Uruguay atraviesa una crisis penitenciaria; hacinamiento, violencia, infraestructura en ruinas, personal insuficiente y una reincidencia que no baja de 60% configuran un escenario que políticos, trabajadores, investigadores y asociaciones de derechos humanos describen como “insostenible”.

El país ha construido, en menos de dos décadas, uno de los sistemas penitenciarios proporcionalmente más grandes de América Latina, pero sin los recursos humanos técnicos ni edilicios que permitan sostenerlo. El resultado es un entramado frágil que funciona al borde del colapso. Así lo define Jonathan Perdomo, integrante de la Organización de Funcionarios Civiles Penitenciarios (Ofucipe), quien agregó en diálogo con la diaria que se trata de “una emergencia en materia de cárcel. Hoy tenemos un sistema colapsado”.

Hay más de 16.000 personas privadas de libertad, un récord histórico para un país del tamaño de Uruguay. A eso se suman más de 10.000 personas bajo medidas alternativas supervisadas por la Dirección Nacional de Medidas Alternativas. “Nuestra institución abarca a 27.000 personas, es un montón”, señaló Perdomo. Lo que agrava la situación es el desequilibrio entre la demanda y los equipos disponibles. “Tenemos 1.400 trabajadores para todo eso”, describió y agregó que, de este total, sólo 14 técnicos trabajan en medidas alternativas, y casi todos están en Montevideo. En el interior prácticamente no hay funcionarios para desempeñar la tarea.

La directora del Instituto Nacional de Rehabilitación (INR), Ana Juanche, coincide en que el organismo no está preparado estructuralmente para el volumen actual de personas privadas de libertad. “El INR no ha podido desarrollar, al mismo ritmo del crecimiento de la población carcelaria, estrategias para compensar la atención de esa cantidad de personas”, sostuvo en diálogo con la diaria.

Según explicó, la falta de infraestructura y de personal se traduce en relaciones extremadamente deficitarias entre funcionarios y personas privadas de libertad. Mientras los estándares internacionales recomiendan aproximadamente tres personas privadas de libertad por cada funcionario de trato directo, en Uruguay la relación ronda las 32 personas por cada policía, 63 por cada operador penitenciario y 157 por cada técnico.

Mientras tanto, dentro de las cárceles, la falta de funcionarios es cada vez más visible. Perdomo contó que hay lugares donde quedan “espacios vacíos” sin personal. “Hay barracas, sectores, módulos que quedan solos porque no hay gente”, dijo y agregó que en algunas unidades, un solo operador queda a cargo de sectores enteros, abarcando decenas de personas privadas de libertad, en condiciones de riesgo constante.

El diputado nacionalista Pablo Abdala, que integra la Comisión Especial de Seguimiento de la Situación Carcelaria, destacó que en el Presupuesto Nacional recientemente aprobado existió “un esfuerzo en cuanto a destinar recursos para incorporar personal”.

La expansión edilicia no resuelve el fondo del asunto

En este contexto, el gobierno plantea abrir un nuevo centro penitenciario en el predio del Penal de Libertad, con capacidad para unas 1.400 personas. Se trata de una obra significativa que pretende aliviar el hacinamiento, pero para Ofucipe la apertura de estas plazas puede generar otras consecuencias.

“El cálculo inicial era que se necesitaban 500 trabajadores, pero no llegamos a esos 500”, señaló Perdomo y agregó: “Van a mandar gente de otras unidades para llenar esa cárcel, van a seguir desvistiendo un santo que ya está desnudo”.

Según detalló Juanche, actualmente se están continuando las obras iniciadas en la administración anterior. Se trata de tres nuevas unidades, de aproximadamente 430 plazas cada una, en el complejo Libertad, además de un módulo de ingreso y otro de alojamiento administrativo. También avanza la construcción de la nueva cárcel de mujeres, con capacidad para 850 personas, incluido un sector para mujeres trans.

En paralelo, el INR evalúa la construcción de hasta 1.200 nuevas plazas mediante contratos de participación público-privada. “La línea de esta administración no es construir megaunidades, sino unidades de no más de 500 plazas, como recomienda la experiencia internacional”, señaló.

En la presentación del proyecto de presupuesto del Ministerio del Interior ante la Comisión de Hacienda del Senado, el ministro Carlos Negro destacó que los recursos asignados buscan responder de forma integral a la problemática de la seguridad y de las cárceles del país. En ese marco, señaló que el presupuesto incorpora partidas específicas para el INR, incluyendo la incorporación de personal (500 operadores penitenciarios y 500 policías) y la mejora de la oferta programática centrada en educación, capacitación laboral y programas de tratamiento, así como la construcción de nuevas unidades —entre ellas las previstas en Libertad y una nueva cárcel de mujeres en Punta de Rieles— en un esfuerzo por enfrentar tanto el hacinamiento como las limitaciones estructurales del sistema penitenciario.

Reincidencia, un círculo que se retroalimenta

La crisis penitenciaria no es sólo cuantitativa. Uruguay tiene una de las tasas de reincidencia más altas de América Latina y los factores son múltiples: pocas oportunidades educativas, escasas actividades laborales, falta de apoyo al egreso, dificultades para acceder a salud mental y ausencia de seguimiento técnico.

Juanche explicó que la reincidencia responde a múltiples factores estructurales. “Históricamente, el sistema penitenciario ha tenido escasa capacidad real de cumplir con la meta de rehabilitación”, afirmó. Según detalló, si bien la educación y el trabajo son componentes necesarios, no resultan suficientes para reducir la reincidencia.

“La evidencia muestra que hay otros factores criminógenos mucho más vinculados a la trayectoria delictiva, como el estilo de pensamiento procriminal, las actitudes, el relacionamiento con pares criminógenos y el consumo problemático de drogas y alcohol”, señaló. A esto se suma la escasez de personal técnico especializado y una oferta programática que históricamente estuvo enfocada de forma marginal en programas de tratamiento.

