El Poder Ejecutivo decidió avanzar hacia un eventual tratado de libre comercio bilateral con China. Habrá que considerar, con amplitud y seriedad, las posibles consecuencias de tal acuerdo para Uruguay, y luego puede abrirse un período de negociación, en el que se vería qué pide y qué ofrece la contraparte. Pero es preciso tener en cuenta otras cuestiones: este proyecto se contrapone con el de integración regional, debido a las normas y a la sustancia del Mercosur.

Hay por lo menos tres maneras de pensar nuestro lugar en el mundo. La primera es tomarlo simplemente como un dato de la realidad que nos determina, al igual que lo hacen el clima y los recursos hídricos, la costa y la presencia o ausencia de yacimientos petrolíferos. Aquí estamos; nos puede gustar mucho, poquito o nada, pero no hay forma de mudarnos.

La segunda valora conveniencias comerciales, directas o indirectas, de la integración regional. Por ejemplo, los costos de traslado, las semejanzas de demanda y razones de escala para relacionarnos y negociar con el resto del mundo. Todo eso, que se aplica para países mucho más ricos, poblados y poderosos, es indudable para Uruguay.

Ha ganado mucho terreno la opinión de que los dos enfoques antedichos son los únicos válidos. La política exterior debe estar “libre de condicionamientos ideológicos. Su ejecución debe estar supeditada a la defensa del interés nacional”, decía el programa de gobierno de Luis Lacalle Pou, como si definir la nación y el interés nacional fueran operaciones ajenas a la ideología.

“Compromiso por el país”, el acuerdo que fundamentó la “coalición multicolor”, les achacó a los gobiernos frenteamplistas “años de una política exterior movida por las ‘afinidades ideológicas’”, y prometió reemplazarla por un plan estratégico en “estrecha relación con las necesidades y oportunidades del país productivo”.

Tras el fin de la Guerra Fría, y disipada la ilusión posterior de un “mundo unipolar” dominado por Estados Unidos, se habla cada vez menos de nuestra pertenencia a una “civilización occidental y cristiana”, pero al mismo tiempo han perdido relevancia las referencias a la “Patria Grande” latinoamericana. Las miradas convergen hacia una concepción utilitaria y economicista de la inserción internacional, que desprecia lo ideológico como si fuera, en ese terreno, una antigualla ingenua.

La tercera dimensión a considerar es, sin embargo, profundamente ideológica. Tanto como lo fue el proyecto artiguista, que asumió los datos de la realidad y las conveniencias económicas, pero también una identidad más amplia que la provinciana, y a partir de ella se propuso construir. Bien supo que tenía enemigos en la región, pero mejor supo que siempre serían más sus hermanos.

Ese proyecto ha sido derrotado varias veces, en vida de José Artigas y tras su muerte, pero permanece y convoca, como escribió Carlos Quijano, a “las grandes unidades regionales y a la gran unidad continental”. Así será mientras haya, dentro y fuera de las fronteras uruguayas, conciencias y voluntades que lo sostengan.