Voces en defensa de la ley de urgente consideración (LUC), con discursos intemperantes, reproducen un ambiente de subjetividad muy nocivo. Generan rencor y odio contra la izquierda, sindicatos y organizaciones sociales, con una intensidad que nos retrotrae a los tiempos previos al golpe de Estado de 1973. Todo ello, basado en falacias, que poco bien le hacen a la democracia republicana.
En sus artículos referidos a la seguridad, la LUC desnuda un estado general de incremento de la violencia social, en el que se involucra, sin eufemismos, el gobierno multicolor. Es la homologación, en cuerpo legal, del grito (impune) del “va bala”, del “palo y plomo” y del “palo y palo”, agitados en todo tiempo por militantes del fascismo corriente, insertado en nuestra sociedad desde siempre.
El aumento de la criminalidad en las últimas décadas, a nivel mundial, del que no pudo zafar la sociedad uruguaya, fue el caldo de cultivo propicio para el impulso punitivo de sectores que defienden la represión como único método de respuesta a la delincuencia (o mejor: para determinado tipo de delincuencia). Y fue un argumento óptimo para atacar a la izquierda, porque la solución básica que propone esta, de atender principalmente a las causas, es más lenta y difícil que el avance de los delitos. Y a la vista están las consecuencias.
La LUC es el corolario de una campaña electoral en la que el principal (pero no el único) motivo fue la inseguridad, el miedo y el rencor metidos durante años, a martilleo constante de los medios (con excepciones), en el imaginario colectivo. Hay una confesa necesidad de legitimación de la mano dura de los represores, ante ofensas o ataques, reales o supuestos. Y la mano dura no se reduce solamente a los criminales. De paso cañazo, se infiltra allí, agazapada, la represión a las protestas sociales. No se trata del “gatillo fácil”, pero sí del “palo y palo”, método muy manido por las derechas del planeta. Acá no podían defeccionar.
El cúmulo de falacias es impresionante. Una de las más flagrantes es la que expuso el exintendente salteño Germán Coutiño en un debate en Canal 5 con la senadora Liliam Kechichian, cuando acusó a los gobiernos del Frente Amplio (FA) de haber “traído el narcotráfico al país”. La otra fue dicha, a los gritos como acostumbra, por el titular del Ministerio del Interior, Luis Alberto Heber, cuando afirmó que “hay un partido político que está contra la policía” (una refutación de estos embustes rebasaría largamente el ámbito de esta nota).
La LUC incrementa el ambiente de violencia social y da pautas para la instalación de un estado policial.
Esta inusual “ley tren”, tratada con trámite de urgencia en plena pandemia, es la institucionalización de la prédica permanente, sostenida en la campaña electoral, de la necesidad de una respuesta dura al avance del delito, con un discurso agresivo, que la ciudadanía compró, para votar en noviembre de 2019. El estado de ánimo colectivo, amasado durante años, y preexistente a la breve discusión y sanción de la ley, fue el resorte en que hizo pie el nuevo gobierno para proponerla, en forma y contenido, convencido de que la misma gente que lo votó lo apoyaría en su aplicación. El miedo y la inseguridad son rentables electoralmente, qué duda cabe. Sometidos los votantes (sobre todo, los de determinados sectores) a la disyuntiva de caer en manos de la delincuencia, o vivir con necesidades incrementadas por una política que le rebaja la calidad de vida (endulzadas por la pandemia y la guerra), la opción está más que clara.
Para el referéndum del 27/M, se reitera (y amplifica) el relato del miedo, utilizado en las elecciones nacionales de 2019, ahora con su versión de “peligro de volver al pasado”. El discurso en defensa de la LUC sitúa en el terreno del terrorismo verbal toda la discusión sobre los artículos. Sus personeros terminan hablando de la seguridad, así el tema tratado sea la plaga de mosquitos en Bella Unión, o la rotura de un puente peatonal en algún lugar. La cantinela repetida mil veces rinde, según enseñó el famoso publicista Joseph Goebbels.
La LUC y los desequilibrios, no sólo en favor de la policía
Con la LUC, en sus artículos sobre seguridad, desaparece el equilibrio entre la ofensa y los medios empleados para la defensa (pública o privada) estipulado por el Código Penal.
