Las tensiones entre la ciencia social y la política, entre el análisis científico de la política y el discurso de la política; entre la teoría social y la práctica política de la política moderna, entre el compromiso con la ciencia y el compromiso con la política, entre el condicionamiento del contexto histórico y el papel del individuo y la acción social, entre el avance del capitalismo y la modernidad occidental y del sentido de los ideales, la libertad individual y la acción colectiva son debates fundantes y recurrentes en las ciencias sociales contemporáneas.
La ocasión del centenario del fallecimiento del sociólogo alemán Max Weber fue un pretexto para animar una mesa de debate organizada por el Colegio de Sociólogos del Uruguay en octubre que abordó estos temas.
Autor clásico de la sociología, “difícil de encasillar, irritable, intenso, transgresor de fronteras, que sin embargo gestó un modelo de intelectual profesional, aquel que logra mantener la sangre fría y la mente serena frente a todos los ideales que dominan una época. Un temperamento apasionado que controlaba sus emociones con base en un gran esfuerzo de sobriedad. Para Weber, un científico honesto puede desarrollar su pasión política, pero eso implica una estricta separación entre ciencia y política”, sostuvo en la actividad Rafael Paternain (sociólogo, director del Departamento de Sociología de la Universidad de la República –Udelar–).
Paternain reconoció que “Weber tiene hoy en día un estatus privilegiado dentro de las ciencias sociales, y en particular en la sociología. Aunque es una disciplina hiperfragmentada y que ha olvidado las tensiones teóricas, su situación es más bien de olvido relativo. Alguien señaló que hacer sociología en el sentido de Weber implicaba llevar adelante una investigación cultural-comparativa, fundada en una teoría de la acción y en la cual las ‘constelaciones institucionales’ desempeñaban un papel importante. ¿Dónde encontrar este programa en la sociología del hoy? Para que esta evocación de los 100 años de la muerte de Weber no sea un mero ritual, tal vez convenga aferrarse a su gran imperativo, que consiste en conciliar la objetividad científica con el propósito de un diagnóstico crítico del presente”.
Al tratarse de un pensador clásico para las ciencias sociales que, como tal, continúa siendo una referencia para la sociología, “no se trata de ver que sus conceptos siguen incambiados”, sino “en qué medida son herramientas analíticas para comprender problemáticas centrales, como trabajo, políticas sociales y desarrollo en América Latina”, afirmó por su parte el sociólogo y profesor emérito de la Udelar Marcos Supervielle.
Explorar un pensador clásico no se trata simplemente de repetir o buscar una interpretación exegética de su obra, poco útil en tiempos de paradigmas múltiples, sino de retomar las preguntas y las interpretaciones intelectuales para interpelar críticamente el autor y su contexto, y en ese ejercicio explorar las posibilidades de comprender problemáticas contemporáneas.
Weber fue un pensador en una época y circunstancias particulares. “La vida activa de Weber coincide con el Segundo Reich alemán, con la Primera Guerra Mundial y con el desenlace que obliga finalmente a Alemania a dirimir una nueva configuración posimperial. Y ahí me parece que la pregunta que Weber se hacía era ‘¿a dónde vamos?’, o ‘¿qué va a ser de Alemania?’. Porque Weber era un nacionalista, pero no era un belicista; al mismo tiempo, era un desencantado, un romántico de nuevo tipo, diría uno; para muchos, un pensador trágico. Porque ¿cómo era esa Alemania previa a la confrontación bélica? Era una sociedad profundamente convulsionada, como el resto de Europa; sólo que Alemania hizo en dos o tres décadas lo que Gran Bretaña hizo en dos o tres siglos. En lo económico se caracterizó por un fuerte desarrollo de la industria, incluida la industria bélica, por un gran capital estatal que se destina a la inversión industrial armamentística y al desarrollo de los ejércitos, que, al expandirse, se burocratizan también. En muy pocos años Alemania llegó a convertirse en una potencia económica, industrial y militar. Esto trajo consigo enormes consecuencias en las relaciones sociales, en el modo de vida de las personas. Nuevos y poderosos actores sociales emergentes, migraciones internas y de territorios limítrofes que trastocaron los antiguos vínculos comunitarios”, afirmó la socióloga Irene Viera, directiva del Colegio de Sociólogos.
