Durante años apelé a la historia de la película Un horizonte muy lejano para ilustrar lo extraordinario que podía resultarle a un jornalero europeo del siglo XIX la idea de que existiera un lugar en el mundo donde la tierra era tan abundante que no tenía dueño. O que si lo tenía –y me refiero, claro está, a personas con título de propiedad, como Dios manda, no a “pieles rojas” que la reclamaran como el hogar de sus ancestros, porque a esos se los podía echar a balazos– era tan barata que un asalariado podía acumular lo necesario para comprarla. Un país de las maravillas, donde un trabajador no sólo podía generar un ingreso más alto que en su Europa natal, sino –tanto o más importante– tomar las riendas de su vida, ganar su libertad; nunca volver a sufrir las humillaciones que le infligía su patrón, aprovechando la debilidad estructural que el capitalismo impone a la mayoría de hombres y mujeres: la necesidad de vender la fuerza de trabajo para sobrevivir. Alguien que podía explotarlos con la tranquilidad de saber que vivía y seguiría viviendo del sudor de su frente –la de sus asalariados, claro– mientras el cura, el maestro y el policía les explicaban que debían estar agradecidos. Que eran ellos los que vivían de la gracia de su empleador, un ángel de la guarda que, en toda su magnanimidad y mediante el ejercicio de su derecho de propiedad sobre la fábrica o la tierra, “creaba” y “daba” trabajo.

Es difícil de creer, pero así era (¿era?). Y, por eso, la historia de amor entre Tom Cruise y Nicole Kidman –o más bien entre los personajes que representaban– nos permite entrar en atmósfera para comprender el suceso fundamental de nuestra construcción nacional. Porque nada ha impactado tanto en nuestra historia, formado nuestro pasado y moldeado nuestro presente como nuestra condición de frontera.

Como frontera se formó nuestra economía durante la expansión de la economía atlántica, a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, condición que se profundizó durante el siglo XIX y llegó a su fin con el rugir de los cañones en agosto de 1914.

Fue esa estancia con vista al mar lo que dio base material a la Suiza de América. Y fue el agotamiento de la frontera, inevitable –porque todo cambia–, lo que abrió, lentamente primero y aceleradamente después, el proceso de rezago económico y latinoamericanización en materia de desigualdad al que aludimos en la columna anterior. Por ello, y aun a riesgo de simplificar en exceso, podría decirse que ser y dejar de ser frontera es el rasgo que se encuentra detrás de los tres hechos estilizados más destacados de nuestra historia económica.

Primero, un nivel de ingreso per cápita comparativamente elevado, lo que se expresó –ya desde el siglo XVIII– en salarios altos. Este hecho posibilitó, desde finales del siglo XIX, la construcción de un Estado potente y capaz, desde principios del siglo XX, de asumir un rol creciente en materia de protección social.

Segundo, una baja tasa de crecimiento económico por habitante en el largo plazo, porque si la expansión de la producción fue grande en el siglo XIX, lo fue de la mano de la inmigración. Desde que tenemos forma de medirlo, lo que observamos es que el producto por habitante –eso que en última instancia permite financiar la mejora en las condiciones de vida– creció lentamente,1 acortando progresivamente las diferencias entre nuestro nivel de ingreso y el resto de los países latinoamericanos, al tiempo que las ampliaba respecto a los más ricos.

Y, en tercer lugar, una sociedad relativamente igualitaria mientras la condición de frontera estuvo vigente, pero que se ha hecho cada vez más desigual andando el tiempo. En síntesis, y como vimos en la columna anterior, un país que, si parecía Suiza, se fue revelando como ese “balcón al frente de un inquilinato en ruinas” del que hablaba Alfredo Zitarrosa.

Aun a riesgo de simplificar en exceso, podría decirse que ser y dejar de ser frontera es el rasgo que se encuentra detrás de los tres hechos estilizados más destacados de nuestra historia económica.