Más allá del propósito de alentar a la policía en sus tareas, el denominado “espíritu de la ley”, abona la sensación de impunidad y de amparo a quienes son proclives a aplicar respuestas violentas a los delincuentes como único método de disminuir la criminalidad. Se empodera a la policía más para la represión que para cualquiera de sus demás funciones. El resultado es un círculo vicioso. Más palo, más cárceles, menos consideración, más largas las penas, menos derechos. No importa el hacinamiento de los locales, ni la prohibición constitucional de utilizar a las cárceles como lugares de mortificación a los presos. Tampoco importa las dificultades de la rehabilitación y que los presos salgan peor que antes; los presupuestos asignan menos recursos para esos fines. Las cárceles se constituyen, cada día más, en ambientes propicios para reproducir el espíritu delictivo de quienes salen de allí, o de quienes siguen encerrados. En cualquier momento le estamparán en las portadas aquella frase dantesca: “Tú, que entras aquí, abandona toda esperanza”.
No hay evidencias, en ningún país del mundo, de que los delitos hayan disminuido merced al incremento de la represión o de las penas, pero sí de lo contrario.
Ocurre que, en un efecto espejo, la delincuencia, que no sabe de leyes, aplica el sentido pragmático de la regla no escrita de la paridad de los medios de ataque y defensa. La dinámica se retroalimenta: a más violencia policial, más violencia criminal y el anticipo, la planificación del delito, para incrementar las posibilidades de éxito. Los delincuentes mejoran sus procedimientos delictivos, compran armas y chalecos antibalas (o los roban), extorsionan, sobornan con mejores prebendas, se aprovechan de las flaquezas de sus “enemigos”. Y de este mecanismo no se escapa ni la policía. El delito no tiene códigos éticos. La escalada de la violencia se registra en aquellos países donde la lucha contra la delincuencia se ejecuta con criterios meramente punitivos (Estados Unidos, México, Venezuela, Colombia, Guatemala, El Salvador, Brasil). Allí se ubican las ciudades y sociedades más violentas del mundo. Los ejemplos de cadenas perpetuas y de muertes de delincuentes famosos (Chapo Guzmán, Escobar) sólo sirven para hacer gárgaras victoriosas en discursos preelectorales, pero no evitan que la delincuencia y el delito se multipliquen día a día, así como las acciones más violentas de los delincuentes.
No habrá solución a los delitos si no se atacan sus causas reales. Ni se evita el surtido de armas y otros medios a los delincuentes, como negocio anexo rentable. Negocio alimentado desde las mismas elites económicas, de las sociedades donde viven la mayoría de los consumidores de drogas. Negocio redondo si los hay. Y los jefes caen y otros los sustituyen. Al decir de un experto en criminalidad: “Con estos métodos, que se repiten en forma sistemática, la lucha contra el delito está perdida, a corto, mediano, o largo plazo, mientras no se ataquen los verdaderos problemas por los que la droga es consumida”.
Para respaldo de los funcionarios, mejor que los manijazos lisonjeros, es capacitarlos bien, con educación republicana y democrática, con buenos pertrechos de uso laboral y mejores salarios para mejorar su vida y la de sus familias.
La LUC va por el camino de crear un estado policial. Con los artículos sobre seguridad (sometidos a referéndum) incita a la reacción violenta de las fuerzas represivas (públicas o privadas) y habilita a responder, aun con medios desproporcionados, ante actitudes que crean nuevos delitos.
La LUC es el resultado de una campaña política con fuertes ingredientes de temor, rencor, odio, represión e incremento de una atmósfera punitiva.
En los temas de seguridad, todo es quita de derechos. No habrá derecho a estar lo menos posible con la policía que interroga, fuera de la presencia de jueces y abogados. Ese tiempo se duplica (dos a cuatro horas), lo que puede conducir a conductas abusivas de parte de la policía. Determinados delitos no tendrán derecho a rebaja de las penas por buen comportamiento, estudio o trabajo. Para algunos delincuentes, no habrá derecho a la rehabilitación, por más que lo intenten. En el estado en que están y estarán las cárceles tal solución es violatoria de claras disposiciones constitucionales y pactos internacionales.