“Esa distopía de la sociedad industrial era una crisis cultural también. ¿Qué quiere decir esto?: que una parte de la intelectualidad alemana de su época está pensando en clave trágica. Es la tragedia del proceso histórico de la racionalidad occidental moderna una fatalidad inevitable y funesta. De eso trata el libro El otro Weber, de Esteban Vernik, 1996. Mientras que para otros (Comte, Marx, el propio Durkheim) la ciencia era un instrumento para transformar la sociedad, Weber ve otro asunto en esta cuestión: ve sus límites. Y dice concretamente: ‘No creo que esta [la ciencia] pueda darle sentido a la vida; no por sí misma, diría uno. No puede decirnos qué hacer’. ¿Y la política? Bueno, y la política tampoco [le pasa como a Hamlet: por un oído le dicen unas cosas y por el otro, otras]”, sostuvo Irene Viera.
La política moderna en Weber genera mecanismos de reclutamiento, alternativas de acción y “dilemas éticos” para quienes optan por dedicarse a la vida política, que se expresan en múltiples paradojas.
La primera paradoja se vincula con el interés en la política, entre aquellos políticos que optan por “vivir para la política” o por “vivir de la política”. Los políticos que “viven para la política” son aquellas personas que poseen independencia económica (fuentes de ingresos y rentas) y autonomía intelectual (disposición de tiempo libre) para dedicarse full time a la política. Paradójicamente, en la interpretación del autor, el político “desinteresado” es exclusivamente aquel que proviene de las clases económicas más privilegiadas. Por otro lado, los políticos que “viven de la política” involucran a todos los que para dedicarse a la política a tiempo completo requieren de alguna “prebenda” o de convertirse en “funcionarios a sueldo” del Estado, dependencia que parecería ser la única forma en que un simple ciudadano pueda convertirse en político profesional.
Otro aspecto que incide en la elección de la vida política se relaciona con las “afinidades electivas” entre saberes profesionales y la política profesional. De un lado, el autor establece una afinidad entre política profesional, las “profesiones jurídicas” y la figura del “demagogo” (periodistas, intelectuales, etcétera). La afinidad electiva se basa en el desarrollo de competencias útiles para la política, como el arte de la oratoria pública, la defensa del punto de vista de sus representados –una causa– y el arte de la negociación. De otro lado, las profesiones no afines serían todas aquellas que no disponen de independencia económica o autonomía de tiempo libre (un amplio abanico, desde un empresario hasta un obrero). Paradójicamente, el debate posterior a Weber se dará con la progresiva ampliación de nuevas profesiones y disciplinas (economía, ciencias sociales, medicina, etcétera) y perfiles de políticos –amateurs, intrusos, outsiders– que persistentemente cuestionan la otrora hegemonía del saber jurídico entre los políticos profesionales.
Paso seguido, llegamos a la conocida fórmula weberiana de los “dilemas éticos” en la “vocación” por la política entre la “ética de la convicción” y la “ética de la responsabilidad”. La ética de la convicción encarna en aquel dirigente político fiel a sus principios, a sus ideas, que orienta su acción en forma racional y consecuente con sus metas y valores últimos, más allá del condicionamiento del contexto y las consecuencias de sus actos. En cambio, la ética de la responsabilidad consiste en el arte del “estadista” pragmático, del político que se adecua a las restricciones y las oportunidades del contexto, que sopesa en su acción el cálculo estratégico de los fines, los medios y las consecuencias.
