En el Mes de la Diversidad, el taller de costura de la Unidad 4 Santiago Vázquez (ex Comcar) es una fiesta. El miércoles 24 de setiembre, sobre las 11.00, un grupo de mujeres trans, junto con las y los docentes del Sindicato Único de la Aguja (SUA), les dan las últimas puntadas a las banderas que están confeccionando. La bandera trans particularmente tiene dos franjas azules, dos franjas rosadas y en el medio una blanca. Luego de pegarlas con cinta adhesiva a mástiles de madera, las chicas las llevan con orgullo, están exultantes. “Yo quiero mostrar quién soy, cómo soy”, dice una de ellas.

Cada una tiene un detalle para la ocasión: los labios pintados, los ojos delineados, unas sandalias con tacos, una remera linda, el pelo planchado o brillos en la cara. Desde el taller de costura, las chicas van a caminar unos metros hasta el salón de eventos, ubicado al lado del módulo 9, el único específico para las mujeres trans privadas de libertad en medio de esta megacárcel de hombres.

Según datos del Ministerio del Interior (MI) de julio de 2025, en Uruguay hay 16.624 personas privadas de libertad. De estas, 53 son personas trans: 30 se autoperciben como mujeres y 23 como varones. Casi la mitad de las mujeres trans, unas 12, están recluidas en el módulo 9 de Santiago Vázquez. El resto están alojadas en la Unidad 5 Cárcel de Mujeres en Colón y otros centros penitenciarios del interior del país. En los últimos cinco años la población de mujeres trans privadas de libertad ha crecido a paso acelerado en un 50%. En ese mismo período, las mujeres cis en cárceles crecieron un 100%, y el resto de la población penal, un 40%.

Igual derecho a ser diferentes

En el camino al salón de eventos las chicas trans saludan a otros reclusos y operadores de cárcel, posan para las fotos e intentan vender los bolsos de tela tipo morral que están preparando hace meses en el taller de costura. Cada bolso tiene impresa la frase “No se trata de tener derecho a ser iguales, sino de tener igual derecho a ser diferentes”, y debajo un símbolo: una tijera entrelazada en una aguja con hilo de colores azul, rosado y blanco.

Una vez en el salón, se sientan en ronda junto con representantes del PIT-CNT, de la Intendencia de Montevideo (IM), talleristas del Ministerio de Educación y Cultura (MEC), del área de Salud Mental del Instituto Nacional de Rehabilitación (INR), y operadores penitenciarios. Mientras juegan un “verdadero o falso” sobre diversidad y ley trans, una de ellas lee un papel blanco: “¿Ser trans significa operarse?”. Otra grita: “No, no, yo no me hice nada y mirá cómo estoy”. Luego hacen una ronda de presentación.

Cuando una mujer trans ingresa al sistema penitenciario, pasa por una entrevista con el Departamento de Género y Diversidad del INR, cuenta a la diaria su directora, Paula Lacaño. Allí se les explica su derecho a recibir un trato digno y a la no discriminación. También se les consulta dónde quieren ser alojadas y, según Lacaño, se intenta cumplir con las expectativas de la persona.

Muchas eligen el módulo 9 de Santiago Vázquez porque es exclusivo para mujeres trans. Al ser “la mayoría reincidentes (80%), ya están acostumbradas a ese lugar. Esto tiene que ver con su supervivencia, y con conocer el sistema, el ambiente donde se mueven y conocerse entre ellas”, asegura Lacaño. Pero también con el consumo de drogas que continúan dentro de la cárcel. “Es un porcentaje muy grande el de las mujeres trans privadas de libertad que tienen problemas de consumo de sustancias”, dice. Y agrega que, en algunas ocasiones, terminan recurriendo al trabajo sexual dentro de la cárcel para conseguir droga.

Antes de que existiera el módulo 9 para mujeres trans en Santiago Vázquez, Lacaño cuenta que la situación de las chicas en la cárcel era otra. En 2012 comenzaron con una comisión de género en el INR, que en agosto de 2016 se convirtió en el Departamento de Género y Diversidad, para darles un espacio de consulta, demanda y contención a las personas LGBTI+ privadas de libertad.

Ella lo cuenta así: “Empezamos a relevar las unidades para paliar las desigualdades de género que advertíamos. En el comienzo, la mayoría de las mujeres trans estaban alojadas por delitos sexuales, independientemente del delito que hubieran cometido. Se las agrupaba de forma discriminatoria porque no sabían qué hacer con ellas, por desconocimiento o por miedo. Tampoco accedían a ningún espacio en la cárcel, estaban como perdidas. Empezamos a hacer políticas afirmativas para que accedan a trabajo, a estudio, todo de manera acompañada”.

Fabiana en la Unidad 4 (ex Comcar).

Fabiana en la Unidad 4 (ex Comcar).

Foto: Alessandro Maradei

Actualmente, según datos del INR, 60% de los delitos que cometen las mujeres trans privadas de libertad son contra la propiedad, principalmente delitos de hurto no violentos; le siguen los delitos vinculados al microtráfico de drogas (20%) y los delitos contra las personas (16%). Los delitos sexuales representan un 3% para esta población.

En esas recorridas de 2012, Lacaño relevó algunas de las violencias que las mujeres trans estaban viviendo: no se les permitía ingresar maquillaje, ropa femenina, esmaltes ni tinta para el pelo; incluso a una de ellas se le cortó el pelo apenas ingresó. “Todo eso quedó en el pasado, ellas ahora expresan su identidad, incluso a una de ellas le conseguimos que pudiera entrar una peluca porque es calva”, agrega.

