Hay un viejo chiste en el que alguien pregunta: ¿cuántos elefantes entran en un Volkswagen? Su recuerdo vino a mi memoria al reflexionar sobre la situación de los y las maestras, y cómo en ellos se concentran una diversidad de expectativas sociales que desbordan ampliamente las posibilidades de ser contenidas en una persona concreta que ejerza dicha función.

Tan disparatado como meter elefantes en un Volkswagen es pretender que una sola persona pueda hacerse cargo de tantas demandas como las que reciben quienes ejercen el magisterio. Me referiré especialmente a las maestras, en femenino, ya que son la inmensa mayoría.

Las expectativas que convergen en torno a la maestra tienen que ver con una construcción social que atribuye idealmente a la escuela un rol casi omnipotente, capaz de satisfacer múltiples necesidades de alumnos, padres, vecinos, gobernantes, políticos, docentes, directores, inspectores, administradores, investigadores. La distancia entre la imagen idealizada y la concreta lleva a la frustración, y con ella, aparecen también sentimientos de impotencia que obstaculizan la tarea pedagógica y la formulación de nuevas propuestas educativas.

Omnipotencia e impotencia que se encarnan fundamentalmente en quienes cumplen la tarea docente, responsables diariamente del proceso educativo de niños y niñas a su cargo.

¿Cuáles son las demandas, las imágenes, las figuras que recaen sobre ellas?

Una primera es la de ser maestra “madre”, que es sostenida en todos los niveles de la sociedad. La escuela recibe a niños y niñas, y en cierto modo se ve exigida a prolongar los cuidados y las enseñanzas que le brindan (o deberían brindarle) en su hogar. Este rol socialmente asignado considera a la escuela como un “segundo hogar”, donde “debe reinar un clima de familia”, y donde la maestra debería actuar como “una segunda madre”. Se espera que cuide de la salud, la higiene, el lenguaje, la alimentación, la vestimenta, el carácter, los sentimientos, los límites de quienes están en su clase.

Una segunda es la de maestra “enseñadora”, ya que se espera que la escuela enseñe hábitos, conductas, lenguaje, experiencias, conocimientos que los niños y niñas deben aprender, y lo demostrarán en sus comportamientos y en las páginas de sus cuadernos. La maestra tiene que desplegar sus capacidades para enseñar, transmitiendo conductas y conocimientos que deben ser retenidos, recordados, imitados, guardados en algún lugar. Por algo está en un centro de enseñanza.

Una tercera es la maestra “consejera”. Niños y niñas, madres, a veces padres u otros familiares, buscan un otro o una otra que pueda escucharlos, entenderlos, con quienes compartir sus quejas y sufrimientos, y recibir orientación y apoyo para resolver algunos de sus problemas vitales. Y si se trata de maestras que trabajan en escuelas de sectores populares, o en condiciones de pobreza (hoy llamadas “de contexto”, como si fuera posible pensar una escuela fuera del contexto económico y social en el que está inserta), probablemente allí serán mayores las demandas que tanto tienen que ver con problemas de pareja, o de violencia, o de no saber qué hacer con sus hijos, o de necesitar vivienda, trabajo, ayuda para ir al hospital. Se espera de la maestra un apoyo psicológico y social, que sea consejera sobre qué hacer, cómo solucionar lo que les preocupa.

Una cuarta es la maestra “profesional”. Es una persona que necesita seguirse formando, estudiar, tener espacios de análisis e intercambio sobre lo que se da en el quehacer educativo, de modo de desarrollarse profesionalmente, actualizarse, innovar. Por lo tanto, su tarea no puede limitarse al aula, a la preparación de las clases o a la corrección de los deberes. En un mundo en permanente cambio, las necesidades de renovación, innovación, formación también serán permanentes.

Una quinta demanda es la de ser una maestra “burócrata”. Tiene que planificar, tener al día las libretas, los cuadernos, las notas, el programa, cumpliendo con una carga administrativa, para que todo quede registrado, y su trabajo sea debidamente controlado, informado, evaluado.