Los dilemas éticos van más allá de la responsabilidad y la alternativa de acción individual de los dirigentes, sino que expresan también la dimensión trágica de la política moderna, atravesada de riesgos institucionales y conflictos irresolubles.
De un lado, la política fundada en el liderazgo carismático y la confianza personal en los “caudillos” y en la “ética de la convicción” de las ideas trascendentes corre el riesgo de desencadenar conflictos irresolubles con sus adversarios –los otros líderes o ideologías– que hagan imposible la convivencia democrática plural; o el riesgo de captura instrumental de la política en beneficio personal a través de partidos de patronazgo dominados por una lógica clientelar y electoral.
Releer a Weber invita a comprender las paradojas de la modernidad, signada por el avance de la racionalidad del mundo, que no elimina ni minimiza la dimensión irracional, emotiva y afectiva de la política.
Por otro lado, la política fundada en la legitimidad legal de las normas, la competencia del saber y la gestión racional-pragmática de las políticas públicas conducida por “políticos profesionales” corre el riesgo de la captura “burocrática”, que acabe beneficiando al “reino de las camarillas” burocráticas estatales o partidarias, de la política sin carisma, que la transforme en una mera adaptación pragmática con un vaciamiento moral y pérdida de legitimidad.
Releer a Weber invita a comprender las paradojas de la modernidad, signada por el avance de la racionalidad del mundo, que no elimina ni minimiza la dimensión irracional, emotiva y afectiva de la política, por eso el sentido de “vocación” y orientación a una “causa” trascendente como justificación moral de la política. Al mismo tiempo, una racionalidad de la política moderna (Estado, partidos políticos y políticos profesionales) signada no sólo por disputas de ideas, sino también por la disputa de intereses en la distribución del poder político.
“La tragedia moderna es, en Weber, la de la racionalidad occidental, el cálculo y la eficiencia que, en las sociedades modernas, viene acoplada con el desencanto, la racionalización burocrática, la primacía de la economía por sobre la dignidad de la vida, la parcialización del conocimiento, la burocracia y la enajenación también [Weber fue un lector respetuoso de Marx, aunque su punto de partida no fuera el mismo]. ¿Podría una relectura de los trabajos de Weber ofrecernos algunas pistas sobre asuntos concretos de nuestro tiempo?”, se interrogó Irene Viera.
En ese sentido, Marcos Supervielle afirmó: “Quizás el mayor aporte de Weber para la sociología y las ciencias sociales fue al pensamiento latinoamericano sobre el desarrollo. Weber fue muy crítico con el concepto de evolución –importado por el positivismo de las ciencias de la naturaleza– y propone un concepto de desarrollo que incorpora la cultura y la acción social”. Una idea de desarrollo no como destino histórico prefijado, sino atravesado de condicionamientos, disputas de ideas y alternativas de actores colectivos e individuales concretos que le dan sentido.
“Hoy América Latina nos ofrece un panorama de democracias a prueba. ¿Cuáles serían las posibles salidas al destino trágico de las sociedades modernas? Si entendimos bien habría en Weber dos tipos de respuestas. Una es el regreso al “entorno encantado”, a las viejas iglesias, y derrama todo su escepticismo en esta vía. Y la otra es la salida del Quijote [una astucia de la razón, digamos]. Dicho textualmente: ‘Intentar lo imposible y estar a la altura de las exigencias de cada día’. Luchar contra el paso inexorable hacia la burocracia, la sustitución de la técnica por el pensamiento y por el sentimiento es salvar “un resto de libertad”. La salida no es a través de un líder profético o religioso, sino afectivo, sentimental, quijotesco, digamos. Porque al cálculo y los fines siempre se les puede oponer resistencias. Todas ellas podrían encontrarse en la política y en la vida, dicho más precisamente, en las instituciones y en las calles”, concluyó Irene Viera.
Miguel Serna es sociólogo, presidente del Colegio de Sociólogos del Uruguay.