Un estado de pánico defensivo sacudió a la opinión pública cuando el magnate y fundador de Microsoft, Bill Gates, afirmó que los países ricos deberían consumir carne sintética para compensar la emisión de gases de efecto invernadero. Al parecer, la nacionalidad uruguaya se vio amenazada en sus fundamentos, al dispararse encendidas declaraciones de defensa y prevención ante un supuesto escenario de extinción estatal producto de la eliminación de la ganadería.
Legisladores, productores agropecuarios y autoridades nacionales salieron al cruce para reivindicar la explotación ganadera tradicional uruguaya. La Federación Rural advirtió que “la no utilización de dicho nombre [carne] para manipulaciones genéticas o cultivos de laboratorio es de vital importancia para la defensa del país”. El presidente del Instituto Nacional de Carnes, Fernando Mattos, declaró: “No estamos en contra de ese producto, ni consideramos a estas iniciativas una amenaza. Respetamos a los consumidores que tomen esa opción, pero nos defenderemos de ataques infundados y reclamaremos el derecho de respetar las denominaciones, rechazando cualquier intento de apropiación genérica con el ardid del falso beneficio. ¡Llámenlo como quieran, pero no es carne!”. Por su parte, Pablo Montossi, presidente de la Asociación Uruguaya de Producción Animal, ingeniero agrónomo e investigador en el Instituto Nacional de Investigación Agropecuaria, fue mucho más allá y declaró: “El impacto social, ambiental y económico sería devastador sin la producción animal, sería peor que la pandemia, en particular para los países pobres”.
Más allá del contenido de verdad de estas declaraciones, que a continuación comentaremos, lo cierto es que el cada vez mayor poder de la biotecnología, con iniciativas como esta, pone en tensión nuestro modelo productivo de país agroexportador de materias primas y aviva la fantasía de muerte de la producción cárnica. No sería este el único commodity que haya sucumbido a la aceleración tecnológica capitalista. Por ejemplo, el tasajo, otrora uno de los principales productos de exportación, fue extinguido por los cortes cárnicos actuales, y la lana, por los textiles sintéticos.
Se estima que para 2050 habrá 10.000 millones de habitantes, que difícilmente puedan ser alimentados con carne animal procedente de la ganadería. Es un buen momento para preguntarse qué será del Uruguay Natural desde una perspectiva antiespecista, esto es, desde un pensamiento que incluya a los demás animales en la consideración ética. ¿Con qué ícono sustituiremos a la vaca del escudo nacional? ¿Acaso por un tubo de ensayos que simbolice a un laboratorio de foodtechs? ¿O acaso deberíamos haberla reemplazado ya por un eucaliptus o una planta de soja?
¿Qué es la carne sintética?
También denominada carne de laboratorio, in vitro, artificial o cultivada, la definición más adecuada sería esta última, puesto que refleja adecuadamente su modo de producción. En efecto, se trata de la obtención de tejidos musculares a partir del cultivo de células madre (proteicas y adiposas) de origen animal. De momento, la producción de carne cultivada es muy cara, pero se espera que esté en el mercado a finales de este año, a un precio levemente superior a la tradicional, y que en cinco años o menos, lo equipare o sea más barata.
Es importante diferenciar este tipo de carnes de aquellas que se obtienen industrialmente a partir de proteínas vegetales, no a través del cultivo de laboratorio (como la Beyond Meat). Ya ha habido intentos legales infructuosos de prohibir la denominación de carne para estos productos, sobre lo cual ya nos expresamos.
Puesto que para la extracción de las células madre del cultivo no es necesario sacrificar al animal, puede decirse que se estaría ante un escenario de menor daño animal. No obstante, resta conocer en mayor profundidad los posibles impactos ecológicos de este proceso productivo, cuyos biorreactores ‒donde tienen lugar los cultivos‒ insumen una cantidad exorbitante de energía, así como la posibilidad de que impliquen un mayor sufrimiento animal si el medio de cultivo es de este origen, como suele suceder cuando se utiliza suero fetal bovino (un “subproducto” de la faena de vacas preñadas).