Una sexta es la maestra “promotora”. La escuela es una institución inserta en una comunidad que precisa de la participación activa de las diversas organizaciones para encarar colectivamente la solución de sus problemas. En este marco, las maestras, junto a la dirección, deben ocuparse de apoyar y fomentar la organización de madres y padres en torno al centro (comisión fomento), estar presentes en espacios de coordinación, apoyar iniciativas para mejorar la calidad de vida y la situación del barrio. Frecuentemente estarán organizando fiestas, kermeses, actividades culturales, y buscando recaudar fondos de apoyo para los paseos o los arreglos edilicios.

Por último, señalar que es una maestra “asalariada”. Es una trabajadora, integrante de un gremio con sus reivindicaciones, sus plataformas, sus luchas. En tanto parte de un gremio, necesita tiempo para reunirse, participar en actividades, movilizaciones, en vistas a mejorar sus condiciones de trabajo y aportar a los cambios en el sistema educativo.

En síntesis, segunda madre, enseñadora, consejera, profesional, burócrata, promotora, asalariada, son algunas de las demandas más relevantes que recaen sobre una persona, sobre cada una de quienes trabajan en este rol, varios miles en todo el país.

La escuela, la maestra, el maestro, no pueden ser analizados solamente desde su individualidad, sino que estarán atravesados, influenciados, condicionados por los niveles grupales, institucionales, políticos y sociales.

Mujer, madre, educadora

Los aportes del feminismo han permitido desentrañar una serie de fenómenos concebidos generalmente como “naturales” para verlos como construcciones sociales impregnadas de la cultura, que tienden a reproducir determinados modelos respecto a qué y cómo ser varón o mujer. Si bien esta naturalidad está cada vez más cuestionada y en proceso de cambio, siguen recayendo sobre las mujeres las principales tareas de los cuidados, tanto en lo doméstico como en lo social.

La formación de las mujeres desde la infancia tiene una fuerte orientación a su “ser para otros”. Su existencia se apoyaba en ser “la mujer de...” o “la madre de...”, destacándose así sus roles como esposa y madre. Sus deseos, inquietudes, aspiraciones, quedaban subordinadas al buen cumplimiento de esos roles, y cuando intenta ocuparse de sí misma, hacer su propio camino, transgredir los mandatos sociales, tendrá que cargar con la culpabilidad, y quizás la condena social por priorizar su carrera profesional, ser dirigente sindical, cumplir un rol político destacado, o bien ocupar un lugar jerárquico en alguna organización.

Desde la perspectiva dominante, la condición de mujer va junto con la de madre, y por lo tanto, tendrá “naturalmente” las condiciones para ser educadora. Así como nadie mejor que la madre para atender a sus hijos, nada mejor que una maestra para ocuparse de los niños y niñas. Ella estará dotada de las aptitudes necesarias más allá de su formación específica. Se supone que tendrá la capacidad de brindar apoyo incondicional, de cuidado y atención, de estímulo y afecto, de formación de hábitos y valores. Y si es soltera, o no tiene hijos, la escuela le brindará la oportunidad de canalizar su “maternidad innata”.

Estos condicionamientos de género también operan sobre los varones que quieren ser maestros. Si bien desde el punto de vista educativo es muy importante que niños y niñas puedan participar de los aprendizajes junto a maestras y maestros, no faltará quien desconfíe y piense: ¿qué “problema” tendrá para elegir algo así? ¿será poco inteligente para estudiar una profesión? ¿será de dudosa virilidad? ¿podrá abusar de mi hijo? Pero además, se sentirán exigidos a destacarse en la dirección gremial, en la dirección de las escuelas, o en cargos públicos a los que puedan acceder. No deja de sorprenderme la relación entre el bajo porcentaje de maestros varones y el número proporcionalmente alto de quienes llegan a cargos de responsabilidad en el sistema educativo.

