Hace diez años, cuando se cumplían tres décadas del plebiscito de 1980, les pedimos a varios intelectuales que realizaran un esfuerzo de imaginación: pensar qué habría pasado si la reforma constitucional propuesta por la dictadura militar hubiera sido aprobada por la ciudadanía.

Una década después, lo escrito por los historiadores Carlos Demasi, Aldo Marchesi y José Rilla, y por el escritor Roberto Appratto sigue hablando del pasado y del presente de Uruguay, aunque no de la misma manera. El rescate de sus ensayos, publicados en 2010 en la edición de fin de año de la diaria, y que autorizaron reproducir aquí, se vuelve no sólo un ejercicio de historia contrafáctica o de especulación, sino también una recalibración de nuestros horizontes políticos actuales.

En 2010, entonces, Marchesi trabajaba sobre lo que en la historia contrafáctica —y también en la ciencia ficción ucrónica— se llama “punto de divergencia”; en este caso, el debate televisivo que precedió al plebiscito habría sido censurado por los dictadores. En la visión de Marchesi, nuestra historia y la historia alternativa tendían a converger en el largo plazo.


El punto de partida de este ejercicio requiere explicar el porqué de un resultado diferente al ocurrido. Aquí daremos una explicación circunstancial, más cercana al hecho electoral que a las apuestas de largo plazo de la dictadura. Desde 1975 ciertos sectores civiles y militares habían visto a la dictadura como la oportunidad histórica para construir un orden político diferente que el anterior orden democrático. Durante el período, la constitución de ese “nuevo Uruguay” tuvo dimensiones políticas, culturales y económicas; sin embargo, en el campo de la institucionalidad política la delineación de ese “nuevo Uruguay” nunca terminó de tener una fisonomía clara.

En el frente dictatorial convivieron desde corporativistas hasta liberales conservadores. La relación con los partidos políticos tradicionales fue un asunto de particular debate dentro del régimen; la propuesta de Bordaberry de disolverlos y los dilemas de los militares sobre si aliarse con algunos sectores tradicionales o crear un partido de la dictadura evidencian las dificultades para dotar de un diseño institucional a ese nuevo orden conservador. En 1980 la dictadura había tenido pocos años para transformar estructuras políticas de larga duración y muchas contradicciones a la hora de convocar a todos los conservadores detrás de un proyecto común.

Sin embargo, la dictadura tenía un caudal electoral poderoso para un plebiscito de este tipo. En 1971 alrededor de 40% del electorado había votado a Bordaberry (Partido Colorado, PC) o a Aguerrondo (Partido Nacional, PN); podríamos suponer que debe de haber cierta correspondencia entre aquellos votantes de 1971 y el 41,8% que votó Sí en 1980. Los profundos cambios de la dictadura habían ayudado a mantener, consolidar y dar mayor visibilidad a ciertos sectores sociales cercanos a propuestas conservadoras autoritarias. Pero para ganar el plebiscito la dictadura necesitaba seducir a votantes de los sectores más moderados de los partidos tradicionales, que antes habían expresado un posicionamiento moderadamente crítico al régimen.

El debate prohibido

En el año 2000, en una entrevista en la radio El Espectador, Enrique Tarigo recordaba la importancia que el debate televisivo que protagonizó tuvo para convencer a indecisos. Refiriéndose al papel de Eduardo Pons Etcheverry, dijo que “fue muy importante para gente de edad, gente conservadora. En un momento dijo: ‘Yo no soy ni tupamaro ni comunista; soy blanco, más bien a la derecha, pero esto sí que no se puede tolerar…’, algo de ese tipo. Creo que fue muy convincente para un sector que no estaba del todo decidido y al que él decidió a votar por No”.

