Hace un tiempo se mudó al lado de mi casa un hombre joven recién separado. Una de mis ventanas da al techo de su living, una claraboya transparente, así que tengo un plano cenital de un sillón blanco y un pedazo de biblioteca vacía. Es como mirar una pecera gigante. Todas las noches mi vecino se sienta en ese sillón a ver tele mientras manipula su celular. No sale ni los sábados. Pero canta. Una noche escuché lo que parecía un karaoke y me alegré —era hora de que invitara a amigos, pensé, los duelos de separación necesitan a amigos—, pero al rato me di cuenta de que la única persona cantando baladas románticas con micrófono era él. A veces se arengaba a sí mismo —“¡temón!”— y cada tanto parecía que lloraba. Esa primera noche cantó desde Ricky Martin hasta Pablo Milanés y no pude dormir. Ahora ya me acostumbré a sus autofiestas, pero sigo sin dilucidar qué grita en lugar de “Yolanda”, porque cuando canta esa canción le cambia la letra por el nombre de, intuyo, su ex. Voy a pasar por alto mi problema de voyerismo e ir al punto: su soledad me incomoda. Posiblemente porque la entiendo, porque estuve ahí, porque siempre se puede volver.

La soledad, en general, incomoda: la propia, la ajena, la colectiva. La evitamos y a su vez las sociedades poscapitalistas nos empujan al aislamiento, como muestra el ensayo “El repliegue”, del psicólogo Patricio Nusshold, sobre el incremento de las llamadas patologías de la soledad en el mundo del trabajo. ¿El afuera es culpable de nuestros desiertos interiores o somos nosotros quienes vamos cortando lazos? ¿Es un problema social o subjetivo? Este tironeo está en “La gran pregunta”, el ensayo sobre suicidio de Fernando Errandonea, que traza una genealogía y busca desarticular mitos a nivel histórico y local, entre ellos la relación entre suicidio y soledad.

¿La ausencia de un otro inflama el yo? Esto parecería ser un rasgo de época y el arte lo manifiesta de múltiples formas, dice la teórica literaria Anna Kornbluh en la entrevista “Yo desde mí”, que dialoga con la crónica de Andrés Alba Petingi “Contengo multitudes”, sobre el nuevo fenómeno de las murgas unipersonales.

¿Todas las soledades son tristes? ¿Hay soledades malas y soledades buenas? La contracara del aislamiento involuntario es la figura del monje que se retira a la montaña para cultivar su mundo interior, como el arcano del tarot el ermitaño, que en la portada de este número la artista Gabriela Sánchez transformó en una ermitaña entre paisajes interiores y exteriores. Ese ensimismamiento idealizado podría ser una trampa de evasión, dice la periodista Eileen Jones en “La delgada línea”, donde analiza la última película de Wim Wenders, Perfect Days.

Una forma de soledad es la extranjería, respecto del entorno, pero también respecto de nosotros mismos. Así aparece en “Tiraneses”, relato de Francisco Tomsich, y en el fotorreportaje de Natalia Rovira sobre una mujer con alzhéimer y el cuidado de sus nietas.

Pero donde hay dolor o incomodidad también hay resistencias. Y un antídoto contra la soledad es la conexión. Esta suele ser entre personas, como muestran la crónica de Tamara Silva Bernaschina “Encender un fuego”, sobre las hogueras de san Juan en Aiguá, y el reportaje de Carla Alves “Bailar los años”, sobre vejeces y sentido de comunidad. Otras veces son los vínculos con animales los que nos salvan, como explora el ensayo “Especies de compañía”, de Sonia Budassi. Y están quienes buscan una conexión extraterrestre, como aparece en “Las luces”, el reportaje de Agustina Tubino sobre ovnis en Uruguay, con testimonios de aquellos que afirman que no estamos solos.

El número cierra con la forma más solitaria de literatura: el diario íntimo. En “Un pulóver viejo”, la escritora argentina Alejandra Zina dialoga con Diario de una soledad, de la escritora estadounidense May Sarton, en una danza poética y elusiva sobre la separación. Debería mandárselo a mi vecino.