“Hay cárceles superpobladas, con hacinamiento crítico, con personal insuficiente y con una bajísima proporción de técnicos. Eso termina siendo un conjunto de condiciones que no favorece mayores oportunidades de rehabilitación”, advirtió Juanche.

Por su parte, Abdala contó que “hay aproximadamente 6.000 personas privadas de libertad que están en proceso de reeducación o que asisten a distintos programas educativos” y sostuvo que es necesario profundizar esas líneas de trabajo.

Los datos del informe del comisionado parlamentario de 2024 revelan que más del 70% de la población privada de libertad no accede a trabajo formal y sólo un tercio participa de actividades educativas con continuidad. En muchos módulos, el encierro supera las 20 horas diarias.

Juanche señaló, además, que el sistema carece de una clasificación adecuada según el riesgo de reincidencia. “Se separa entre formalizados y condenados, pero no entre personas de riesgo bajo, medio o alto”, explicó. Según la evidencia, las intervenciones más intensivas deberían dirigirse a quienes presentan riesgos altos y moderados, pero el sistema tiende a priorizar a quienes tienen menor riesgo.

A esto se suma la debilidad de la política postpenitenciaria. “Incluso quienes logran transitar experiencias positivas en la cárcel no encuentran continuidad al salir: no hay suficientes programas de acompañamiento para retomar trayectorias laborales, educativas o acceder a vivienda”, advirtió.

Salud mental, la crisis silenciosa

Para los trabajadores, uno de los problemas más críticos es la salud mental. La realidad es que las cárceles concentran altos niveles de consumo problemático, depresión, ansiedad, traumas y violencia, que también impactan sobre los equipos.

“Hay situaciones de violencia, problemas edilicios, pero tampoco hay un abordaje real. La oficina de salud ocupacional no cumple con la normativa”, señaló Perdomo, quien agregó que la oficina “hoy tiene dos psicólogas, [pero] tendría que haber un técnico prevencionista, un médico laboralista, administrativos y un espacio adecuado. Nada de eso existe”.

Los episodios de autoagresión, intentos de suicidio, crisis de angustia y episodios psicóticos aumentan año a año. Para muchas personas privadas de libertad, la cárcel es el primer lugar donde reciben contacto (aunque mínimo) con servicios de salud. Pero los equipos son insuficientes, los protocolos no se aplican de forma uniforme y las derivaciones son lentas.

Para los trabajadores, la situación es similar: estrés crónico, traumas acumulados, jornadas con exposición a violencia y muertes, y ausencia de acompañamiento posterior. El síndrome de burnout es frecuente, pero el sistema no cuenta con los recursos para abordarlo.

Infraestructura vieja, módulos saturados y estándares incumplidos

La crisis edilicia es otro componente clave. Muchos establecimientos funcionan en edificios antiguos, sin ventilación adecuada ni luz natural. Las fallas eléctricas y sanitarias son recurrentes y varios módulos superan la capacidad de personas recomendada por organismos internacionales.

En algunas unidades, los espacios comunes están inutilizados, lo que elimina la posibilidad de talleres, recreación o actividades educativas y empuja al encierro casi total. La infraestructura no es sólo un problema de comodidad; define niveles de tensión interna, salud, violencia y convivencia.

El último informe del comisionado parlamentario penitenciario, que se publicó en setiembre de 2025, muestra que en Uruguay se mantienen prácticas que chocan con estándares de derechos humanos, como el encierro prolongado, la falta de atención médica adecuada y las insuficiencias en salud mental.

La situación más extrema se vive en la Unidad 4 de Santiago Vázquez, ex Comcar. En los módulos 10 y 11, diseñados originalmente como “módulos dormitorio”, el hacinamiento, las instalaciones eléctricas artesanales y la falta de acceso a espacios comunes generan condiciones degradantes.

En algunos sectores hay entre seis y diez personas por celda, con riesgo permanente de incendios. En el módulo 11, que llegó a alojar más de 800 personas para una capacidad inferior a 500, se produjeron incendios fatales en los últimos años. Tras el último siniestro, fueron realojadas unas 300 personas, pero el problema estructural persiste.

¿Qué modelo carcelario quiere Uruguay?

Abdala señaló que lo que “está faltando, y lo que es más reprochable, es la demora injustificada en cuanto a la reforma institucional del INR, que todos estamos de acuerdo en llevar adelante”, fundamentó Abdala. El diputado advirtió que todos los partidos coinciden en la necesidad urgente de descentralizar el INR, pero remarcó que, aunque el Ministerio del Interior anunció durante todo el año que enviaría el proyecto, eso todavía no ocurrió.

La diputada del Frente Amplio Graciela Barrera, que también integra la Comisión Especial de Seguimiento Carcelario, sostuvo que el tamaño y el diseño de las cárceles inciden directamente en las posibilidades de rehabilitación. “Las cárceles chicas permiten trabajar mejor con la gente. Las personas necesitan rutinas, trabajo, educación y espacios adecuados”, afirmó.

Barrera subrayó que la rehabilitación no puede terminar en la puerta de la cárcel. “Muchas personas salen sin trabajo ni lugar donde ir, y a los pocos días vuelven a delinquir”, relató. Para la dirigente, es clave abrir las cárceles a la sociedad y facilitar que empresas y organizaciones formen en oficios a las personas privadas de libertad, además de garantizar visitas familiares en condiciones dignas.

Perdomo, por su parte, concluyó: “Estamos en una emergencia. Si no se fortalecen los recursos humanos, la infraestructura y la salud mental, esto va a seguir empeorando”.