El título que elegí para este artículo no busca dilucidar el debate instalado en la actualidad sobre si responsabilizar al gobierno o a “la gente” por los “casos evitables” de contagios de covid-19 que derivaron en muertes. Si bien es cierto que todos somos responsables de nuestras acciones, también lo es el hecho de que el gobierno lo es más que sus gobernados. Lo es siempre porque maneja mayor información que el ciudadano común y en esta coyuntura lo es también porque tiene la confianza de más de la mitad de los votantes. Esto no nos exime de asumir que con nuestras decisiones podemos reforzar o resistir las decisiones de nuestros gobernantes.

Voy a referirme a un caso particular como ejemplo de lo difícil que es confiar tanto en la capacidad de aplicar la “libertad responsable” por parte de los ciudadanos como en la sabiduría de las autoridades en aplicar una “solidaridad responsable”.

En el pasado mes de mayo los docentes de Secundaria se vieron involucrados en un debate que si bien ha sido saldado de forma administrativa, mantiene vigente el dilema que lo motivó.1 Los estudiantes tienen derecho a ser evaluados en cursos y exámenes. Las autoridades requieren a los docentes que traduzcan sus evaluaciones en calificaciones. Si esto ya es una práctica compleja en tiempos de “normalidad”, la situación de pandemia la volvió un problema aún mayor. Hubo cursos que se interrumpieron y otros que continuaron a través de diferentes formas virtuales con diferentes cantidades de conectados y calidades vinculares. Si los cursos no fueron como antes, ¿qué esperar de los exámenes?

Hasta no hace mucho los estudiantes tenían tres períodos de exámenes para aprobar las asignaturas que tenían pendientes (diciembre, febrero y julio) y dos períodos para casos especiales (abril y setiembre). Ahora alcanza con que un estudiante lo solicite para que se forme un tribunal de examen por mes. El agravamiento de la situación de pandemia llevó a que se postergaran los exámenes de marzo y abril. Finalmente, las autoridades decidieron que debían hacerse a fines de mayo en formato virtual. En algunos liceos las direcciones dispusieron que los docentes y estudiantes se conectaran fuera de los institutos de estudio. En otros se resolvió que los tres integrantes del tribunal, o alguno de los tres, podían conectarse desde el liceo. Y finalmente hubo directores que resolvieron que los docentes estaban obligados a concurrir al liceo. La primera opción denotaba un interés por cuidar la salud de los docentes. La segunda apelaba a la “libertad responsable” de sus profesores. En cambio, la tercera decisión denota una clara discriminación entre el cuidado que debe tenerse de la salud de los educandos y el que no se tiene de los educadores. Una postura coherente con el espíritu de la normativa vigente respecto de las alertas meteorológicas de color naranja en las que los estudiantes están eximidos de concurrir al liceo mientras que los trabajadores, no. Parecería que se quiere dar la señal de que no todas las vidas valen lo mismo.

Muchos colectivos docentes, reunidos en salas de coordinación realizadas en formato virtual, advirtieron que tomar examen en modalidad virtual no ofrecía las suficientes garantías académicas para los estudiantes ni tampoco para los evaluadores. Con respecto a los primeros, no hay forma de asegurarles que todos tengan buena conectividad ni buenos dispositivos tecnológicos. Por otra parte, los integrantes del tribunal no tienen forma de asegurarse de que los estudiantes no hayan hecho plagio, por más creativa que sea la propuesta de evaluación. El estudiante puede estar recibiendo ayuda de otras personas o consultando otras fuentes informativas. Se podrá argüir que hacer el examen en forma presencial tampoco evita que algún estudiante incurra en esta falta, pero nadie puede negar que esta probabilidad se reduce significativamente. En consecuencia, varios de estos colectivos resolvieron que los exámenes se tomaran en forma presencial tanto para estudiantes como para docentes. Pero las direcciones, presionadas por las inspecciones de institutos y liceos, tomaron la decisión contraria. Sólo se tomaría un examen en formato presencial en forma excepcional, a criterio de la dirección.

Los hechos les dieron la razón a los docentes. Los problemas que se presentaron fueron tantos que los exámenes se extendieron durante muchas más horas que si hubieran sido presenciales. Muchos colegas dejaron estampadas en las actas la denuncia de las irregularidades.

