A propósito del programa Maestros Comunitarios y la presentación del libro de Eloísa Bordoli Formas escolares y sentidos educativos en enseñanza primaria. Análisis del proceso de construcción del PMC en Uruguay (2005 - 2010)1

Hace semanas que vengo escribiendo una historia. Se trata de una experiencia de la maestra Gabriela Nunes, actualmente directora de la escuela Nº 44 de Montevideo, que le sucediera en una época pasada en que trabajó como maestra comunitaria. La historia comenzaba un día en que, recorriendo el asentamiento donde trabajaba a diario, le llamó la atención un juego de cartas que no conocía. De inmediato me dieron ganas de contarla.

Me puse a escribir pero me lo impidieron varias circunstancias de diferente índole. Primero, volvieron a interrumpirse las clases; la pandemia arremetió con más fuerza y, a pesar de las recomendaciones de diversos expertos alrededor del mundo, la presencialidad fue lo primero que se vio afectado. Yo iba justamente a contar una historia sobre presencia, y me quedé muda. Después, estuve fuertemente involucrada en la organización de un evento de la Facultad de Humanidades, mi lugar de trabajo, y eso se llevó el resto de mis energías. Se trataba de las II Jornadas de Investigación del Instituto de Educación, encuentro bianual donde se comparten, a través de diferentes actividades, los trabajos más recientes de sus investigadores, docentes, estudiantes y profesionales. El evento tuvo lugar entre el 12 y el 14 de abril, de forma íntegramente virtual y, entre conferencias y talleres, acaparó toda mi atención y la de mis colegas.

Yo quería escribir sobre la preocupación de Gabriela por un niño en particular, de esos que miran de reojo y con el ceño fruncido, que llevan la túnica arrugada, la moña desatada y las manos listas a apretarse en un puño. Ella visitaba cada semana su casa con el fin de desentrañar el secreto de esos ojos taciturnos; con la esperanza de saber, quizás, dar a esa madre el consejo justo, la palabra sabia que salvara al niño de su “biografía anticipada” (la increíblemente aguda expresión acuñada por Graciela Frigerio). Yo quería contar cómo Gabriela, mientras indagaba qué darles, confirmó que lo mejor que podía hacer por ellos era simplemente recibir.

Pero yo no estaba pudiendo escribir. Y fue durante esas jornadas, que me quitaron todo el tiempo, que volví a pensar una idea que me es recurrente, y es que si soltamos el timón y dejamos que nuestra historia navegue por su cuenta, los resultados pueden derivar con más claridad que nuestros planes. Eso pensé durante la presentación de Formas escolares y sentidos educativos en enseñanza primaria. Análisis del proceso de construcción del PMC en Uruguay (2005 – 2010), el libro de Eloísa Bordoli que había ganado el Premio Nacional de Literatura como ensayo de Ciencias de la Educación en 2018, estaba proyectado para ser presentado en marzo de 2020, y que finalmente, a causa de la pandemia, se postergó hasta estas Jornadas. Ese fue el primer indicio de que la realidad construye su trama con más sagacidad que nosotros mismos. La propuesta de Eloísa en su libro no podría haber encajado mejor en otra coyuntura que en aquellas Jornadas, concebidas en homenaje a las figuras de Paulo Freire y José Luis Rebellato, quienes desde sus coordenadas de tiempo y espacio proyectaron al futuro y al mundo la utopía de la educación popular. Como si estos grandes educadores lo hubieran querido apadrinar, aquí estaba la celebración de este libro en el marco de este evento.

Por mi parte, si yo hubiera logrado escribir cuando me lo propuse, no habría llegado a conectar relato y libro, por una sencilla cuestión de tiempos. Y esa fue otra vuelta de tuerca de la vida. Algo parecido le pasó a Gabriela, cuando se alinearon un instante y una idea, que desembocarían en efectos extraordinarios en ese año escolar de la vida del niño. Fue necesario sólo un momento, en el que detuvo su mirada en el lugar preciso, en un grupo de adultos sentados frente a una casita precaria, sobre cajones de verduras, lanzando y alternadamente recogiendo del suelo barajas, entre risas y desafíos amistosos.

Los vio detenidos en el tiempo, disfrutando tan plenamente de su capacidad para el juego, aprendida durante un evidente entrenamiento de tardes y noches de partidas sin fin, aplicando estrategias y bromeando con camaradería; pensó en los aprendizajes sucedidos a espaldas de la escuela, durante tiempos libres y en relaciones que la formalidad de la institución no logra abarcar. Ya había observado que en las casas, o mejor dicho las veredas (los límites del “adentro” en ese barrio siempre le parecieron por lo menos imprecisos), grupos de hombres y mujeres, niñas y niños de diversas edades jugaban a las cartas. Preguntó y le dijeron que se trataba del “juego del 9”; se extrañaron de que no lo conociera, ya que en el barrio lo jugaba todo el mundo, y destacarse en él era motivo de prestigio y desvelo.

