El miedo que nos ocupa –y que ocupa el proceso del coronavirus– es el miedo a la enfermedad; un miedo muy parecido al de la “inseguridad”, en tanto afecta mi integridad personal, corporal, asunto no compartible con otros activamente, más allá de pertenecer al mismo conjunto de individuos “afectados”. Es un miedo que avanza fácilmente sobre las escasas defensas de quienes ya han perdido contención social o comunitaria: algo que, por cierto, ha venido generalizándose a medida que avanzaron las pautas de vida neoliberales pos Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Amparo Menéndez Carrión, en su libro Memorias de ciudadanía. Avatares de una polis golpeada. La experiencia uruguaya (Montevideo, 2015), ha dado cuenta de ese largo proceso con la pérdida de buena parte de la vida pública que caracterizó a nuestro país hasta la dictadura. Ella advierte, sin embargo, que estamos, a fin de cuentas, en un “interregno” (un espacio de indefinición) que aún no decide si prevalecerán los largos aprendizajes solidarios y de alta productividad pública que nos caracterizaron como sociedad, o se impondrían a rajatabla las pautas neoliberales del “sálvese quien pueda”.

Son muchos los uruguayos y los ciudadanos más pobres del mundo que –de pronto sin quererlo, a fuerza de luchar por el sustento mientras se extinguía buena parte de los espacios sociales que los contenían– han hecho un repliegue de su vida social puertas adentro y se comprenden como individuos (o núcleos familiares) amenazados, débiles, acaso haciendo un esfuerzo sobrehumano para afrontar las altas exigencias de productividad, competitividad y “total compromiso” que exigen los nuevos parámetros de trabajo superexplotador que caracteriza nuestro presente. Esa flagrante debilidad contrastaría –haciendo valer ese interregno– con quienes aún llevan adelante una vida socialmente más rica y comunitaria y no han dado por perdida la batalla en el debate público sobre cómo debemos vivir, qué tenemos que cuidar, qué “nosotros” hay aún para sostener más allá de mi casa y mi familia. Parecería, siguiendo ese razonamiento, que son estos y no aquellos quienes están en mejores condiciones de afrontar problemas como la seguridad y la enfermedad; contarían con los “anticuerpos” adecuados, obviamente no para evitar el robo o el contagio de un virus, sino para no ser fácilmente atrapados por el miedo, la impotencia y la desesperanza. Frases como “nadie vendrá a ayudarte” y “cada uno piensa sólo en sí mismo” son expresiones reiteradas de la claudicación de la política, que sólo alimenta el horrendo círculo de sufrimiento-reclusión que caracteriza nuestras formas de vivir. Claro, tienen su contraparte (que acaso produzca más culpa que otra cosa) en el imaginario épico dominante: en las series de Netflix y las películas de Hollywood donde el héroe finalmente sale indemne sin ayuda y sólo a esfuerzo personal. Pero los pueblos también cuentan con otros insumos, acaso más tangibles porque brotaron de su experiencia. Y en ese sentido, muchos sabemos que no significa algo menor –sino determinante– creer en soluciones solidarias, en la vida pública, en la política y, finalmente, en cierta esperanza en un mundo mejor. Es allí, y no en el héroe aislado que nos quieren vender, donde están nuestros mejores recursos para hacer frente al miedo, al completo aislamiento, y, a partir de allí, colaborar en la creación de los caminos de salida que –hoy más que nunca– necesitamos.

Pero acaso –o seguramente– no sean dos “bandos” de uruguayos o ciudadanos del mundo que se ubican a uno u otro lado de esa distinción, sino una alternancia algo más compleja: ambas formas de comprender las cosas atraviesan nuestros propias vidas y pasamos –la mayor parte de las veces, de forma impensada– de un lado a otro. Eso se ve claramente cuando gobernantes que nunca habrían apelado a la solidaridad comunitaria hoy se ven forzados a hacerlo y pensar, sinceramente, que sin ella no habría salida. Si uno analiza el discurso de asunción del flamante presidente, en el que abundó sobre “libertades”, no aparece allí ninguna referencia a la solidaridad, la responsabilidad social o comunitaria. A eso deberíamos agregar, y vaya como una “autocrítica” aún pendiente de realizarse, que buena parte de la izquierda uruguaya también apeló –durante los últimos años– a la competitividad, a la eficiencia, al emprendedurismo y al pensamiento computacional, mucho más que a la solidaridad, a la sustentabilidad ecológica, al trabajo colectivo y al pensamiento crítico.

