Hace poco más de un año, el 23 de enero de 2022, una mujer denunció haber sido violada por tres hombres en el barrio Cordón, en Montevideo. La noticia causó conmoción y, entre las muchísimas repercusiones que tuvo, generó la convocatoria a una movilización nacional “contra la cultura de la violación” unas semanas después. Fueron miles las mujeres y disidencias que salieron a las calles para denunciar una cultura que naturaliza la violencia sexual en todas sus formas, y advertir que al silencio no se vuelve más. Quizás como en otras pocas ocasiones, en el aire se sentía el dolor, la rabia, el hartazgo y, sobre todo, el deseo –la necesidad– de que las cosas cambien.

La realidad es que, desde ese día, se hicieron públicos cinco casos más de violación grupal en Uruguay. Esos son sólo los que salieron en los medios: es posible que muchos otros se investiguen en reserva y que tantos otros no hayan sido denunciados por todo lo que implica dar ese paso para una víctima de violencia sexual, que además de lidiar con el impacto de la agresión tiene que soportar cuestionamientos, preguntas revictimizantes e incluso que se la cargue con la responsabilidad de lo que le pasó.

Los casos ya son más o menos conocidos. Un mes después de la violación grupal en Cordón, el 22 de febrero de 2022, dos mujeres denunciaron que fueron violadas en un patrullero por tres policías de la Guardia Republicana en Paso Molino. El 1º de abril, una adolescente denunció haber sido violada por cuatro hombres en una fiesta del Partido Nacionalque se hizo para celebrar la victoria del No en el referéndum para derogar 135 artículos de la ley de urgente consideración, en una chacra en Paso de la Arena. El 18 de diciembre, una enfermera de un prestador privado de salud denunció que fue violada por seis compañeros de trabajo en un asado de fin de año. El 15 de enero de este año, una mujer denunció haber sido violada por tres hombres en una fiesta privada en Los Pinares, Maldonado. Ese mismo día, en la ciudad de Ombúes de Lavalle, en Colonia, una mujer denunció que tres hombres la violaron luego de que uno de ellos contratara sus servicios como trabajadora sexual, informó el portal local El Eco.

Son seis casos en casi 12 meses. Siete mujeres víctimas. Más de 20 varones denunciados.

Otras violaciones grupales se hicieron públicas en Uruguay en años anteriores, como las que fueron denunciadas en el camping de Santa Teresa y en un camping de Valizas en los veranos de 2014 y 2019, respectivamente. Sin embargo, esta es la primera vez que se dan a conocer tantos casos en un período tan corto de tiempo.

No hay forma oficial de ratificar si esto representa un aumento de las denuncias de este tipo de agresiones, porque el Ministerio del Interior “no puede desagregar de forma automatizada si una violación es grupal, ya que esa información está en el relato de cada denuncia”, según dijeron fuentes de la cartera a la diaria, en tanto en Fiscalía “no están cuantificadas”, aseguraron desde esta institución. Tampoco se puede afirmar si hubo un aumento de los casos. Lo que sí está claro, por lo pronto, es que hoy estas situaciones son más visibles y es necesario desentrañar qué hay detrás de ellas, para entenderlas y erradicarlas.

En este escenario, surgen varias preguntas. ¿Hay algo que pueda explicar un posible aumento de casos de violaciones grupales y su mayor visibilización? ¿Cuáles son las características particulares? ¿En qué mecanismos, mandatos o estructuras se sostienen? ¿A qué herramientas hay que apuntar para prevenirlas? Expertas en la temática lo analizaron con la diaria.

Un crimen de poder

La violación es más un crimen de poder que un delito sexual. Una de las académicas latinoamericanas que más ahondó en este tema es la antropóloga argentina Rita Segato, que justamente define la violación como “un crimen de poder, de impunidad y disciplinador sobre el cuerpo de las mujeres”, por parte de varones que “obedecen a un mandato de masculinidad, que es un mandato de potencia”, y que entonces “prueban su potencia mediante el cuerpo de las mujeres”, como explicó hace unos años en una entrevista con Página 12. Por eso, a su entender, “es un error hablar de crímenes sexuales”: “La violación no es un hecho genital, es un hecho de poder”, asegura Segato.

Este rasgo se amplifica cuando hablamos de una violación en grupo, en la que se activan otros elementos que tienen que ver no sólo con la mayor brutalidad de la agresión sino con los pactos de silencio e impunidad que se entretejen en el colectivo, la demostración de la potencia entre varones o la necesidad del reconocimiento de la mirada de los otros en ese ejercicio de violencia que, para los agresores, implica reafirmar su virilidad ante los demás.

“La violación grupal es uno de los espacios o territorios –otro de los tantos– en los cuales se despliega, se reafirma y se construye la masculinidad en términos de la hegemonía”, profundizó la licenciada en Comunicación, educadora sexual y docente Sabrina Martínez en diálogo con la diaria. “De alguna manera, estas prácticas están mucho más sustentadas en una necesidad de reafirmar la condición de varón en términos de la masculinidad que de compartir una práctica vinculada a lo erótico. Esto es un crimen o una práctica de violencia basada en género que en realidad lo que busca es una reafirmación de la condición de varón, en el marco del pacto patriarcal y de la alianza masculina”, detalló.

