Hay una imagen que para el Día del Maestro circula desde hace años en redes sociales. Contra un fondo totalmente negro, que sugiere alguna hora de la noche, se vislumbran, como dibujados por la mano de un niño en tiza blanca, varios edificios con múltiples ventanitas y, en los techos, antenas a la vieja usanza. Sólo una de las ventanas está pintada con un amarillo cromo, dándole vida a un personaje invisible en laboriosa actividad, mientras el resto de sus vecinos se sumergen en el abismo del sueño. Con la letra redonda de quien está aprendiendo a escribir, atraviesa el cielo nocturno la frase “¿Cómo reconocer a la maestra?”. Siempre me pareció un homenaje magnífico, por tratarse de algo tan simple y a la vez elocuente; es capaz de evocar hasta el canto de los grillos en la madrugada solitaria. La maestra es esa que, cuando nadie ve, sigue el trabajo en su casa mientras el resto del mundo descansa.

Este año me volví a encontrar con el mismo dibujo, pero me sorprendí pensando que desde hace unos meses quizás ese no era el reflejo de los momentos más sacrificados de la vida docente. Porque durante esos ratos de la noche en soledad, mientras la profesora, o el maestro, prepara sus clases, lee para actualizarse o corrige escritos, ya no tiene que preocuparse por la expresión de su rostro, el tono de su voz, o el vestuario frente a estudiantes. Como si hubiera pasado el día sobre un escenario, ahora finalmente reposa en su camarín, repasando sus líneas pero libre al fin de equivocarse.

En 1959 el sociólogo canadiense Erving Goffman, en su obra La presentación de la persona en la vida cotidiana, usó la seductora metáfora del teatro para hablar de los diversos auditorios en que los seres humanos nos desempeñamos cada día (la familia, el trabajo, etcétera) y de las máscaras que vestimos para cada ocasión. Uno de sus ejemplos es un fragmento de la novela de George Orwell Vagabundo en París y Londres, sobre una época en que el autor trabajó como lavaplatos en un restaurante parisino: “Resulta muy instructivo ver a un camarero cruzar la puerta del comedor de un hotel. Nada más pasar sufre un cambio repentino. Se altera la postura de sus hombros; la suciedad, la prisa y la irritación desaparecen al instante. Se desliza sobre la alfombra tan solemne como un cura”. Algo parecido nos ocurre a los docentes. Al entrar a clase las pequeñas frustraciones cotidianas quedan atrás, y vienen otras, claro, aunque diferentes, y para enfrentarlas hace falta montar una escena totalmente distinta. Los Beatles cantaban que Eleanor Rigby guardaba junto a la puerta la cara que usaba para salir. Todos, pero yo diría que más claramente los docentes, tenemos una cara de esas, pronta para cruzar ciertas puertas.

Eso fue justamente lo que notamos de inmediato al comienzo de la emergencia sanitaria. No pudimos volver al escenario donde nos sentíamos más cómodos. ¡Cómo echábamos en falta los encuentros presenciales! Es que hay una especie de resplandor que emiten los cuerpos reunidos. Miradas que en su fugacidad evidencian un entendimiento total, o una desconexión, que permiten ajustar el rumbo hacia el puerto más seguro. Un chiste que es nada más que eso, pero celebrado casi imperceptiblemente por un murmullo o alguna ceja levantada, ya da cuenta de un diminuto recreo, alivia tensiones en un instante de dispersión. Todos esos detalles se perdieron en la virtualidad de las clases. La tridimensionalidad de los cuerpos se había aplanado en figuras sin relieve, miríadas de “cuadraditos” con rostros, y las emociones parecieron dejar de circular; al menos las emociones cálidas, las que vienen entreveradas entre risas y miradas cómplices, y parecieron permanecer las más desagradables, la ansiedad por la inestabilidad de internet, la frustración ante los mensajes del chat diciendo “no se oye”.

También se habían perdido los preparativos que hacen a la sintonía del aula. La ropa adecuada, el portafolio con libros, marcadores y apuntes, el trayecto de ida, esa marcada transición por la calle, el patio, el pasillo, antesala de la acción en el aula. Todo nuestro mundo se convirtió de pronto en escenario. Ya no había dónde refugiarse. Donde grita un niño, ladra un perro y silba una caldera, ese mismo sitio se convirtió en el aula.

Nunca fuimos profesionales del teatro, y para esa superposición de escenarios estábamos todavía menos preparados. Lo intentamos, ensayando ángulos de habitaciones milimétricamente pensados para que no se viera la cama pero sí un estante con libros; organizamos turnos entre los miembros de la familia para hacer silencio, no entrar al cuarto y no usar internet a la vez. Así y todo, por resquicios insospechados se fue colando la vida real. “Disculpen, chiquilines, tengo que tener la cámara apagada porque mi hija tiene clase a la vez y no da el ancho de banda”, y ahí se alborotaban: “¿Tiene hijos, profe?”; o ante el maullido de un gato, “¡Lo queremos ver!” Y se nos comenzaron a entreverar las máscaras. Como en aquella actuación de los comediantes Les Luthiers en que se traspapelaba el guion y el discurso perdía sentido… Pero también era ese el momento en que el público se aflojaba y comenzaba a gozar, a simpatizar con el caos, con la vulnerabilidad compartida.

“La maestra tiene un nene chiquito que aparece a cada rato en la pantalla”. “El profe hoy estaba con cara de zombi y nos dijo que había dormido poco”. Así, unos y otros volvíamos a cobrar relieve, el de antes y más; se evidenciaban nuestras otras máscaras, sonaba el timbre, tomábamos mate, se nos cortaba internet. Del otro lado también llegaban diversas realidades: “Profe, en mi pueblo no hay buena conexión, por eso a veces me salgo”; “No tengo computadora, estoy por el celular”; “Perdón que está mi hermano chico y hace barullo”. Lo que muestran y lo que pretenden ocultar es igual de elocuente.

En una escuela de Montevideo, la huerta en la casa es una de las tareas preferidas de cuarentena. Madres y padres se involucran. A través de grupos de Whatsapp las familias comparten el rincón del patio, el cajón de verduras o la jardinera, mandan preguntar con qué herramientas, cuánto tiempo demora en brotar la semilla, y circulan videos de entrevistas en que adultos y niños juegan a periodistas y granjeros, o científicos. Con la vuelta gradual a la presencialidad, el entorno cobra otros matices: un niño de túnica y moña transmite con la ceibalita, a los compañeros que hoy no vienen, los cambios en la huerta durante su ausencia. Las maestras no fueron entrenadas para todo esto; es su entrega vocacional al vértigo de lo inesperado lo que habilita cualquier milagro.

Nunca fui buena en plástica; no sé cómo podría aggiornarse el dibujo de la ventanita encendida en la noche. Pero si esa escena nos parecía representar un sacrificio vocacional inusitado, ahora bien podrían incluirse en ella otros elementos que dejo a la imaginación de un artista. Por mi parte, docente es, en 2020, quien lleva a cabo una inesperada pero casi siempre exitosa puesta en escena sin guion. Ser testigos de su vulnerabilidad hace menos difícil y más dulce sobrellevar los miedos.