¡Cayó la flor al río! / Los temblorosos círculos concéntricos / Balancearon los verdes camalotes, / Y en el silencio del juncal murieron.

Tabaré, Juan Zorrilla de San Martín

Hace un año me propuse escribir esta crónica, exactamente un año, pero en ese momento no pude. No pude por respeto, por no atreverme a escarbar lo suficiente, por pudor o acaso una suerte de vergüenza; porque no me salían las palabras, porque no le acertaba al tono, ¿quién era yo, después de todo, para escribir sobre esto? Yo era nada más que otro camalote, como en la imagen de Zorrilla de San Martín, sacudido por la caída de una flor.

No me atreví a abordar a la familia, que al comienzo estuvo entre mis intenciones, porque, desde mi propia identidad de madre, no podía ni imaginar qué expresión en mi rostro, ni qué justificación para el encuentro, resultarían lo mínimamente respetuosos. Es así que conmemoraré estos hechos desde una reconstrucción que hice desde una lectura casi detectivesca de diversas fuentes de prensa, y algunos intercambios esporádicos con docentes que sí tenían un fuerte vínculo con la familia.

Fue la nochecita del viernes 9 de abril de 2021. Un día cualquiera, que había estado lluvioso, y Nadia Morales, de 12 años, quizás todavía acostumbrándose a la rutina de su primer año en el ciclo básico de la UTU, hacía los deberes en su cuarto. Tal vez adelantaba trabajo para tener el fin de semana libre, o aprovechaba que su mamá estaba con sus quehaceres en una pieza contigua, para concentrarse en el silencio del atardecer otoñal que avanzaba, hasta que la cena estuviera lista.

La imagino -solo la imagino, desde mi esfuerzo por ponerme en el lugar de la niña a quien le quedaban pocos minutos de vida sin que hubiera indicio alguno de este funesto destino- enfrascada en alguna operación matemática, o un ejercicio de comprensión lectora, o incluso haciendo la carátula de algún cuaderno, ya que las clases habían comenzado hacía muy poco. La evoco entonces oyendo de repente el zumbido o la ráfaga, según describieron los vecinos que después serían citados en los medios prensa, que rompió la uniformidad de los sonidos cotidianos de la cuadra. Fue en ese momento cuando habrá sentido algo, no precisamente dolor, porque es sabido que éste solo se percibe tras un umbral de conciencia. Se habrá mirado la barriga y descubierto la sangre que brotaba; la sorpresa la habrá puesto de pie de un salto y ese impulso le habrá permitido llegar hasta donde su madre para decirle, atónita, que estaba lastimada. Habrán transcurrido unos segundos antes de encenderse en la madre el pánico, fruto de atar los cabos entre el sonido zumbante y la restalla, el bramido del motor y el chirrido de ruedas ya alejándose, y la niña que empezaba a llorar, agarrándose la panza. Entonces habrá comprendido, o quizás aún no, que había sido una balacera en la calle, que de alguna manera extrañísima, de esas cosas que solo pasan en las pesadillas, se relacionaba con la sangre que brotaba del cuerpito de Nadia, y con sus gemidos y sus lágrimas. Más irreal todavía habrá resultado, unas horas más tarde, mientras la madre, caminando en círculos desesperados, esperaba noticias del quirófano del Hospital Pasteur, que le informaran que la niña estaba muerta.

No podía haber conexión entre estos hechos absurdos. Un tiroteo cuyos ecos sólo habían turbado la lejanía había acabado con el mundo tal como la madre lo había conocido. Si las dos estaban en casa, cada una enfrascada en sus propias tareas cotidianas, si Nadia era una niña sana que pasaba su tiempo entre el fútbol y el estudio, ¿qué cosa inesperada le podía pasar? Pero Nadia vivía en un asentamiento. Un caserío en pleno barrio de la Unión, donde normalmente se escuchan disparos, donde no hay policía patrullando, donde las viviendas suelen tener frágiles paredes de materiales improvisados.

