En 2011 el escritor Ernest Cline logró, como dicen los angloparlantes, capturar el rayo en una botella. Publicó una novela dirigida a aquellas personas que pueden pasarse horas discutiendo quién ganaría una pelea entre Superman y Hulk. Aquellas que recuerdan haber jugado aventuras gráficas en disquetes, o que conocen el significado de la Regla 34 (del tema que imagines, vas a encontrar porno en internet). Esas personas conectadas, nostálgicas, integradas, leyeron Ready Player One y fliparon en colores, para seguir utilizando expresiones que llegan desde otras partes del globo.

Esa novela tenía como protagonista a Wade, un jovencito del futuro. Un futuro tan lamentable como realista, en el que el principal divertimento consistía en calzarse unos lentes de realidad virtual y unos guantes y sumergirse en un universo digital conocido como Oasis. La muerte de su creador, James Halliday, desencadenaba una búsqueda del tesoro que tenía a la empresa como premio, con Wade convertido en el Charlie de esa enorme fábrica de chocolate, aunque en este caso los oompa-loompas te persiguieran para matarte. Todo estaba cargado de referencias ochenteras, que se explicaban porque Halliday, el Willy Wonka post mortem, había pasado sus años formativos en esa década y alrededor de ella había diseñado todos los acertijos.

El libro parecía pensado para ser adaptado por Steven Spielberg, y así ocurrió. En 2018, el director logró plasmar en pantalla ese mundo rebosante de referencias pop, aunque, por las limitaciones que implica un largometraje, tuvo que aumentar hasta 11 el ritmo de la cacería. Una cacería que tuvo a Wade como ganador, porque así son esta clase de narrativas.

Este año se editó en español Ready Player Two. Una secuela que, ya desde su título, nos prepara para lo que encontraremos al pasar las páginas: más de lo mismo. En el mejor y en el peor de los sentidos.

Todo comienza inmediatamente después del final de la aventura original, con Wade convertido en uno de los hombres más ricos de un planeta cada vez más pobre. Pero no habrá tiempo para preocuparse por eso, ya que una nueva cacería del tesoro con un nuevo villano siniestro pondrá en riesgo el principal divertimento de las masas oprimidas. De nuevo.

Cline, que seguramente tuvo un cambio de estilo de vida similar al de Wade luego del éxito de ventas del primer libro, no está dispuesto a tomar riesgos. Esto no solamente vuelve repetitiva la historia, sino que deja de manifiesto algunos de los vicios de su escritura, que en una única porción son más fáciles de disimular, o directamente se disfrutan.

Su fortaleza estaba en la descripción de imágenes imposibles, momentos en los que representaciones virtuales de íconos pop interactuaban con los usuarios de Oasis con la misma fuerza con la que dibujos animados de las diferentes compañías del siglo pasado celebraban junto a Eddie Valiant al final de ¿Quién engañó a Roger Rabbit? (Robert Zemeckis, 1988).

En esta segunda porción, el autor se ve obligado a subir la apuesta. Y como ahora el narrador es multimillonario, es capaz de hacer descripciones como esta: “Empecé a ver los alrededores de mi búnker subterráneo de hormigón gracias a las dos cámaras estereoscópicas integradas en la parte delantera del casco blindado”. Todo es tan… TAN, que sólo con contarnos lo que el protagonista tiene frente a sus ojos, Cline deja a Stan Lee como un narrador moderado. Y Wade deja a Ricky Ricón como un niño de clase media.

“Todos mis sueños se habían hecho realidad. Era absurdamente rico y famoso. Me había enamorado de la chica de mis sueños y ella también se había enamorado de mí”. ¿Cómo empatizar con un protagonista que se define de esa manera? Pues quitándoselo todo. No, mentira. Solamente a la chica.

Después de que leemos cómo su soberbia le costó el amor de su primer amor (con quien perdió su virginidad, porque aquí los clichés son todos bienvenidos), comienza la segunda búsqueda del tesoro, que dejará en evidencia un vicio de Ready Player One.

En la película Slumdog Millionaire (¿Quién quiere ser millonario?, Danny Boyle, 2008), Jamal conseguía el premio máximo en el famoso programa de preguntas y respuestas gracias a sus vivencias, que casualmente estaban relacionadas con lo que le preguntarían en televisión. Funcionaba, porque era el motor de la historia. En el primer libro de Cline, y en este también, las pistas de la cacería están relacionadas con detalles de la biografía de uno o más de los desarrolladores de Oasis. Wade, al igual que sus aliados y sus enemigos, avanza en la historia gracias a un conocimiento tan detallado de aquellas vidas, que el verosímil es dejado al borde de la muerte.

La única vez que, en Ready Player Two, se encuentra en un mundo cuyo funcionamiento desconoce, resulta que uno de sus laderos se convierte en el slumdog millionaire de turno, porque su madre era fanática de Prince, así que conoce todas las canciones de Prince y los videoclips de Prince. Por si no quedó claro, esa parte de la misión se desarrolla en el mundo de Prince. Y termina en un duelo mágico contra siete versiones de Prince que disparan hechizos de sus guitarras, porque así es Cline.

Cuando desaparece la novedad (y que conste que fue una muy divertida novedad), lo que queda de manifiesto es el mecanismo. Caída la cortina, vemos al escritor moviendo palancas y buscando referencias, quizás eligiendo aquellas que no darán problemas de derechos en la eventual, inevitable adaptación cinematográfica. Fanáticos de Prince, están advertidos.

Ready Player Two. De Ernest Cline. Barcelona, Penguin Random House, 2021, 464 páginas. Traducción de David Tejera Expósito.