Creo que estamos ante un falso dilema (como en otros debates contemporáneos del tipo de cuidar la economía o cuidar la vida, o el de “libertad responsable” o restricciones a la movilidad) entre la salud y las garantías. ¿Cuál debería primar?

El primer criterio debería ser siempre cuidar la salud. Sin embargo, parecería que no todos lo tienen presente. Y no me refiero sólo a los docentes que propusieron que los exámenes sean presenciales en el momento en que nuestro país había alcanzado la mayor cantidad de víctimas por la pandemia. Las autoridades educativas han tomado varias decisiones que parecen contradecir el llamado de las autoridades sanitarias a evitar salir de casa. Cito, a modo de ejemplo, sólo tres. ¿Cómo se explica que se obligue a funcionarios (administrativos, adscriptos, directores, etcétera) a estar presencialmente en el liceo para hacer un trabajo que se podría hacer en forma remota? ¿Es realmente imprescindible que los docentes deban concurrir al liceo a formar el tribunal de examen y firmar las actas? ¿Por qué se ofrece a los estudiantes concurrir al liceo cuando no pueden conectarse desde su casa en lugar de solucionar los impedimentos que tienen para poder tener conectividad y dispositivos en sus hogares? Hubo que esperar meses para que las autoridades lograran un acuerdo con Antel para que los estudiantes accedieran gratuitamente a la plataforma Crea (si tienen saldo).2

El otro criterio a tener en cuenta es brindar las máximas garantías al estudiante cuando va a ser evaluado. Quiero creer que las autoridades de la Administración Nacional de la Educación Pública (ANEP) estaban enteradas antes de tomar su decisión de que instituciones como el Consejo de Formación en Educación y la Universidad de la República ya habían sufrido problemas de conectividad cuando realizaron evaluaciones virtuales sincrónicas.

Gobernar es decidir. Cuando esta acción es delegada a otros es difícil interpretar si la motivación es democratizar o simplemente “lavarse las manos”.

En cualquier caso, trasladaron el problema a los “equipos de dirección”, según declaró a la diaria Juan Gabito, integrante del Consejo Directivo Central (Codicen) de la ANEP. El consejero se lamentó de que “cuando hemos dispuesto que sea presencial, nos dicen que poco menos somos homicidas porque esto implica promover los contagios, y cuando decimos que es virtual, nos dicen que es excluyente porque hay gente que no se puede conectar”. Gobernar es decidir. Cuando esta acción es delegada a otros, es difícil interpretar si la motivación es democratizar o simplemente “lavarse las manos”. Me atrevo a pensar que en esta ocasión esta última fue la razón. Apostar al “criterio de la razonabilidad de cada equipo de dirección”, al decir de Gabito, parece algo plausible, siempre y cuando haya una cultura institucional de trabajo colectivo con los docentes.

Lo que más me llamó la atención de todo esto fue que no se han dado aún argumentos que permitan comprender la razón por la cual no puede postergarse la realización de estos exámenes para la segunda parte del año. Los pronósticos de los científicos eran que para ese entonces se volvería a la presencialidad, permitiendo así que se cumplieran los dos criterios antes señalados. A los estudiantes que necesitan aprobar un examen para poder estudiar cursos superiores se los podría evaluar unos meses más adelante. Es sólo cuestión de que los diferentes organismos educativos coordinen entre sí. A los que sí se les podría tomar examen, y que son seguramente pocos casos, es a los que no pueden esperar tanto porque necesitan terminar un ciclo educativo para poder tener más posibilidades para encontrar empleo.

Si hubiera primado el sentido común, se podría haber ahorrado a los docentes y a los directivos dedicar tantas horas a discutir sobre un tema (y a organizar su aplicación) que no era para nada urgente. Tiempo que debieron restar a seguir manteniendo el vínculo pedagógico con los estudiantes en estos tiempos tan complejos.