Los mitos de las ganaderías intensiva y extensiva
La estrategia del Estado uruguayo para enfrentar los dichos de Gates ha sido la de resaltar las aparentes bondades de un modo de cría extensiva y de alimentación a pasto, combinada con débiles argumentos ecológicos, socioeconómicos y nutricionales. Aunque en otra columna ya discutimos algunos de ellos, ahora profundizaremos un poco más.
Tanto los ganaderos intensivos como los extensivos venden el mito idílico de verdes praderas, sol radiante y animales generosos que pastan felices. Desde la más tierna infancia, mediante la socialización primaria y fundamentalmente la escolar, se configura dicha imagen, en la cual es posible destacar, a modo de ejemplo, a la señora vaca, que “nos da la leche, el dulce de leche y la manteca” que le ponemos al pan. Pero lo cierto es que en ambas modalidades de producción ganadera se vive un infierno de dominación y explotación en beneficio único del ser humano. Vale recordar que las vacas no “dan” leche, sino que, como todas las mamíferas, la producen para sus crías. Para que haya consumo humano de su leche, la vaca debe ser constantemente inseminada y separada de su prole, la cual tendrá la misma o peor suerte que ella (si es ternera será destinada al mismo fin, si es ternero irá directo al matadero). Tanto en la ganadería extensiva como en la intensiva, a los animales se les quita la libertad, sus pertenencias (leche, lana, huevos, miel, hijos) y hasta su propia vida. Sólo en este universo simbólico emocional y cognitivamente disociado puede entenderse la existencia de una cadena de carnicerías llamada El Novillo Alegre.
Por su parte, los defensores de la ganadería extensiva, acompañados por cierta academia, se han focalizado en el argumento de que su actividad es fundamental para preservar la biodiversidad ecosistémica. Sin embargo, está demostrado que dicha producción es una de las principales amenazas para los animales salvajes, puesto que requiere grandes extensiones de tierra, para lo cual debe expulsar a otros herbívoros (y luego, por consecuencia, a los carnívoros). Nuestra historia nacional nos recuerda que al llegar los conquistadores europeos, la Banda Oriental estaba tan poblada de venados de campo (Ozotoceros bezoarticus) como lo está hoy de vacunos, hecho que consta en las crónicas de Charles Darwin. Tristemente, al día de hoy es una especie con alto riesgo de extinción cuyos escasos ejemplares están sobreviviendo en unas pocas hectáreas, luego de haber sido diezmados por la actividad ganadera, la caza y la transmisión de enfermedades de las especies introducidas. Aquí es menester señalar la alianza entre el dispositivo productivo ganadero y el del encierro zoológico por el que tanto bregan los conservacionistas ex situ para preservar determinadas especies de su extinción, quienes parecen olvidar que es la ganadería la causa final de la extinción de las especies que encierran con celo científico.
Pero más evidente aún es la alianza entre la ganadería y la caza, en función de la cual se eliminó a los carnívoros que amenazaban con comerse al ganado. Muchas de esas especies nativas ya se han extinguido ‒el jaguar (Panthera onca) y el puma (Puma concolor)‒ y otras se encaminan hacia la misma suerte ‒el zorro gris (Dusicyon gymnocercus) y el resto de la familia de los felinos‒. Es un hecho irrebatible que la ganadería roba el espacio y los recursos de la fauna salvaje: “El índice Planeta Vivo de la edición 2018 estimó que las poblaciones de peces, aves, mamíferos, anfibios y reptiles han disminuido 60% en promedio entre 1970 y 2014, debido a las actividades humanas. Según el estudio The Biomass Distribution on Earth, realizado también en 2018, de los mamíferos que pueblan la Tierra sólo el 4% son salvajes, el resto somos humanos y animales domésticos, especialmente animales criados por la industria ganadera. De igual modo, sólo 30% de las aves son salvajes y 70% son aves criadas por la industria ganadera”.