En esa línea, aseguró que el ejercicio de la práctica “no está constituido, ni desarrollado, ni planificado en términos del placer sino en términos del poder”. “Es un espacio fuertemente consolidado de la performance masculina hegemónica, que puede jugarse en lo sexual y puede jugarse cuando se cagan a piñas y le patean la cabeza a un pibe a la salida de un baile”, expresó. A su entender, es “imposible no conectar” las dos cosas porque “son parte de las dinámicas del ritual de la certificación de lo masculino”.

Por otro lado, Martínez consideró que la violación grupal “es parcialmente un crimen de odio de género, que no se termina de concretar en un estadio más femicida, pero que de alguna manera es una práctica de aniquilamiento de la existencia de esa feminidad y una pretensión de dejar esa marca para toda la vida de las víctimas”.

En el mismo sentido opinó la antropóloga feminista Susana Rostagnol, que retomando conceptos de Segato dijo que se trata de “uno de los crímenes más cruentos”, porque “es el poder absoluto que se tiene sobre la persona”, y aseguró que, “si se la matara, no sería tanto, porque en este caso se la deja viva con toda esa herida”. En el caso de una violación en patota, ese poder “es aún mayor” porque la mujer “no es nadie más que algo para uso colectivo”, expresó la académica a la diaria.

Por su parte, y también en base a Segato, la psicóloga especializada en violencia de género e integrante de la Red Psicofeminista Manira Correa aseguró que en la violación grupal se consolida de alguna forma el “‘título de hombre’ ante la mirada de otros” y que, por eso, “se presenta como un espectáculo de ejercicio de poder”.

“Que estas cosas sucedan tiene que ver con los modelos de masculinidad que se siguen reproduciendo en nuestra sociedad”, sin que se los “cuestione”, se los haga “visibles” o “pensando que son temas menores o secundarios”, cuestionó Andrea Tuana, trabajadora social, docente y directora de la asociación civil El Paso, que aborda la violencia sexual. En esa línea, dijo que la sociedad uruguaya es “tremendamente machista, donde esos modelos de masculinidad hegemónicos tienen una vigencia muy fuerte y tienen un componente muy importante de que hay que estar siempre probándola, defendiéndola o dando exámenes”. “El ser viril es parte constitutiva de esa masculinidad hegemónica, y ahí se abre todo este campo de las violencias sexuales”, apuntó.

Para la especialista, el carácter disciplinador de la violación está directamente vinculado “a los mandatos de las mujeres, que debemos ser muy recatadas, muy discretas, y no estar demostrando demasiado nuestro deseo sexual”, en tanto “los varones sienten que, si una mujer ‘se regaló’, es decir, salió del lugar que le corresponde a una mujer, entonces hay que disciplinarla, castigarla o mostrarle por qué no debería haber cruzado esa línea”.

Por qué ahora

Consultada sobre qué podría explicar un posible aumento de este tipo de prácticas colectivas, Martínez señaló que posiblemente sean “mucho más sistemáticas y sostenidas en el tiempo y en la historia que lo que nosotras creemos”, pero “ahora de alguna manera se observa este aumento o toman estado público”. A su entender, es resultado, además, de “la propia bola de nieve que se genera cuando las víctimas empiezan a sacar de lo privado la vivencia personal de ese tipo de agresiones sexuales, lo cual hace que otras se sientan representadas por esos mismos hechos y entiendan que no son ni aislados ni una excepcionalidad”.

También para Tuana estas situaciones “se dan mucho más de lo que podamos imaginar, pero muchas mujeres no las reportaban ni las denunciaban porque se sentían ellas responsables, culpabilizadas, avergonzadas”. Sin embargo, “cuando la mirada social empieza a tener una postura crítica y una perspectiva de género o feminista, y se empieza a hablar de estos temas de otra forma, ya no justificando a los violadores sino señalándolos, hay más posibilidades de que una persona que haya pasado por esto se anime a expresarlo, a denunciarlo y a sentir que no es ella la responsable de lo que le sucedió”.

En tanto, para Rostagnol, un posible aumento de los casos se puede deber a que “hay una sensación de mayor impunidad” con relación a las situaciones de violencia de género, y mencionó específicamente los femicidios, que “sigue habiendo y no pasa nada”. Pero, además, lo atribuyó a la reacción de muchos varones que, ante los avances en el ejercicio de derechos por parte de las mujeres, “no se la bancan y quieren que las cosas vuelvan a su lugar”.

El papel de la educación sexual

Si bien se trata de un fenómeno multicausal que está bien avalado y consentido y patrocinado por el sistema patriarcal y la cultura machista, las entrevistadas coincidieron en que la falta de una educación sexual integral (ESI) con perspectiva de género y de derechos es un factor que incide mucho a la hora de pensar en los pilares que sostienen la violencia sexual.