Resulta curioso que los propios discursos gobernantes, finalmente, también expresen esa tradición uruguaya que se niega a ser derrotada: nos enteramos del inmenso valor que tienen buena parte de las empresas públicas (hasta hace poco amenazadas justamente por su carácter público y el imperativo de achicar el Estado) cuando Antel otorga el soporte básico para la nueva aplicación de atención médica, o cuando la Universidad de la República aporta lo necesario para crear los test para diagnosticar el virus; también nos enteramos de que organismos tan denostados como el Ministerio de Desarrollo Social resultan eficaces para asistir al creciente número de personas que pronto no tendrán qué comer. Todo eso es, a fin de cuentas, imprescindible para enfrentar la pandemia. La pregunta se contesta sola: ¿qué sería de nosotros si la institucionalidad que hoy mejor nos protege hubiera cedido totalmente a la privatización y el lucro, empezando por el sistema de salud, al que las políticas neoliberales nunca hubieran adjudicado más que los magros presupuestos que por años tuvieron los hospitales públicos? Y no es que estemos simplemente defendiendo los gobiernos progresistas: estamos defendiendo lo que buena parte del pueblo uruguayo nunca se cansó de defender en plebiscitos, movilizaciones y reclamos para proteger lo público contra el avance inexorable de lo privado, que tan glamorosa y de “última generación” ha vestido los discursos de los partidos tradicionales. A pesar de las modas y la inevitabilidad que quisieron imprimirle los seguidores de nuestra más rancia derecha, hay pueblo que sabe que allí, en lo público, siempre tendrá algo para decir, algo que exigir, que nunca tendrá ante las puertas cerradas de la propiedad privada.

El gobierno, claro, se encarga de decir que esto forma parte de un gigantesco esfuerzo público-privado. Y en parte tiene razón. Llegado un temor que nos amenaza “a todos por igual”, creo sinceramente que también todos, casi naturalmente, queremos políticas “para todos igual”. El propio liberalismo –claro que no el de Friedrich von Hayek o la escuela de Chicago–, sino el de un pensamiento bastante más sensible a las pérdidas sociales de los más débiles (como, por ejemplo, el de John Rawls), llegó a comprender que la igualdad depende de aplicar un criterio (bastante difícil de poner en funcionamiento por quienes tienen mayor riqueza y poder): un trato desigual que contemple la desigualdad inicial. Y allí entonces sí que aparecen problemas para este gobierno: las medidas de atención a los más necesitados que acaba de anunciar resultan tan débiles que nadie cree, sinceramente, que paliarán las enormes pérdidas de empleo e ingresos de buena parte de la fuerza laboral en suspenso. Algo que se agravará trágicamente pasados los períodos de seguro de paro (que en pocos días ha duplicado a sus beneficiarios) si aún no hay soluciones a la pandemia (algo por demás probable). Parecería que será imposible avanzar en la previsión y solución de los graves problemas que se avecinan sin criterios solidarios, sin empresas y organismos públicos que atiendan la catástrofe y –sobre todo– sin nuevas políticas fiscales que redistribuyan el ingreso, atentas a la máxima de que quienes más tienen paguen más los efectos de la enfermedad.

Es que la enfermedad ya nos trata a todos como iguales. Creo que, paradójicamente, los ricos deberían exigirlo. Por el bien de su propia salud. Más allá de las salas VIP, los seguros suntuosos, las pretensiones genéticas de vencer la vejez y tanto absurdo que ellos mismos han llevado adelante, descuidando la atención de los más pobres, una salud para todos se impone con fuerza parecida a una bofetada. Así como la tierra, el agua o el aire que respiramos, la salud humana y animal (porque el origen del virus está en la ceguera de aislar una de otra) se imponen por sí y ante sí, casi que sin exigir más discurso que el que sus fuerzas descontroladas nos dictan. Hoy, y en virtud de los peligros que nos acechan, nadie debería tener la suficiente libertad (sólo libertad para algunos, señor presidente) de apropiarse de tales bienes dejando a tantos sin su usufructo.

