Más de la mitad de nuestro cuerpo es de agua. El agua es fundamental para la vida y su valor histórico, cultural y social está consagrado en la Constitución de la República. En este 22 de marzo, Día Mundial del Agua, proponemos algunos temas para la reflexión sobre su situación en Uruguay. Si bien la sequía que asola al país es importante y sus impactos sociales y ambientales son numerosos, en esta nota nos referiremos a otras sequías que, por la vía de los hechos, comprometen la cantidad y la buena calidad del agua, de la que los uruguayos y las uruguayas solíamos jactarnos.
Las sequías a las que nos referimos son las relacionadas con la situación de extracción y contaminación de las aguas, cuyos efectos a diferentes niveles tienen un origen común: el modelo de producción agroindustrial y agrícola-ganadero, impulsados en las últimas décadas desde los distintos gobiernos. En medio de la sequía, con decretos de OSE de restricciones al uso del agua potable, el presidente Luis Lacalle Pou en la inauguración de la 26ª edición de la Expoactiva de Soriano elogió las políticas forestales y sus plantaciones altamente demandantes de agua, y agregó que Uruguay tiene que aumentar el uso del agua para regar plantaciones de cultivos agrointensivos (por ejemplo, de soja transgénica).
En las últimas dos décadas en el río Uruguay se han cerrado plantas potabilizadoras de OSE como consecuencia de las floraciones de cianobacterias tóxicas, inducidas por el ingreso de fertilizantes desde zonas agrícolas. En otras zonas los aportes de efluentes de la ganadería intensiva generan problemáticas similares. La mala calidad del agua provoca un aumento de los costos de potabilización o la imposibilidad de alcanzar los estándares de calidad mínimos exigidos por la legislación.
En otros ecosistemas acuáticos los costos incrementales que asume la OSE por la mala calidad del agua disponible son millonarios (por ejemplo, en compra de agentes precipitantes y coagulantes, carbón activado, cloro). Asimismo, en varios sistemas acuáticos, algunos de ellos destinados a la potabilización, la concentración de pesticidas en el agua y en los peces es alarmante y refleja un problema menos visible a simple vista que el de las floraciones, pero de enorme gravedad. Ambos procesos son causados por el uso masivo de “insumos” necesarios para sostener este tipo de producción, y en este tema la evidencia científica es abrumadora.
Las floraciones tienen consecuencias tóxicas para los seres humanos e impiden el uso recreativo de gran parte de las playas de Uruguay, excluyendo a los usuarios de estos espacios e impactando en la industria del turismo. Dicha exclusión es claramente selectiva y afecta fundamentalmente a los sectores de menores recursos, que no pueden costear alternativas y deben renunciar al uso de esos espacios tradicionales de disfrute y encuentro o exponerse sistemáticamente a riesgos sanitarios. En este sentido, existen casos confirmados y registrados de intoxicaciones agudas por recreación en Uruguay, emblemáticos a nivel internacional. Considerando el efecto de las floraciones, se encienden varias alarmas sobre el estado de nuestros cuerpos de agua.
Como sociedad, no podemos darnos el lujo de perder un bien tan valioso e imprescindible como el agua y debemos incluir en los balances los impactos positivos y negativos de las actividades que se desarrollan.
Estas “sequías” son fruto de un modelo de desarrollo que genera numerosos impactos a los ecosistemas y, por lo tanto, a la salud humana. La sociedad tiene el derecho y la responsabilidad de participar en la toma de decisiones sobre su futuro, de manera informada y vinculante. Las soluciones que se plantean para mejorar el escenario del abastecimiento de agua potable apelan al uso de tecnologías y a la elección de fuentes de agua alternativas, que se propagandean como inagotables, pero que a nuestro modo de ver nos adentran aún más en un callejón sin salida. En particular, se plantean emprendimientos en zonas del estuario del Río de la Plata donde los problemas de floraciones son recurrentes (como la zona de Arazatí), catalogadas como de baja concentración de oxígeno (hipoxia) y cuya expansión podría llevar a la generación de “zonas muertas”. Además, se registran en esa zona aumentos estivales de salinidad (principalmente en verano) que dificultan o imposibilitan la potabilización y que requieren grandes cantidades de energía.
En este escenario queremos recordar que conocemos alternativas que se basan en una lógica diferente, no extractivista, no predatoria, que minimizan los impactos ambientales y que permiten un desarrollo justo y equitativo, aportando además a la soberanía alimentaria. Debemos plantearnos si otras formas de producción son posibles, preguntarnos quiénes son los beneficiados con las formas actuales, cuánto perduran en el tiempo las prácticas productivas y cuáles son sus consecuencias. Como sociedad, no podemos darnos el lujo de perder un bien tan valioso e imprescindible como el agua y debemos incluir en los balances los impactos positivos y negativos de las actividades que se desarrollan. Recuperar el funcionamiento natural y un estado generalizado de calidad del agua saludable en Uruguay es posible y debería ser un faro guía común.
Carla Kruk, Claudia Piccini y Ángel Segura son investigadores del Departamento de Microbiología del Instituto de Investigaciones Biológicas Clemente Estable y de Modelización Estadística de Datos e Inteligencia Artificial del Centro Universitario Regional del Este de la Universidad de la República. Carla Kruk es además investigadora del Instituto de Ecología y Ciencias Ambientales de la Facultad de Ciencias, Universidad de la República, al igual que Guillermo Chalar.