Como tantas cosas en las vidas de los humanos, pensó Gabriela: prestigio y desvelo por usar determinada ropa, veranear en determinado balneario, ocupar determinado cargo; no había diferencias, en realidad. Cada ser humano afronta la vida desde coordenadas análogas, y sus componentes determinantes, tales como la imaginación, la creatividad o el lenguaje, pueden encontrarse, siempre, contenidos en un juego.

Fue así que se le ocurrió esta idea, que puso patas para arriba el mundo de este niño; una idea que no podía ocurrírsele a nadie más que a una maestra comunitaria, no sólo porque era quien estaba allí, habilitada por su función, sino por su inherente espíritu de par, de inusitada ternura. Lo que se le ocurrió fue invitar a la mamá a la clase, a que les enseñara a jugar el juego. Es lo que aborda el libro de Bordoli, que analiza la función del programa, su historia y sus efectos, su sentido político y pedagógico: al posicionarse ante el alumno y su familia “como iguales, como sujetos no carentes, sino como sujetos de posibilidad” (página 309) Gabriela, desde su lugar de maestra comunitaria, supo ver las actividades de estas personas con una nueva mirada, curiosa y habilitante.

Al comienzo, la invitación fue recibida con mucha extrañeza. La mamá no se creía capaz de hacerlo, no se veía a sí misma como enseñante, no sentía que tuviera algo que mereciera ser mostrado y enseñado en la escuela. No debe llamarnos la atención; el programa Maestros Comunitarios “tuvo la capacidad de interrumpir universos de sentidos estabilizados sobre las expectativas” (página 309), dice Eloísa. El universo interrumpido fue, en este caso, no sólo el del niño, considerado un perpetuo “alumno problema”, sino el de la madre, que se sorprendió a sí misma con un saber que nunca creyó que pudiera ser solicitado desde un universo que carecía de este, incluyendo a la maestra. Fue así que, contra todos los pronósticos del mundo, esta madre, de quien nadie, ni ella misma, esperaba que enseñara nada, aceptó.

Una vez en el aula, su temor e incomodidad pudorosa se fueron transformando. Gabriela organizó la clase en subgrupos que jugaban según las instrucciones de la madre, y a medida que el juego avanzaba la solicitaban desde las pequeñas colmenas zumbantes de niños para volver a explicar, para ayudarles a resolver los problemas que se les iban planteando. La mujer se paseaba, sonriente, orgullosa, de grupo en grupo, satisfaciendo las diferentes demandas. Su saber era finalmente algo valorado y requerido en la institución escolar, y la alegría se vislumbraba tras la mirada brillante, la esporádica risa nerviosa, las afectuosas respuestas.

El hijo, el peleador, el arma líos, el que venía ya expulsado de otra escuela, se convirtió ese día en el hijo de aquella insólita profesora de habilidades que no suelen enseñarse en la escuela. Él también, en ese juego en el que de pronto todos se interesaron, era un experto, y pasó a ocupar un nuevo rol. Mágicamente, por ese año ya no tuvo problemas de conducta; se volvió más seguro y razonable.

Esa es, contenida en un ejemplo vivo y elocuente, la práctica del programa Maestros Comunitarios, que Bordoli nombra como “pedagogía sustentada en el reconocimiento y la posibilidad” (página 309). Lamentablemente, contra todo sentido común, desde el comienzo de este año hemos presenciado la manifestación de un claro proceso de desestímulo a los docentes del programa, que probablemente se espera desemboque en su desmantelamiento.

Igual, hay gestos históricos que no tienen vuelta atrás. Siempre que exista la memoria, a través de un testigo o de un libro esperando a ser leído en un estante, los pasos de la humanidad no retroceden. El programa Maestros Comunitarios seguirá inspirando a generaciones de educadores por venir. En el prólogo, Inés Dusel aventura que el libro de Eloísa será un referente para estos estudios en las décadas que siguen. También, en las décadas que siguen, los pequeños gestos de maestras y maestros comunitarios como el de Gabriela acompañarán los recuerdos de las niñas y los niños que tocaron. Hemos tenido el privilegio, irrevocable, de presenciar un pedacito del gigantesco calendario de la historia de la educación.


  1. Montevideo, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad de la República, 2019.