Los estancieros también suelen alegar que el pastoreo extensivo genera beneficios al suelo por el aporte de abono que se realiza mediante las excreciones, favoreciendo así un aumento de la biodiversidad. Sin embargo, desde la ciencia de la composición del suelo (edafología) se sabe que el ganado produce compactación del suelo por el pisoteo, con una consecuente disminución de la aireación y de la infiltración ‒cualidades vitales para el desarrollo de la vida vegetal‒. Además, el pisoteo, la orina y las heces lesionan y obstruyen el crecimiento de la vegetación. La selección de especies que realiza el ganado con su dieta altera el balance natural entre especies forrajeras, hecho que es magnificado cuando los productores “mejoran” las pasturas, lo cual equivale a decir que siembran aquellas que más les conviene con fines de lucro. Resta señalar que estos servicios ecosistémicos supuestamente realizados por el ganado (aporte de materia orgánica y fomento de la biodiversidad) serían mucho más eficientemente realizados por las especies herbívoras nativas y salvajes que habitarían esas tierras de no ser por su presencia.
Dentro de la argumentación ecológica esgrimida por la defensa pecuaria, también se encuentra la falacia de que la ganadería secuestra carbono en sus pasturas y que esta captura compensaría las emisiones que los animales realizan con la respiración, llegando a un saldo neto. Aquí se “olvida” nuevamente el problema de la deforestación, condición necesaria para la obtención de tierras de pastoreo. Ya que los bosques son mayores poseedores de biomasa que la pradera, son más capaces de capturar, mediante la fotosíntesis, el carbono atmosférico presente en forma de CO2, y de almacenarlo en el tejido leñoso. Como ya es sabido por la ecología desde hace décadas, la principal alteración en el ciclo del carbono está dada por la deforestación y el uso de combustibles fósiles, que son las causas del cambio climático. De este modo, la industria ganadera constituye el verdadero y más peligroso negacionismo de nuestra época.
A los defensores de la ganadería extensiva no les faltan los argumentos provenientes de la ciencia de la nutrición. Es así que en su encendido alegato, el ingeniero Montossi repitió el mantra sagrado de una nutrición ya vetusta: la carne “es la mejor fuente natural de proteína, hierro, zinc y [vitaminas del] complejo B para la salud humana”. Sin embargo, el avance en este campo del conocimiento permite refutar esa doctrina. Vayamos por partes. En primer lugar, la síntesis de las proteínas depende de la capacidad de obtener los aminoácidos esenciales, que también están presentes en su totalidad en diversas fuentes vegetales, fungi y bacteria (alimentos como tofu, tempeh, soja, lentejas y seitán, entre otros, son particularmente ricos en proteínas). Segundo, el hierro es el cuarto elemento más abundante en la corteza terrestre y se encuentra biodisponible en numerosas fuentes vegetales ‒de hecho, el hierro presente en la carne fue obtenido por el herbívoro a través de las plantas‒ Además, los problemas en la salud humana relacionados con el hierro se deben no tanto a su obtención (exceso o defecto) sino a su asimilación y metabolismo. Finalmente, el zinc y las vitaminas del complejo B pueden obtenerse con holgura en frutos secos y cereales sin refinar, legumbres y levaduras, y en menor medida en frutas y verduras.
Podría decirse que la humanidad adolece de cierta “proteinomanía”, esto es, de una preocupación excesiva por el consumo de proteínas, sin dudas alentado por el lobby ganadero y la connivencia de las ciencias de la salud. Esta obsesión es incomprensible a la luz de que la ingesta diaria recomendada para los adultos saludables es de 10% a 15% de sus necesidades calóricas totales o, de otro modo, de 0,8 gramos por kilogramo de peso corporal (para un adulto sedentario promedio). Ejemplo: una persona que pesa 75 kilos debe consumir 60 gramos de proteína diarios. El gasto de recursos implicado en una dieta no vegetariana se ve aumentado por el hecho de que el cuerpo no es capaz de almacenar la proteína, y una vez que satisface sus necesidades, toda cantidad adicional sirve para energía o se almacena como grasa. A esta limitante biológica hay que sumar el problema de los hábitos sedentarios de la mayoría. Es decir, el exceso de calorías, provenga de la fuente que sea, será almacenado como grasa en el cuerpo. He aquí algunas de las razones para comprender la epidemia de sobrepeso que asola al mundo. Como es sabido, los países desarrollados, y también Uruguay, consumen más del doble de la cantidad recomendada de proteínas animales. Mientras tanto, Uruguay no llega ni a la mitad de la cantidad diaria recomendada de frutas y verduras (400 gramos por persona). Por lo tanto, lo que precisamos, con urgencia, es una reducción y redistribución global del consumo de las proteínas y un aumento en el consumo de los demás nutrientes (lípidos y glúcidos de alta calidad, vitaminas y minerales) presentes en fuentes vegetales.