Otro aspecto a considerar es el económico. Si la docencia está mal remunerada, y el varón debe ser el principal proveedor, el magisterio será para mujeres que “ayuden con su sueldito”.

La perspectiva de género habilita una nueva óptica de comprensión de los múltiples factores que inciden en las relaciones entre los actores implicados. Si se dejan de considerar “naturales” ciertas opciones, es posible avanzar en una visión más profesional y menos maternal de la maestra, habilitar una mayor presencia de los varones en el rol, reconocer una diversidad de motivaciones y modalidades entre quienes cumplen esta función. Al mismo tiempo, se pueden identificar con mayor precisión los condicionamientos ideológicos y culturales que presionan sobre el sistema, más allá de las personas.

Me parece de particular importancia dejar de ver a la escuela como un “segundo hogar”, y deberían erradicarse los sentimientos de propiedad cuando se habla de que “este es mi grupo”, o “mirá lo que me hizo”, o “ayer me faltó a clase”.

Familias y docentes colaboran y a la vez compiten; hay celos y rivalidades que atraviesan las relaciones, y esto es fruto, entre otras cosas, de esa confusión entre la escuela y la familia, y los juicios que se realizan mutuamente, valorizando o desvalorizando a las maestras o a las familias.

La institución educativa

La educación es una institución de la sociedad, que abarca un conjunto de creencias, ideologías, conceptos, normas, valores dominantes en un momento determinado, a la vez que expresa movimientos instituyentes que cuestionan y transforman lo instituido. Por lo tanto, nada puede ser visto y analizado como estático, sino que hay múltiples movimientos simultáneos de conservación y transformación.

Los procesos de enseñanza-aprendizaje se dan en todas partes; sin embargo, hace unos pocos siglos que se institucionalizaron y se formalizaron en un sistema educativo que acompaña el crecimiento de las personas a través de las escuelas, los centros de secundaria, la formación terciaria y universitaria.

Este sistema reproduce las relaciones de poder y las desigualdades sociales, pero a la vez aporta los conocimientos, las experiencias, las grupalidades necesarias para que se produzcan las transformaciones que mueven a las organizaciones y a la sociedad.

Por lo tanto, la escuela, la maestra, el maestro, no pueden ser analizados solamente desde su individualidad, sino que estarán atravesados, influenciados, condicionados por los niveles grupales, institucionales, políticos y sociales. A la vez, son los individuos, las personas concretas quienes sufren, y también las que se gratifican y las que producen lo novedoso, junto con otros.

Es necesario que se transgredan ciertos mandatos para superar condicionamientos que ubican paradójicamente al docente en una profesión poco valorada como tal y a la vez idealizada por su función social. Ser maestro o maestra es estar en el centro y en la marginalidad, es tenerlo todo y no tener nada, la gratificación y la frustración, lo sublime y lo desvalorizado.

En la medida en que su rol se vea dinámicamente como parte de un conjunto más amplio en el que se producen múltiples interacciones, condicionamientos y creaciones, será posible ajustar el nivel de expectativas, e integrar en esos procesos lo que ocurre en las familias, en el barrio, en la ciudad, en el país. Y en estos tiempos, particularmente, lo que se produce y reproduce en las redes sociales, cada vez más presentes en lo cotidiano de niños y niñas.

Lo educativo es una de las claves de nuestra vida, y serán tanto más ricos los aprendizajes cuanto más se den en procesos colectivos, integradores de las diferencias, provocadores de las transformaciones.

Siempre recuerdo una de las enseñanzas del “maestro” Paulo Freire: “Nadie educa a nadie, nadie se educa a sí mismo; los hombres se educan entre sí con la mediación del mundo”.

Jorge Ferrando es psicólogo. Este artículo se basa en el publicado en 1995 en la revista Quehacer Educativo de la Federación Uruguaya de Magisterio-Trabajadores de Educación Primaria (FUM-TEP) y mantiene buena parte de su redacción original.