La infancia es un territorio inabarcable y un invento moderno. Hasta el Renacimiento, a las personas nuevas no se las consideraba importantes ni seres a proteger. La palabra viene del latín infantia (“el que no habla”) y fue recién en el siglo XIX cuando comenzó a tratarse a los niños como sujetos interesantes, dignos de ser escuchados, con características singulares. Además de un sistema escolar que les dio un marco educativo y una pertenencia, fueron escritores y artistas del Romanticismo quienes se encargaron de la cuota de idealización: los niños se consideraron seres puros, más cercanos a la naturaleza, y la infancia, ese espacio de libertad e inocencia que añorar, un paraíso perdido. Hoy convivimos entre la romantización del siglo XIX (decimos “los niños son el futuro”, hablamos de “niños índigos”, del “niño interior”) y las crueldades medievales. Esta complejidad quedó en evidencia al armar este número, en el que historias de juego, creatividad, cuidados y resistencias conviven con la desigualdad, el desamparo y la fragilidad.

En “La calesita”, Agustín Paullier cuenta desde Los Ángeles cómo cada año miles de niños migrantes intentan atravesar, solos, la frontera de Estados Unidos buscando una vida mejor, escapando de la pobreza, de la violencia narco o de sus propios consumos problemáticos, como aparece en la crónica “Generación de cristal”, del periodista mexicano Ricardo Hernández. En “Las niñas contra Goliat”, la periodista italiana Nadia Angelucci recrea la historia de las nueve niñas ecuatorianas de la zona amazónica que en 2020 demandaron a Chevron-Texaco por los daños causados al ambiente y a la salud por las chimeneas de quema de gases de petróleo. Desde nuestro país, ese cruce entre injusticia y resiliencia aparece en el reportaje “Bajo tutela”, de Federica Pérez, sobre las niñas y los niños que crecen en instituciones estatales; en el reportaje de Eduardo Delgado “Donde nadie sobra”, sobre un grupo de padres y madres que creó un liceo experimental para chicos con discapacidad; en “Los últimos niños”, el fotorreportaje de Alessandro Maradei sobre una escuela rural rochense con cuatro alumnos, y en “La pelota busca a la jugadora”, crónica de Sofía Pinto Román sobre cómo las niñas se están abriendo camino en la Organización Nacional de Fútbol Infantil a pesar de convivir con un ambiente muy masculinizado. Pero mientras las niñas ganan terreno en el mundo del deporte, los grupos conservadores avanzan en América Latina para, supuestamente, proteger a las infancias de la inexistente “ideología de género”. Sobre esto escribe Agustina Ramos en “La infancia como excusa”, un reportaje que retrata a la perfección aquella expresión moralizante de la esposa del reverendo Alegría en Los Simpson: “¿Alguien por favor puede pensar en los niños?”.

Los niños han sido y siguen siendo rehenes del mundo adulto y una forma de escapar de esa cárcel suele ser la fantasía. Esto aparece en el cuento de la escritora argentina Sonia Budassi “Morirse más que yo”, en el que la protagonista intenta ejercer, mediante la imaginación, cierto control sobre un entorno familiar hostil. Este mecanismo de supervivencia está presente también, entre la magia y la obsesión, en “Piedra vibrante”, el cuento de Tamara Silva Bernaschina en el que una niña se comunica con una fuerza superior, y en “Berkeley o Mariana del universo”, de Liliana Heker, cuentista consagrada y maestra de escritores, especialista en construir infancias poco edulcoradas.

La creación es, posiblemente, el estado más vinculado a lo infantil y también una forma de tramitar, o al menos de disfrazar, las heridas infligidas en la niñez. Sobre esto escriben Sarah Boxer en “Una infancia árabe”, acerca el cómic autobiográfico del francés Riad Sattouf, y Laura Petrecca en “Tiempo de artistas”, un ensayo que explora el papel de la memoria y el acceso inconsciente a esos momentos primordiales.