Como en el lejano Oeste norteamericano, habitar una frontera supone ocupar un lugar de “mucha tierra y poca gente”, como lo caracterizaron Jorge Gelman y Juan Carlos Garavaglia.2 Si el contexto económico y político atlántico anterior a 1760 hacía de esta una “tierra sin ningún provecho”, el impacto de lo que Eric Hobsbawm llamó la “doble revolución” –la institucional, marcada por la ilustración y las revoluciones norteamericana y francesa, y la tecnológica, abierta por la revolución industrial– la cambió para siempre e hizo de este rincón del mundo, más que la Suiza de América, el Qatar del siglo XIX.

La abundancia de recursos naturales por habitante garantizó un elevado nivel de ingreso desde antes que se formara nuestra república. Y eso mismo, y como muestra la película, hacía de esta una tierra atractiva para los habitantes de las regiones periféricas de Europa, lugares como Irlanda, Italia o España, donde se observaba lo contrario. Todo gracias a que los cambios tecnológicos que en materia de transporte y conservación de alimentos se produjeron en el siglo XIX hicieron posible poner en la mesa europea productos que se elaboraban aquí a un costo muy inferior como consecuencia de la fertilidad y la abundancia de la tierra.

El problema es que se trató de un crecimiento económico fundamentalmente extensivo, posible principalmente por el uso de recursos naturales antes subutilizados, y en mucho menor medida por un aumento de la productividad derivada de cambios institucionales o tecnológicos. Por eso, si bien hubo un crecimiento económico explosivo, fue de la mano de la inmigración. Crecimiento económico hubo mucho, crecimiento por habitante, muy poco: entre 1870 y 1913 apenas del 0,6% anual. Y, como sintetizaron José Pedro Barrán y Benjamín Nahum en El Uruguay del 900, cuando la tierra ya no fue abundante ni la gente poca, en algún momento entre 1860 y 1890 “el vacío demográfico se convirtió en lleno” y “el Uruguay dejó de ser un paraíso para los extranjeros”.

El agotamiento de la frontera tomó por sorpresa a los contemporáneos, que se desayunaron de la nueva realidad cuando se conocieron los datos del censo de población de 1908. Dicen Barrán y Nahum en el citado libro: “La suma exacta de los boletines, [...] dio 1.042.686 habitantes. La cifra cayó como un balde de agua fría sobre los uruguayos y su gobierno. Dijo el oficialismo batllista desde El Día: ‘Los datos del censo nacional [...] demuestran que nuestro territorio está despoblado, desierto’. Confirmó un diario de oposición, El Siglo, en 1910: ‘El último censo ha sido una ingrata revelación’. [También] el Ministro de Su Majestad Británica informó en 1909 sobre la desilusión del elenco gubernamental y el orgullo nacional ofendido por la mezquindad del resultado: ‘En círculos oficiales se esperaba confiadamente que el censo actual mostrara una población mucho mayor. [...] Las revelaciones hechas por el censo sobre el lento crecimiento de la población de la República fueron muy desagradables para la ‘facción’ o ‘clique’ dirigente, que trató de dilatar las cifras’”.3

La frontera ya no existía. Lo que su partida nos dejó fue un país rico e igualitario, pero con una economía poco dinámica. Y, como resultado, nos hemos hecho cada vez menos ricos y más desiguales. ¿Tengo que volver a decirlo? Por las dudas lo hago: cada vez menos Suiza, cada vez más Latinoamérica.

Javier Rodríguez Weber es doctor en Historia Económica por la Universidad de la República. Esta es la tercera de una serie de columnas sobre por qué para construir una república se requiere bienestar e igualdad, para tener bienestar e igualdad se requiere crecimiento económico y para que haya crecimiento económico se requiere construir una república.


  1. Entre 1870 y 2018, la tasa de crecimiento de Uruguay fue de 1,2% acumulativo anual, la de Chile 1,7% y la de Italia 1,8%. Esas diferencias son mucho más importantes de lo que parecen: en ese período, el ingreso por habitante de nuestro país pasó de ser el doble en 1870 a 10% inferior en comparación con Chile, y del 60% superior al 40% inferior en comparación con Italia. 

  2. Destacados historiadores argentinos, desaparecidos ambos en años recientes, y que tanto aportaron, sobre todo el primero, al conocimiento de nuestra historia económica. 

  3. En “El Uruguay del 900”, p. 37.