El empecinamiento que recientemente se ha instalado por definir a Venezuela como una dictadura me llevó a algunos de los conceptos expuestos en la obra de Michel Foucault Las palabras y las cosas; entre otros, a comprender que la “verdad” es una construcción social. Hay un “combate” por las palabras, por dotar de sentido a los acontecimientos para intentar acercarnos a lo que permanece oculto; en definitiva, por acercarnos a la verdad.
Venezuela se ha convertido en un tema relevante en el debate político nacional, tendencia que se puede observar en el resto de los países del continente y en buena parte del mundo. Si bien la situación crítica que vive este pueblo hermano puede explicar esa centralidad, resulta bastante claro que esto es así porque Estados Unidos y su presidente, Donald Trump, así lo quieren. Esto explicaría por qué otros países que viven situaciones graves y dramáticas similares a la de Venezuela no tienen el mismo protagonismo en el debate internacional.
El ranking que mide la calidad de las democracias en el mundo las clasifica de la siguiente manera: democracias plenas, democracias imperfectas, sistemas híbridos y regímenes autoritarios.
Las democracias plenas son las menos en el mundo –Uruguay es una de ellas–. Estados Unidos no es una democracia plena, tampoco Francia ni Italia; son consideradas democracias imperfectas. Uruguay es la única democracia plena en América Latina, por lo que ninguno de los países que integran el Grupo de Lima –que junto con Estados Unidos y el secretario general de la Organización de Estados Americanos (OEA), Luis Almagro, lidera la ofensiva internacional contra el régimen venezolano, por considerarlo antidemocrático– tiene la misma autoridad moral que Uruguay para hablar de estos temas.
Por otro lado, el régimen venezolano es catalogado como autoritario, que es lo que es, sin duda. Ahora bien, se encuentra en el lugar 134 del último ranking publicado, por debajo del cual hay 33 países considerados más autoritarios; por ejemplo, por debajo de Venezuela figuran Rusia, Emiratos Árabes Unidos, Arabia Saudita y, cerrando la fila, Corea del Norte. La mayoría de los regímenes autoritarios, incluso la mayoría de los que se colocan por debajo de Venezuela, no tienen en el debate internacional la importancia que el país caribeño; tampoco son víctimas de sanciones, bloqueos o intentos de intervención militar.
A la luz de estos datos, resulta bastante claro que la centralidad que adquiere el caso venezolano se relaciona con una decisión tomada por Estados Unidos, que se funda en intereses económicos y en razones geopolíticas, muy lejos de cualquier solidaridad o interés humanitario por la dramática situación que está viviendo este pueblo hermano.
El informe de la alta comisionada de la Organización de las Nacionas Unidas sobre la situación de Venezuela es gravísimo y no amerita otra cosa que la condena más firme, la detención de este tipo de actos arbitrarios y su esclarecimiento. Ahora bien, a la luz de esta reflexión, colocar en el centro del debate si es una dictadura o no me parece, con toda honestidad, por lo menos una frivolidad.
Uruguay se ha parado del lado correcto desde el primer momento con respecto a este asunto. Decidió no hacerle los mandados a nadie, mucho menos a Trump, y refrendar principios históricos en materia internacional en nuestro país. Uruguay se colocó del lado de la paz, y esto no es nada menor. Quienes se colocan, como lo hace la oposición uruguaya, del lado del grupo de Lima, de Estados Unidos y del secretario general de la OEA se ubican, sin dudas, del lado de la guerra.
Desde el fondo de la historia
La situación que vive Venezuela se arrastra desde el fondo de la historia y, en buena medida, ha estado signada por el control de su principal recurso natural, el petróleo. Durante la década de 1990, en pleno boom petrolero, la pobreza en Venezuela alcanzaba a 60% y la indigencia a 40%. Y no sólo eso: en ese mismo período, se contabilizan 8.000 desaparecidos. En 1989, durante el gobierno de Carlos Andrés Pérez, se produjo el caracazo, protestas masivas que durante dos días paralizaron Venezuela. El gobierno hablaba de 300 muertos, pero organismos de derechos humanos hablan de 3.500 asesinados en muy pocos días.
Hay un hilo conductor en esta historia, que se repite si analizamos toda América Latina, y es la intervención desestabilizadora de Estados Unidos. La Doctrina Monroe surgió en el siglo XIX, en los albores de la independencia estadounidense, y se reduce a una frase: “América para los americanos”. A comienzos del siglo XX, Franklin D Roosevelt la reformuló, más precisamente en 1902, con Venezuela como protagonista. Roosevelt dio un nuevo impulso al imperialismo estadounidense con “el gran garrote” que establecía que si se daban situaciones de inestabilidad interna en un país latinoamericano o del Caribe, que ponían en riesgo intereses de empresas o ciudadanos estadounidenses, Estados Unidos tenía el derecho a intervenir para reordenarlo.
Ya en esos orígenes, mentes lúcidas del continente alertaban del peligro de Estados Unidos para América. Desde la propia Norteamérica, Mark Twain se oponía a la invasión de Cuba y formaba en 1898 la Liga Antiimperialista de Estados Unidos. Sin duda, quien primero sintetizó y divulgó el pensamiento antiimperialista en el continente fue José Martí, que luchó contra España primero y contra Estados Unidos después. El movimiento por la reforma universitaria iniciado en Córdoba, Argentina, en 1918 dio un fuerte impulso a este pensamiento en el continente.
Pero en Uruguay, tempranamente, se alertaba contra este nuevo rol que Estados Unidos pretendía tener en América. Así se dirigía nuestro cónsul en Washington al ministro en 1902, a la luz de los acontecimientos en Venezuela: “Lo indudable, señor ministro, es que en el párrafo transcripto se avanza una grave advertencia a los países de Sud América. Allí se dice a las claras que las nacionalidades latinoamericanas están expuestas a una intervención por la fuerza de parte de Estados Unidos cuando el desorden interno haga presas de ellas, más propiamente hablando cuando Estados Unidos juzgue que es llegado el caso de proceder así. Por supuesto que siendo tantas las tentaciones y encontrando cimiento en el motivo revolucionario, no importaría contrariedad asumir ese papel pacificador y de tan desastrosas consecuencias para la soberanía de los intervenidos. Se trata, pues, de un paso altamente significativo. El gobierno de Estados Unidos por primera vez hace a la faz del mundo una declaración tan radical y amenazadora”. El cónsul que en 1902 escribía estas preclaras reflexiones era Luis Alberto de Herrera.
Hoy, frente a la situación que vive el pueblo venezolano, yo suscribiría estas reflexiones al pie de la letra. Los partidos políticos que abandonan sus raíces, que abandonan los componentes esenciales que hacen a su identidad, pierden el alma. Y un colectivo que pierde su alma, a la larga o a la corta, se desdibuja tanto que se desvanece en el aire.
Marcos Otheguy es senador del Frente Amplio.