Los multicolores ahondan la grieta
Hay un reverdecimiento del abuso del poder, que se advierte en la crispación, el grito intemperante, el odio en la palabra, el desafío en la mirada, la soberbia y la respuesta con insultos a cambio de argumentos. Actitudes que se trata de disimular, asimiladas a la pasión partidaria (“los blancos somos así, muy pasionales”), pero que, inmersas en el contexto actual, más se parecen a bravuconadas que nacen del temor a perder el referéndum.
En un ambiente tal, el desinhibido uso del poder es una demostración de que ahora la fuerza está sólo al servicio de quien vino a mandar, no a gobernar. Y muchos violentos, o defensores de violentos e impunes, antes frenados en sus impulsos, ahora se sienten habilitados para actuar sin reservas, porque reciben el ejemplo, o la franquicia para accionar, de quienes gobiernan.
El miedo y el odio no son la forma
No se mejora a la policía con exaltaciones y palmoteos de espaldas. Y menos rebajándoles los sueldos, como a la mayoría de la población. Se le ha hecho el “verso” de que ahora el ministro los defiende, con frases altisonantes del tipo de “yo soy el primer policía”, “defendemos a los nuestros”. O acusaciones que ahondan brechas: “antes soltaban a los delincuentes e iban presos los policías”, y barbaridades por el estilo, que no hacen otra cosa que generar, desde el poder, una confrontación que no se ve desde hace mucho tiempo.
Se busca dar objetividad a actitudes que pueden ser interpretadas subjetivamente, en beneficio de quien utiliza la fuerza, como “la falta de respeto a la policía”, la burla, el desacato. Una acción mínima puede dar lugar a una reacción de fuerza desmedida de quien está habilitado para usarla. No dudamos de que la mayoría de la policía es honesta, y no existe previamente la intención colectiva de actuar fuera de los límites aceptables. Pero en los colectivos puede haber de todo, y como dice el viejo Artigas: “Es muy veleidosa la probidad de los hombres y sólo el freno…”, etc. En cuyos casos es preciosa la garantía que ofrece la Constitución.
Derecho de propiedad por encima del derecho a la vida
Este es otro punto en el que se revela, descarnadamente, la verdadera matriz ideológica de los autores del engendro. Mucho más que en el tema de los “desalojos exprés” (aspectos que, dudamos, tengan efectos masivos), acá se muestra la cara propietarista de los creadores del dislate jurídico estampados en estos artículos de ley. Los espacios de dominio del propietario, donde el derecho a la justicia por mano propia (incluida la pena de muerte) se aplica, ahora, sacralizados por el legislador, se amplían. Hay más libertad para quien tiene poder para matar o herir, y más espacio físico para hacerlo, ante ataques supuestos o reales.
El verdadero respeto a las fuerzas del orden
Entre líneas de estos artículos de la LUC, hay una acusación a la ciudadanía (o a una gran parte de ella) de estar predispuesta a la animadversión contra la autoridad policial, al desprecio a su accionar o a su mera presencia. Ese fue el discurso permanente del anterior y fallecido ministro del Interior, aumentado con el actual. Detrás de esos discursos grandilocuentes, no hay un real apoyo a la policía para mejorar su papel, sino un menoscabo de su verdadera capacidad de servicio eficiente a la población.
Recordemos que, luego de salir de zonas oscuras de la consideración en la ciudadanía, las encuestas revelaron un importante aumento de la confianza en la policía durante los gobiernos del FA. Y eso no se logra sólo con decretos que incrementan sus potestades represivas y liberan sus manos para facilitar abusos policiales. Ni con zalamerías que suenan a hipocresía.
Las fuerzas del orden uruguayas no merecen ser tratadas de este modo, no necesitan de este tipo de “ayuda” que esconde, en el fondo, una enorme falta de respeto. Necesitan mejores sueldos, más capacitación para mejorar su eficiencia y mejores pertrechos para desarrollar sus tareas.
La tarea principal, en estos pocos días que faltan para el referéndum, será la de persuadir a quienes dudan de que el mecanismo elegido para solucionar los problemas empeora los problemas que procuran solucionar.
Carlos Pérez es militante de izquierda y fue periodista.