Este hecho tal vez le puede parecer una anécdota menor a alguien que no está entre los miles de estudiantes o funcionarios de la Dirección General de Educación Secundaria. Pero puede ser una muestra de un tema que debería preocupar a toda la sociedad. Nos estamos acostumbrando a que las personas que tienen algo de poder tomen decisiones que, para decirlo en forma suave, están reñidas con el sentido común. Y lo que es más alarmante aún, a que los que reaccionan planteando reparos con argumentos que contradicen estas directivas son voces aisladas rodeadas de un silencio mayoritario que termina siendo cómplice de estas decisiones. Estas son las condiciones óptimas que necesita un gobierno autoritario para dominar con facilidad a una sociedad acrítica. Funcionarios que dan órdenes irracionales y otros que las obedecen ciegamente. Pero no sólo es por desidia. El retorno a la democracia significó la restitución de miles de docentes destituidos, pero no eliminó el miedo que sienten docentes de aula y directivos de liceos de tomar una iniciativa que pueda ser sancionada por las autoridades, por mejor argumentada que esté en términos pedagógicos. El miedo paraliza.

Esto podría revertirse si las autoridades trataran a los profesores como profesionales y no sólo como funcionarios. En plena pandemia, se les siguió exigiendo estar al día con las tareas administrativas (tener la libreta digital al día, tener la planificación, pasar las inasistencias, escribir el desarrollo del curso, elevar informes, etcétera) como en la situación de “normalidad” anterior. Lamentablemente, cuando por parte de algunos directores o inspectores se les preguntó cómo estaban trabajando, no se generalizaron sus respuestas para que todos pudieran aprender de otras experiencias. Parecería que lo que importa es lo que uno declara que hace y no tanto averiguar cómo se da realmente el vínculo pedagógico con los estudiantes. Desconozco si se hizo un relevamiento similar a los estudiantes. Tampoco se les preguntó a los docentes qué necesitaban. Tal vez teman las respuestas o, peor aún, no les pareció necesario consultar a los técnicos. Para eso están los políticos.

Al igual que el año pasado, se repitió la situación de que los liceos privados tuvieron a todos sus estudiantes conectados con sus docentes en forma virtual con la misma carga horaria que en la presencialidad. En cambio, en los liceos públicos la mayoría de los estudiantes tuvieron un vínculo esporádico con sus docentes. En el mejor de los casos, contaron con una hora semanal de reunión virtual. En la mayoría de los casos tuvieron tareas por la plataforma Crea, una explicación por un audio por Whatsapp o algún correo, etcétera. Y no faltaron los docentes que nunca se conectaron con sus estudiantes. Por suerte, me consta que son muy pocos.

No sé si alguna vez alguien investigará lo que el gobierno hizo o no hizo durante esta pandemia, como ha sucedido en otros países por iniciativa de comisiones legislativas o de fiscales. Lo que es seguro es que nadie juzgará las pequeñas responsabilidades. Por eso me tomo el atrevimiento de acusar(me) ahora, con la vana esperanza de que algo cambie.

Acuso al gobierno de no tener la valentía de gravar a los que tienen más para asegurar una renta básica a los que no pudieron dejar de salir a trabajar. Es el primer responsable de que haya aumentado la pobreza y la marginación. Se jacta de haber logrado ahorrar en el momento en que más se necesita que el Estado invierta.

Acuso a las autoridades educativas de aumentar las diferencias entre la educación pública y la privada en detrimento de la primera. Algunas familias que tienen capacidad económica sacaron a sus hijos de los liceos públicos para que puedan tener clase enviándolos a los privados. El Codicen sólo pareció preocuparse por cuándo se volvería a la presencialidad, algo muy necesario, pero no suficiente. No ha demostrado darle importancia a pensar cómo se aprende, ni cómo se enseña, ni cuánto tiempo concurren los estudiantes a los centros de enseñanza, ni en qué condiciones.

Acuso a los “mandos medios” de la enseñanza pública y a las autoridades de las instituciones privadas por cada trabajador que contrajo covid-19 porque se lo obligó a concurrir a trabajar para hacer una función que podría haber hecho virtualmente.

Me acuso a mí por acusar. Y pido disculpas por eso.

Federico Lanza es profesor de Historia y magíster en Ciencia Política. Cualquier similitud con el título que utilizó el escritor Émile Zola en su carta publicada en 1898 es pura coincidencia. En una Francia dividida en torno al caso Dreyfus, denunció las manipulaciones de las autoridades militares y políticas para ocultar la verdad sobre la inocencia del militar acusado y condenado injustamente.