Y para muestra sobra un botón. ¿Qué ha pasado en un país como Italia, la nación que ha batido récords en muertes por la enfermedad y que hoy es un espejo en el que ninguna nación quisiera mirarse por, justamente, haber apostado a desarrollar una salud para ricos, bien prendidos los motores de la excelencia, la competitividad, el máximo lucro, etcétera, etcétera, y sin dudas produciendo exorbitantes ingresos para elites médicas y empresariales? Transcribo, a continuación, unos datos aportados por el sitio quotidianosanita.it, a su vez citados por el filósofo italiano Franco Bifo Berardi en un reciente artículo titulado “Crónica de la psicodeflación”: “En 2007 el Servicio Sanitario Nacional público podía contar con 334 departamentos de emergencia-urgencia (DEA) y 530 de primeros auxilios. Pues bien, diez años después la dieta ha sido drástica: 49 DEA fueron cerrados (-14%) y 116 primeros auxilios ya no existen (-22%). Pero el recorte más evidente está en las ambulancias, tanto las del Tipo A (emergencia) como las del Tipo B (transporte sanitario). En 2017 tenemos que las de Tipo A fueron reducidas 4% en comparación con diez años antes, mientras que las de Tipo B fueron reducidas a la mitad (-52%). También es para tener en cuenta cómo han disminuido drásticamente las ambulancias con médico a bordo: en 2007 el médico estaba presente en 22% de los vehículos, mientras que en 2017 sólo en 14,7%. Las unidades móviles de reanimación también se redujeron en 37% (eran 329 en 2007, son 205 en 2017). El ajuste también ha afectado a los hogares de ancianos privados, que, en cualquier caso, tienen muchas menos estructuras y ambulancias que los hospitales públicos [...] A partir de los datos se puede ver cómo ha habido una contracción progresiva de las camas a escala nacional, mucho más evidente y relevante en el número de camas públicas en comparación con la proporción de camas administradas de forma privada: el recorte de 32.717 camas totales en siete años remite principalmente al servicio público, con 28.832 camas menos que en 2010 (-16,2%), en comparación con 4.335 camas menos que el servicio privado (-6,3%)”.

La batalla contra el virus ya, antes de comenzar en los hospitales o en las calles, implica también una batalla contra el miedo que sentimos como seres aislados y la anulación de la política. Por eso la inmediatez notera del thriller televisivo, el testimonio “directo” de las redes sociales y el obsceno conteo diario de muertos deben ceder a la reflexión y el debate público: sólo superamos el nivel de la mera corporeidad –la imbecilidad, según Aristóteles– cuando nos volvemos seres políticos. En ese sentido, y ya de cara a la realidad uruguaya –creo, bastante mejor que la italiana– somos conscientes de que, en buena medida, nuestros derechos han podido ser vulnerados toda vez que los sistemas educativos y de salud se han mercantilizado; cuando, por ejemplo, se aceptaban las voraces reivindicaciones de las asociaciones anestésico-quirúrgicas, o cuando debemos aceptar sin chistar pagar miles de dólares por una cirugía de primer nivel porque el pago de 40 años seguidos del seguro mutual sólo nos cubre una opción claramente obsoleta. Sin embargo, como seres políticos y activos en lucha por nuestros derechos, sabemos –a pesar de los pesares– que hemos podido defender en Uruguay uno de los sistemas de salud mejor preparados para soportar emergencias como la que hoy vivimos.

Algo está sucediendo –algo tan imprevisto como cualquier otra catástrofe natural– que puede hacer cambiar el interregno en el que se ha desenvuelto la política uruguaya de las últimas décadas ante el avance del neoliberalismo. Quienes están en mejores condiciones de hacerlo no pueden haber sucumbido totalmente a la inacción y la sujeción que nos confiere la individualidad de nuestros cuerpos y el reducto familiar; debemos ser lo más fieles posible a una tradición que largamente nos caracteriza de creer en la política –esto es, de lo que incumbe a lo común, a la polis– y alentar creativamente nuevas formas de hacerlo realidad, acaso más radicales y comunitarias que nunca. Esa lucha por lo común, que hasta los propios comunistas no se sentían ya con fuerza siquiera de mencionar, vino a ponerla en el orden del día un virus. Así es la dialéctica, diría Karl Marx.

José Stagnaro es magíster en Ciencias Humanas y docente de Formación en Educación.