Otro conjunto de ideas erróneas que pretende legitimar a la ganadería, particularmente en nuestro país, es aquel que señala la pobreza e ineptitud del suelo de determinadas regiones para otras actividades que no sea esta misma. Pero esa idea no es más que parte del mismo imaginario de las élites (ganaderas) fundacionales de la nación, aquel de “las tierras sin ningún provecho”, que a la postre adquirió estatus legal y técnico, al ser consagrado en el índice Coneat, que mide la capacidad productiva de los inmuebles rurales. Casualmente, el artículo 65 de la Ley 13.695, que instrumenta este índice, define dicho rendimiento por su capacidad productiva en términos de carne bovina, ovina y lana en pie (“El Ministerio de Ganadería y Agricultura, [...] fijará la capacidad productiva de cada inmueble y la capacidad productiva media del país, a los efectos de esta ley en términos de lana y carne bovina y ovina en pie”) y fue aprobado bajo el régimen de medidas prontas de seguridad, en la antesala de la dictadura cívico-militar más reciente. El ministro de Ganadería y Agricultura en ese entonces era Carlos Frick Davies, latifundista y banquero, a la sazón abogado del frigorífico Swift; a raíz de su secuestro por el Movimiento de Liberación Nacional Tupamaros fue sucedido por Jaime Montaner (de oficio también ganadero) e inmediatamente por Juan María Bordaberry, reconocido dictador y ganadero.
En otras palabras, estos supuestos indicadores objetivos están pensados no en función de parámetros ecológicos y de soberanía alimentaria, sino al servicio del rendimiento agroindustrial y en beneficio de la clase rentista. Estas mismas agencias técnicas estatales son las que sostienen el modelo agroindustrial según el cual no se puede producir sin abonos sintéticos ni agrotóxicos (ahora eufemísticamente denominados “fitosanitarios”).
Si se masifica el consumo de la carne de cultivo, se profundizará aún más la brecha que nos separa de la tierra, reforzando la imagen de un mundo urbano, plástico y mecanizado
Es imperioso pensar otros modos ‒ecológicos, estacionales, locales‒ de habitar y producir en el ámbito rural, sin para ello explotar animales. Y, de hecho, es posible. Pueden ensayarse y potenciarse actividades que ya se realizan en esos territorios, tales como emprendimientos gastronómicos con base en ingredientes locales y autóctonos; el turismo sostenible; los deportes de aventura; la producción de alimentos agroecológicos; la creación de santuarios y refugios de animales víctimas de la explotación, y un largo etcétera. La capacidad resiliente y creativa de la humanidad demuestra que este no debería ser un mayor problema. En este marco adquiere especial relevancia la permacultura vegana, cuya inspiración filosófica proviene, entre otros pensadores, de Bill Mollison, David Holmgren y Masanobu Fukuoka, así como de las comunidades tradicionales que aún viven en conexión con la tierra. Este modo de vida es capaz de producir alimentos tomando en cuenta las particularidades y recursos locales garantizando la fertilidad de la tierra, y de cerrar los ciclos de nutrientes, actualmente rotos por la ganadería y la agroindustria. Entre sus principales técnicas está la creación de bosques comestibles, la producción de fertilizantes y abonos vegetales, acolchados (Mulch), policultivos y rotaciones.
Una nota aparte merecerían los efectos propiamente sociales de la ganadería extensiva. Ciertamente, una de las principales consecuencias de esta industria en América Latina es una estructuración de clases muy desigual. Allí donde se instala, produce élites con alta acumulación de renta y capital, con ejercicios de poder oligárquico. En virtud de la ley de concentración de capitales, posee una tendencia natural al latifundio, en tanto que su activo base para la reproducción ampliada del capital es la superficie terrestre, y no tanto la dotación tecnológica o la fuerza de trabajo empleada.