En la lotería más importante del mundo, en la que se juega el sitio y la comunidad donde nacemos, a partir del momento en que un bebé abre sus ojos, todo lo que le rodee determinará su camino. Jean Paul Sartre, en su opúsculo El existencialismo es un humanismo, utiliza la cruda y certera imagen de la condena del ser humano a ser “arrojado al mundo” sin haberlo deseado ni pedido. ¿No es acaso así? Comenzamos a respirar un día a través de un grito que es una suerte de pedido de auxilio, y el entorno acudirá, de una u otra manera, a socorrernos con las pocas o muchas herramientas con que cuentan, determinadas por su propia historia, cultura, costumbres y vivencias. Siguiendo la metáfora de Zorrilla, Nadia nació de una zarza implantada en un clima árido y de usuales ráfagas huracanadas, al borde de un río turbulento. Pero, a su edad, quizás todavía no lo sabía. Ella vivía como una niña más de este mundo: cuando no estaba en la UTU, hacía los deberes en su cuarto, rodeada de sus útiles como cualquier otra niña, jugaba al fútbol, como cualquier otra deportista, y su mamá estaba con ella por las noches, cocinando la cena, como cualquier otra mamá. Su peculiaridad era que vivían en una cuadra donde las balas cruzan el aire en el momento menos pensado, y las paredes de las casitas son endebles y delgadas.

Juan Zorrilla de San Martín describe la muerte de la madre de Tabaré como una tragedia, como la inevitable caída de una flor a un río que la devora. ¿Cómo podría haberse mantenido a salvo la flor, en un clima demasiado tempestuoso y junto al furioso río?

El impacto de la muerte de Nadia generó, como en el poema épico, que temblaran en torno a ella los esperados círculos concéntricos: el barrio, la UTU y su ex escuela, la categoría sub 13 y el club Malvín Alto todo; ninguna de estas instituciones quedó indiferente al fracaso de su razón de ser: se rasgó de repente su entramado, cuidadosamente tejido para sobrellevar la pobreza, la violencia, el desamparo, para formar personas con ilusiones y metas. En consecuencia, se balancearon momentáneamente los verdes camalotes: las redes sociales, la prensa, la policía, y hasta el Ministro del Interior, que expresó su sincero profundo dolor. Pero ya hace un año, y ahora Nadia estaría en segundo año, seguiría jugando con “las leonas” de su categoría de fútbol, todavía cebando mate a las abuelas del barrio, sentada riendo en un murito, como la recuerdan sus amigos, pero no está. Y mientras la madre sigue preguntándose si se podría haber evitado, mientras los responsables duermen en la cárcel, el resto ya la hemos olvidado. Como la muerte de la madre de Tabaré, cuya vida se apagó sin trascendencia en una tierra hostil y abandonada, todas sus posibles repercusiones “en el silencio del juncal murieron”. Siguen zumbando balas alrededor de casas de chapa, las noticias y las indignaciones que circulan en las redes cambian; las vidas perdidas se olvidan, las prioridades se trasladan a otros temas, más lejanos, más ajenos.

Ojalá pudiéramos ser el juncal no silencioso, atento y con memoria, por Nadia y por todas las niñas y niños que viven sus vidas al borde de la turbulencia. No creo que podamos cambiar el mundo desde un simple recuerdo, desde una buena intención, pero lo que sí sabemos es que el silencio nunca genera grandes cosas.

Post scriptum: Compartí el manuscrito de esta nota, antes de enviarla, con los docentes que me ayudaron a reconstruir los hechos, y me señalaron que les gustaba como nota, pero emotivamente no se acercaba ni de la forma más remota a lo que sentían, y mucho menos a la experiencia que ha atravesado (y sigue atravesando) la familia. Y pensé que sí, que exactamente así es como se define lo inefable.