julio, a las dos de la madrugada, la directora de una escuela pública de Montevideo recibía una llamada de la Policía. Le informaban que el guardia de seguridad de su escuela les había alertado, de acuerdo con el protocolo, de una presencia inesperada en un salón. La inspección policial había revelado que un hombre había forzado uno de los portones perimetrales de la escuela y se había instalado en un saloncito donde se almacenan materiales y juguetes que no se usan con frecuencia. El guardia lo había encontrado en una de sus rondas, tendido en el piso, durmiendo. La Policía se lo había llevado detenido, y citaban a la directora a pasar a primera hora del día por la comisaría para notificarse. Ante su notoria preocupación, el oficial del otro lado de la línea telefónica la tranquilizó: “Quédese tranquila, no rompió nada; sólo se armó una camita”. Al amanecer, con el corazón estrujado, en su propio recorrido por la escuela la directora confirmó lo inofensivo del hecho. Era justamente una camita lo que yacía en el medio del piso del salón, armada prolijamente con alfombras superpuestas y unos gruesos pliegos de lienzo que en alguna época habrían servido de cortina. Tras su declaración en la comisaría le informaron que, al no haberse tratado de robo ni destrozos, el hombre quedaría libre de inmediato. Pero no logró verlo ni que se lo describieran, ni siquiera averiguar su edad. Eso último es lo que más le intrigaba, me decía, mientras me mostraba la foto que había tomado para llevar como testimonio. Alrededor de la improvisada litera se disponían sobre el suelo piezas de un dominó de grandes fichas de madera, como para jugar en grupo, y sobre dos de ellas yacían unos muñecos de acción: una tortuga Ninja y el Wolverine de los X-men. Cada uno sobre su respectiva tabla, cual cunas donde también durmieran a su lado, haciéndole compañía. Cerca de donde habrían estado los pies, se veían dos animales de felpa, un pato amarillo y un mono marrón. “¿Habrá estado jugando?”, se preguntaba la directora. Probablemente se sintió acompañado por los héroes. Los peluches, además de darle calorcito, le recordarían mascotas que alguna vez, cuando tuvo un hogar, habrán dormido a sus pies.

Imagino que ese saloncito, durante ese par de horas, fue el paraíso de aquel hombre solitario. Si es cierto, como creo, que los niños adoran jugar a la casita porque todavía no tienen un espacio que consideren por completo suyo, libre de reglas y miradas adultas, este hombre también amó el saloncito de la escuela, donde por un rato fue invisible al mundo, rodeado de juguetes. Su fantasía se quebró tal como la de un niño, pero además de obligarlo a abandonar su idealizado campamento, se lo llevaron detenido. En la foto tomada por la directora todo está en orden; no hay signos de violencia: la improvisada cama sigue impecablemente armada, los muñecos duermen sobre sus respectivas fichas de dominó, como si nada los hubiera perturbado. Es que esa noche, esa persona tuvo la suerte de encontrarse con un oficial de policía de esos que más necesitamos: alguien que sabe entender la miseria con la que cada día se encuentra; alguien que fue capaz de describir aquella escena con la palabra “camita”. Al igual que los demás integrantes de este mundo de adultos, el policía no podía dejar a ese niño grande dormir donde no se debe, pero comprendió su desgarradora fantasía.

Casual y asombrosamente, esto sucedió a la misma hora y el mismo día en que en la Ciudad Vieja, en la otra punta de Montevideo, otro hombre que dormía en la calle fue prendido fuego. Una situación similar y a la vez opuesta, como el negativo de la misma foto. Su sillón requechado y su perro le prestaban ese aire familiero de escondrijo. Él también jugaba a la casita.