Una puerta a la calle

Las mujeres trans comparten pizza, torta y refresco en el centro del salón de eventos de la cárcel de Santiago Vázquez. En el medio de la celebración, venden todos los bolsos que tienen disponibles. Acaban de pasar una por una a recibir el certificado de aprobación del taller de costura del SUA. Todas se sacan fotos, todas se aplauden. “Esto es una puerta a la calle”, dice una de ellas, mientras ve cómo sus compañeras reciben con alegría el diploma.

Además del taller de costura, en la cárcel de Santiago Vázquez las mujeres trans asisten todos los viernes a un taller de arte y cultura en el marco del Plan Nacional de Educación en Cárceles del MEC. Y hace dos años que una vez al mes tienen un taller de escritura con la artista argentina Susy Shock, en convenio con la IM. También, a través del Servicio de Asistencia Integral para Personas Privadas de Libertad, cuentan con una Policlínica de la Diversidad, donde una médica y dos psicólogas hacen actividades grupales y seguimiento individual con ellas.

Fabiana de los Santos (43 años) tiene el pelo rubio atado en dos colitas, los labios color rosado, y un top y calzas rojas. Sentada al sol, le cuenta a la diaria lo que significa el espacio de salud mental para ella: “Es un estrés muy grande el encierro acá, pero vas y te desahogás. Salís como aliviada, porque una tiene para estar años acá”.

Luego va a contar que hace diez meses que está privada de libertad y que le quedan tres años. Que tiene un trabajo de limpieza en la cárcel y que está cursando primero de liceo. Que, como la mayoría, es la segunda vez que está encerrada y no recibe visitas. “Mi madre me echó a los 13 años de casa y no quiso saber más nada de mí. Yo me siento sola en el mundo. ¿Sabés lo horrible que fue vivir entre unos troncos en la calle? Gracias a Dios ahora hay mucha, mucha ventaja para nosotras. Tenemos derechos, te podés cambiar el nombre en el documento”.

Una cabeza más abierta

Mientras algunas de las chicas preparan una pancarta para marchar unos metros por una de las calles de la cárcel, Rubí García sale al sol y pide para que le hagan unas preguntas. Quiere contar su historia. García lleva puestas sandalias con tiras negras, jean y remera negra, y una camisa blanca encima. Con 29 años recién cumplidos, es una de las más jóvenes del módulo 9 y una rareza entre sus compañeras. Es su primera vez en la cárcel, y sólo el 20% son primarias. “Esta es mi primera y última vez”, dice convencida apenas se sienta frente al grabador.

Ella es oriunda de Minas, donde cumplió dos meses en la cárcel de esa ciudad y luego la trasladaron a Santiago Vázquez. En total lleva seis meses de privación de libertad y le quedan dos años. “Ya tengo mi cabeza más abierta. Yo lo que quiero es salir de acá y encontrar un laburo”. Lo que intenta García es dejar las drogas, pero asegura que es muy difícil para una consumidora. Si bien dice que no tienen tantos recursos en la cárcel para eso, lo que más las motiva son los talleres, que les permiten salir de la celda y no estar tan encerradas.

“Logramos que nos abran la celda desde las diez de la mañana hasta las cinco de la tarde, de lunes a viernes. Todas nos estamos comportando. Antes salíamos sólo para los talleres. Una se pone la meta de no drogarse, pero imagínate que todo el fin de semana estamos trancadas, ¿qué hacemos en la celda? Lamentablemente terminamos cayendo”, explica García. Si bien en cada celda son tres mujeres y están cómodas, dice que les faltan cosas: “La mitad de las chicas trans no tenemos ropa ni calzado. A mí no me dan la medicación y la necesito para dormir de noche. También precisamos un televisor porque después de las cinco de la tarde, que estamos encerradas, ¿qué hacemos? Jugar a las cartas ya te aburre. Y necesitamos más actividades para seguir saliendo”.

Con respecto a la alimentación, dice que con la Tarjeta Uruguay Social que brinda el Ministerio de Desarrollo Social compra un surtido todos los miércoles, además de la leche y la comida que le dan en la cárcel (junto con un kit de higiene por mes). Pero que les falta poder cocinarse dentro del módulo. “En mi caso yo no tengo visita, así que me manejo con lo que tengo acá. La mayoría de las chicas trans no tiene, es complicado con la familia. Pero vamos viendo el progreso que tiene cada una dentro de la unidad; yo vine muy flaca, afuera no conseguía trabajo. Estuve trabajado en la Intendencia de Lavalleja, pero te dan por dos o tres meses nomás”, explica García.

Por el momento, ella está solicitando un traslado a otra unidad en el departamento de Florida, en una cárcel donde no haya droga y tenga más actividades. “Estás en otro ambiente”, dice. Según Lacaño, “muchas son usuarias de refugio y uno de los desafíos es intentar buscarle la vuelta para sostenerse afuera. Hacen buenos procesos en privación de libertad, pero cuando se van es empezar de nuevo”.

García ya está envuelta en una bandera multicolor de la diversidad, sosteniendo con sus manos una bandera trans. Está lista para marchar con sus compañeras al son de los tambores. Bailan bajo un sol de mediodía que las abriga y la mirada lejana de los reclusos que las observan desde los módulos de la cárcel de Santiago Vázquez.