Estamos en el auto con mi madre yendo al mar y suena el disco Rubber Soul de los Beatles. Es octubre de 2024. Vamos cantando y nos corregimos: dice esto, no, dice aquello, siempre te equivocás en esta parte. Miro por la ventana, el sol y el viento me acarician la cara, los postes pasan rápido y cierro los ojos. Me traslado a mis 7 años: nosotras en el auto yendo al mar cantando con un casete de los Beatles mientras miro los postes pasar. Esta vez estoy en el asiento de atrás. No sé inglés pero canto igual, digo cualquier cosa y me río. Mi madre me corrige, me enseña. Baby you can drive my car. Estamos en el auto con mi madre yendo al mar, suenan los Beatles, tengo 15 años. Estoy de malhumor, porque tengo 15 años y vivo de malhumor, pero canto igual. Miro los postes pasar y creo que estoy enamorada. Maybe I love you. Puedo revivir la intensidad. Mi madre deja de cantar y me habla de la música y de las personas con alzhéimer. Me devuelve a 2024. Las canciones no se las olvidan, me dice. Yo le respondo: se acuerdan por las emociones. Lo digo con certeza, aunque en realidad no estoy segura y pienso en que me tengo que acordar de todo esto para escribirlo acá, en este número sobre la memoria.
¿De qué material están hechos los recuerdos? ¿Cómo vamos construyendo a partir de las ausencias, rearmando eso que pasó o que sentimos? ¿Por qué nos acordamos de algunas cosas y otras las olvidamos? ¿Cuánto de real y cuánto de ficción hay en nuestros relatos individuales y sociales? ¿Cuánto nos determina el pasado? Estas preguntas atraviesan los ensayos, los reportajes, las crónicas y las ficciones de este número, que van desde lo íntimo a lo colectivo. Hay una dimensión espectral en la construcción de la memoria histórica. Así aparece en “Devuelvan a los chavos”, una crónica de Lucía Cholakian sobre los diez años de la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, México, y también en “Hacer lugar”, sobre los sitios de memoria de la última dictadura en Uruguay.
La ficción “La canasta mágica”, de María Eugenia Ludueña, inquieta con la vivencia de una niña en las épocas del terror político argentino. Moira Millán, escritora y defensora mapuche, escribe en “Cambiaremos nuestro olvido” sobre la necesidad de recuperar la memoria ancestral indígena y cómo los mecanismos de colonización —desde los genocidios hasta los museos— siguen vigentes hasta el día de hoy.
Memoria e identidad van de la mano: esto aparece en “Espectro nuestro Artigas”, un ensayo de Santiago Cardozo sobre la construcción del prócer en nuestros manuales escolares, en “La foto de nosotros”, una crónica de Federico Medina sobre los 20 años de Whisky y la labor de dos guardianas del archivo cinematográfico uruguayo, y en “Salvar la memoria”, un fotorreportaje de Jess Insfrán Pérez sobre la mujer trans más longeva de Paraguay.
Lo político convive con lo familiar y lo íntimo en una trenza que aparece en “Cabos sueltos”, relato de Leila Macor en el que la escritora relaciona su falta de memoria con el desarraigo migrante y la muerte de sus padres. En “Generación dispersa”, la periodista Agustina Ramos también partió de la dimensión cognitiva para seguir su hipótesis de que los jóvenes retienen menos información que los mayores.
La memoria es uno de los grandes temas —y materia prima— de la literatura. Algunos escritores han construido obras con base en recuerdos, como Roberto Appratto, retratado en el perfil “El tiempo recordado”, de Diego Guardado, o el escritor cubano Reynaldo Arenas, quien, en medio de la agonía por el sida, grabó sus recuerdos para escribir su autobiografía. Sobre el hallazgo de estas cintas escribe Julia Kornberg en “En voz propia”.
Otra manera de fijar la vida y hacer literatura es la escritura de un diario íntimo. Sobre esto trata “Todo revuelto”, ensayo en el que Sofía Pinto Román recorre la historia de este género. Posdata: este número le roba el título al libro maravilloso del artista Joe Brainard, un ejercicio de estilo recreado años después por el francés Georges Perec en Je me souviens. Leerlos es querer recordar.