Planteemos como hipótesis contrafáctica que dicho debate televisivo fue prohibido y eso posibilitó que, en el marco de la desinformación reinante, ciertos votantes de los sectores moderados de los partidos tradicionales votaran Sí. Estos votantes habrían aceptado el argumento propuesto por la dictadura acerca de que la nueva constitución posibilitaría un modelo de salida más controlada en el que participarían los militares y los miembros de los partidos tradicionales “no contaminados” por el marxismo. De todos modos, en caso de que el Sí hubiera ganado, su victoria habría sido acotada. No creo que hubiera conseguido crecer más de 10% de votos. Los sectores vinculados al wilsonismo, en el PN, y a Jorge Batlle, en el PC, aún tenían un margen importante de apoyo en sus respectivas colectividades.

En Chile ocurrió un plebiscito relativamente similar el 11 de setiembre de 1980. La diferencia fue que en ese caso triunfó la dictadura en un contexto de denuncias acerca de la formalidad del evento. Dicha victoria aseguró a la dictadura la permanencia durante una década e institucionalizó la presencia del Ejército y de Pinochet en la posterior democracia. Asimismo, el margen de maniobra de la oposición se vio reducido, lo que llevó a una creciente movilización social y una radicalización de las formas de lucha de algunos sectores de la izquierda, incluido el Partido Comunista, que por primera vez se planteó la posibilidad de la lucha armada. Es de suponer que un escenario similar podría haber ocurrido si hubiera ganado el Sí en Uruguay.

La constitución propuesta estipulaba que debía haber una fórmula de consenso con el aval de los partidos autorizados para proponer a un candidato único a las elecciones de 1981. La elección posterior, en 1985, sería una elección normal entre diferentes partidos autorizados cuyas listas debían contar con la aprobación de un tribunal de control del régimen. Aunque el plebiscito lo hubiera ganado la dictadura, un número importante de aquellos políticos autorizados por la dictadura se hubieran opuesto a participar en una candidatura única que les quitaba protagonismo.

Por dicho motivo, la dictadura se habría acogido al Acta Institucional 2 y Gregorio Álvarez habría sido elegido por el Consejo de la Nación en forma directa. Más allá de los políticos que habían apoyado el Sí, después de 1980 habría surgido otro sector de oposición moderada reconocido por la dictadura integrado por sectores del batllismo y el herrerismo que no habían estado de acuerdo con la reforma pero que eran partidarios de negociar con la dictadura; entre estos, Julio María Sanguinetti habría adquirido un liderazgo importante.

Radicalización

El wilsonismo, que desarrolló una postura “principista” frente a la dictadura y que se había aliado en el exterior con sectores de la izquierda, así como los sectores del Frente Amplio (FA) y un renaciente movimiento social, no tendrían ninguna chance de ser parte del nuevo escenario político diseñado por la reforma, ya que su participación no sería autorizada. La única alternativa de estos sectores habría sido desarrollar un discurso radical buscando ganar espacios, oponiéndose a cualquier forma de salida negociada.

La crisis económica que se desencadenó en 1982 sumó al malestar político el malestar social de sectores importantes de la población. Fue el combustible que potenció la gran movilización social de 1983. Tal movilización hubiera adquirido otra significación en el desarrollo alternativo que venimos manejando. El frente opositor radical (wilsonismo, FA, movimiento social) se habría transformado en el protagonista central de ese año. Habría habido una relación más fluida entre lo político y lo social. Wilson Ferreira habría desarrollado su retorno en ese contexto. Habría habido una radicalidad mayor en las consignas, exigiendo “elecciones ya”, el retorno de una democracia sin restricciones y el juicio a los dictadores.

Las protestas también habrían incluido diferentes formas de violencia, que podrían ir desde enfrentamientos callejeros hasta el desarrollo de algunos grupos especializados en acciones armadas. Tal vez el resultado de esta movilización social habría sido la rápida derrota de la dictadura y la instauración de un régimen democrático sin ningún tipo de restricciones, con una postura clara frente al asunto de los derechos humanos y con un perfil de centroizquierda, similar a las coaliciones que emergieron después de 1945 en algunos países europeos.

Tal vez ese hubiera sido mi deseo, pero lamentablemente la imaginación del historiador en este tipo de ejercicios está constreñida por los aspectos que podemos conocer de la realidad histórica estudiada. Este frente opositor radical no jugaba solo. Aunque hasta 1983 el escenario habría estado marcado por una creciente polarización entre aquellos partidarios de crear un partido del proceso y una oposición radical, luego de ese año los sectores opositores moderados de los partidos tradicionales comenzarían a tener un papel más preponderante.