“En realidad, más que la falta de educación sexual, lo que hay es un aprendizaje machista de la sexualidad”, puntualizó Tuana en concreto. La experta dijo que hay una “gran complicidad de toda la sociedad, porque se sigue transmitiendo que a las mujeres que demuestran su deseo sexual o van vestidas de determinada manera se les puede hacer cualquier cosa”. A la vez, aseguró que a los varones, en particular, “se les sigue enseñando que tienen que aprovechar cualquier situación y estar permanentemente buscando esa demostración de la virilidad a cualquier costo”. “No se les está enseñando lo que es el consentimiento o, al revés, se les está enseñando que cuando una mujer dice ‘no’, en realidad quiere decir ‘sí’ y hay que insistirle”, resumió Tuana, y dijo que esa idea “es la base del abuso y de la violación”.

Martínez, por su parte, identificó múltiples problemas vinculados a la ESI en Uruguay. Uno es que el país “tiene un claro ejercicio de una educación sexual basada en la diferenciación sexual, en la perspectiva binaria y en prácticas sexistas”, lo que en definitiva significa que “de educación sexual está lleno, pero es una educación sexual que siembra el terreno para el ejercicio de este tipo de prácticas que llevan adelante varones, en relación a la violencia sexual”.

A la vez, la educadora sexual aseguró que la ESI “está cada vez más en peligro”, porque “las posibilidades del ejercicio y de la implementación se han visto enormemente limitadas, sobre todo en el último tiempo”. Dijo que, antes, las educadoras sexuales ingresaban “con mucha más posibilidad” a las escuelas para trabajar en ESI y “ahora las instituciones tienen muchos más recaudos y muchas más limitantes”. Para Martínez, esto demuestra “cómo el discurso de la ‘ideología de género’ que sostienen las organizaciones ultraconservadoras ha permeado a todas las instituciones y sobre todo a las públicas”.

Como resultado, hay “una absoluta ausencia, prácticamente, de una educación sexual en clave de integralidad y de perspectiva de género”, cuestionó la docente. ¿Qué significa esto? Que el foco sólo se pone en lo reproductivo –con énfasis en la anticoncepción– y queda afuera “todo lo que tiene que ver con lo erótico, con el placer en términos de autocuidado y autoconocimiento”.

Al mismo tiempo, aseguró que en los espacios que habitan las infancias sólo se habla de abuso sexual “cuando nos encontramos frente al hecho”, con “una agencia enormemente diferenciada entre niños y niñas”, y en términos de prevención. Esto, además, en el marco de un relato en el que “el otro victimario es un monstruo que hay que aniquilar” y que, para Martínez, hace que “no haya ámbitos reales y certeros de problematización sobre por qué nos pasa lo que nos pasa, porque estos varones que se juntan y que buscan el ejercicio de la violencia sexual como una práctica de divertimento y de ocio viven en nuestras casas, van a nuestras facultades, son vecinos, van a nuestros comités de base, los encontramos en los boliches”.

Un poco por este lado va Correa cuando apunta que es importante no referirse a estas agresiones grupales como violaciones “en manada”. “Hay que desmitificar esto porque los varones no son animales, no son monstruos, no son enfermos, sino que son varones violadores, que son socializados para creer que pueden disponer de los cuerpos y hasta de las vidas de las mujeres”, dijo la psicóloga, e insistió en que no hay que “patologizar a estos varones, sino que se necesita trabajar en su masculinidad y en las masculinidades en general”.

La prevención

¿Qué es lo que hace falta para fortalecer la prevención de estas situaciones? Para Martínez, la herramienta “central” es la ESI “curricularizada en todos los niveles educativos”. Pero no sólo eso. “También tenemos que tener políticas públicas focalizadas en las masculinidades y que no estén solamente centradas en las prácticas de reparación”, como son, por ejemplo, los programas para varones que ejercen violencia, que a su entender funcionan como “un pequeño parche a una problemática mucho más sistémica”.

El otro problema que implica pensar las políticas contra la violencia sexual desde la reparación es que el abordaje se realiza cuando suceden los hechos y no antes. “Eso, de alguna manera, muestra una matriz cultural y también política que entiende que no es necesaria una agenda preventiva, sostenida, garantista en clave de derechos para todos los seres humanos, sino que hay que trabajar desde el momento en que acontece el hecho”, puntualizó la educadora sexual.

Al mismo tiempo, consideró que hay que romper con la idea “constante y permanente” de que esto es un “tema sexual” –cuando en realidad responde a un crimen de poder– porque eso fortalece el argumento de que “las vivencias sexuales no son tema de los estados, sino que son temas de la intimidad, entonces para qué [como Estado] vamos a invertir recursos en desmontar esto”.

En tanto, Tuana dijo que lo primero es “cuestionar esta sociedad machista y los modelos de masculinidad” que reproduce. En este punto, coincidió en que la ESI aparece como “una de las herramientas más potentes”, aunque dijo que “hay que tener voluntad política para promoverla”.