En las configuraciones más desiguales estas élites alcanzan niveles de poder paraestatal, a menudo en alianzas con el delito organizado (usualmente el narcotráfico y la especulación inmobiliaria) para el expolio de tierras. Los recientes incendios en Argentina y el desplazamiento de pueblos originarios en toda Latinoamérica son un claro ejemplo de ello.
La ganadería es, además, una carga nefasta para la economía, en tanto es proclive (al igual que otros commodities) a la concentración, extranjerización y primarización de la producción nacional, suponiendo un grave riesgo para la soberanía alimentaria. La cadena cárnica, como tantos otros segmentos del mercado, está gobernada por multinacionales que procuran sus intereses económicos antes que el bienestar de la población (y mucho menos el de los animales a los que sacrifican, claro está, pese al bienestarismo reformista que sueña con una muerte sagrada y aséptica). A modo de ejemplo, la cadena de mataderos Minerva Foods ‒fundada por la familia ganadera brasileña Vilela de Queiroz‒ y el japonés BPU concentran una parte cada vez más importante del sector (más de 20%).
No obstante todo ello, Gates, declaró: “No creo que los países pobres necesiten comer carne sintética. Pero sí creo que todos los países ricos deberían pasarse cuanto antes a la carne 100% sintética”. Aquí se adivina una mentira: como todo bien de lujo, la carne a pasto será aún más un elemento de distinción de estatus, y más bien es previsible lo contrario: los ricos seguirán comiendo productos suntuosos ‒en este caso, carne orgánica proveniente de ganadería alimentada a pasto‒, mientras que los pobres seguirán comiendo comida chatarra ultraprocesada, con ingredientes genéticamente modificados, alta en grasas y carbohidratos de baja calidad y desprovista de nutrientes esenciales, y, claramente, la carne sintética, que será el relleno principal de nuggets, panchos, hamburguesas y demás preparaciones del estilo.
Palabras finales: la falsa antítesis de la carne sintética y la carne “a pasto”
La presión demográfica global y la perspectiva del colapso ecológico han fomentado el trasiego de grandes capitales hacia la industria de la biotecnología, ejerciendo presión en organismos multilaterales y de gobernanza mundial (FAO-ONU, fondos de financiación, etcétera) para desarrollar proyectos como el de la carne sintética.
Confrontar a la carne sintética con la natural es una trampa intelectual. Este método pertenece a la infancia dialéctica de la filosofía, y con él se pierde la multiplicidad y el potencial instituyente de otras posibilidades que fugan a dicha estructura dogmática. Pese a que aún cueste aceptarlo, lo “natural” a secas no existe. La ganadería, como toda domesticación, es un efecto de la intervención humana. El consumo masivo de carne no hubiese sido posible sin el concierto de tecnologías para nada naturales, como la eugenesia (que seleccionó las especies con carnes más palatables), el tractor (que permitió destinar animales de labranza al pastoreo) y el frigorífico (que permitió su comercialización en ciudades).
No nos dejemos engañar por los espejos de colores de la industria de la biotecnología. Aunque argumenten que la carne sintética será más económica de producir y constituirá un arma en la lucha contra el hambre y la crisis ecológica, debemos recordar que este mismo argumento se utilizó para justificar el uso de transgénicos, cosa que sólo ha traído más hambre, pobreza, desigualdad y degradación ambiental, producto del modelo agroindustrial en el cual se desarrolló. Hay que pensar relacionalmente.
Si se masifica el consumo de la carne de cultivo, se profundizará aún más la brecha que nos separa de la tierra, reforzando la imagen de un mundo urbano, plástico y mecanizado en el cual lo sintético y la tecnología amenazan la vida.
Haciendo a un lado los aspectos negativos señalados, indiquemos un punto que podría ser muy positivo de la carne de cultivo: ayudaría transitoriamente a resolver el dilema ético que supone alimentar a animales rescatados cuya dieta es carnívora estricta, como los gatos y otras especies víctimas del encierro de los zoológicos y de otras violencias especistas (en Estados Unidos hay miles de grandes felinos confinados en zoológicos privados, tal como registra el dramático e hilarante documental Tiger King), desbaratando así la industria de la comida para mascotas, que es otra importante fuente de violencia hacia los demás animales.
Gustavo Medina es sociólogo.