Universos convergentes

La respuesta a la movilización de 1983 habría sido una campaña represiva que habría llevado a encarcelamientos masivos, algunos muertos en enfrentamientos callejeros y nuevos casos de asesinados políticos. Aunque la dictadura reaccionaría fuertemente intentando defender lo que consideraba legítimo, parte del régimen comenzaría a percibir que sería necesario pensar algún tipo de solución institucional que redujera el clima de polarización y se adecuara al contexto regional de apertura (Brasil, Argentina) y a las demandas estadounidenses.

La preocupación por la posibilidad de un renacer de la movilización que adquiriera características aun más radicales no sólo se habría limitado a los partidarios del régimen: también se habría dado en sectores de los partidos tradicionales que advirtiesen cómo dicha polarización podía ser capitalizada por la izquierda. Por último, en la izquierda, que habría recibido los más duros golpes represivos durante 1983, comenzarían a surgir sectores que propondrían la búsqueda de una salida que tuviera menos costos en términos de presos y muertos.

Una tendencia creciente a la moderación y a un acuerdo entre ciertos sectores para una salida negociada habría asomado en 1984. En ese proceso habría adquirido un papel singular aquel que desde el principio se había planteado como un paladín de la negociación y la moderación: Sanguinetti. Los hechos se habrían desarrollado de una forma similar a como ocurrieron, pero con un mayor control por parte de los militares. En 1985 habría habido elecciones de acuerdo al calendario de la reforma de 1980. Las proscripciones no sólo serían sobre personas, sino también sobre partidos. Ni el FA ni el wilsonismo estarían autorizados a participar en el proceso electoral. La contienda sería entre el PC, sectores moderados del PN y grupos menores, como la Unión Cívica y un partido liderado por el coronel Néstor Bolentini. Dentro del PC habría una mayoría de oposición moderada liderada por Sanguinetti y un sector oficialista liderado por Pacheco. En el PN ocurriría algo similar, pero la mayoría del partido (wilsonismo) no podría presentarse. Lo mismo ocurriría con el FA.

En ese marco de tan limitadas opciones, Sanguinetti, con su propuesta de “cambio en paz”, lograría posicionarse como el restaurador del imaginario amortiguador, integrador y democrático de mitad de siglo ofreciendo una salida a la situación de polarización que se había generado a partir de 1980. El resultado sería el triunfo del PC, aunque con niveles importantes de abstención electoral. En 1986 Sanguinetti asumiría como presidente responsable de una transición que recién en 1990 permitiría elecciones libres, pero en la cual los militares conservarían niveles importantes de autonomía, impunidad judicial y capacidad de incidencia en la vida política a través del Consejo de Seguridad Nacional.

En general, la historia contrafáctica ha implicado una valorización del acontecimiento en la historia; muestra que los eventos son capaces de cambiar estructuras de larga duración. No por casualidad la historia contrafáctica ha usado mayoritariamente eventos vinculados a la guerra, en los que la transformación resulta indiscutible. En la historia política esto es algo más complejo. La comparación entre el escenario contrafáctico sugerido en este breve ejercicio y lo realmente ocurrido muestra que no son radicalmente diferentes. Existen diferencias de matices, marcos institucionales y tiempos. Pero lo cierto es que en la transición “real” los militares mantuvieron importantes niveles de autonomía, impunidad judicial y cierta capacidad de incidencia en la vida política, y que el proceso también fue liderado por el sanguinettismo.

Tal vez este ejercicio nos ayude a repensar la excesiva centralidad que ha tenido el plebiscito en el relato de la recuperación democrática. La victoria del No no significó una llave mágica para la democracia. Fue sólo uno de una larga cadena de eventos mediante los cuales se fue definiendo la fisonomía particular, con sus debilidades y virtudes, de eso que dimos en llamar “democracia” a partir de 1985.