En medio de una crisis en muchos niveles, Israel marcha hacia nuevas elecciones parlamentarias, fijadas para el 23 de marzo.
Estos comicios serán los cuartos que se lleven a cabo en menos de dos años y apenas un año después de las elecciones anteriores. Incapaz de definir durante las tres elecciones pasadas entre dos campos polarizados a favor y en contra del veterano primer ministro Benjamin Netanyahu, de 71 años de edad, el electorado israelí será convocado por cuarta vez a pronunciarse ante una todavía imprevisible oferta electoral.
La crisis que se vive en Israel es múltiple. A la pandemia de coronavirus y sus efectos en la salud de la población –en el país son más de 3.000 los fallecidos por covid– y el impacto económico de los cierres y los efectos del distanciamiento social y la crisis internacional, se suma el hecho increíble de que desde hace dos años el Estado de Israel se rige sin un presupuesto debidamente aprobado por el parlamento.
Es precisamente este hecho el desencadenante de las nuevas elecciones adelantadas, ya que la legislación israelí que permitió postergar la aprobación del presupuesto de 2020, mientras regía un gobierno de transición, impone límites temporales a un gobierno constituido por una coalición con mayoría parlamentaria como el actual, gobierno en el que coexisten sectores del Likud y los partidos religiosos ortodoxos con la mitad del otrora desafiante sector contrario a Netanyahu, el partido Azul y Blanco liderado por el general Benny Gantz.
Esta semana, en la noche entre el martes y el miércoles, al no haber aprobado el presupuesto de 2020 y por lo tanto no poder iniciar el debate sobre el de 2021, la Knesset (el parlamento israelí) quedó automáticamente disuelta y las elecciones fueron fijadas para llevarse a cabo tres meses después.
Netanyahu venía torpedeando la aprobación del presupuesto, ya que esa ‒una crisis gubernamental en torno al presupuesto‒ era su única salida de emergencia para no cumplir el acuerdo de coalición con Gantz, que implicaba entregarle el cargo de primer ministro en noviembre de 2021.
El balagán (relajo) israelí que describimos hace unos meses sólo se ha complicado desde entonces. A las constantes escisiones y divisiones de los partidos opositores a Netanyahu se ha sumado una nueva en el seno del Likud. Gideon Sa’ar, ex ministro de educación y un personaje político netamente derechista, con estrechos vínculos con influyentes medios de comunicación (su esposa es una de las principales comunicadoras de noticias en la televisión pública), que ya había desafiado a Netanyahu en las internas del Likud hace un año, obteniendo entonces 27% de los inscriptos a ese partido, anunció la semana pasada su desvinculación y la creación de Nueva Esperanza, un sector de derecha laica, nacionalista favorable a la colonización de los territorios militarmente ocupados, proclive a garantizar la supremacía judía en Israel y liberal desde el punto de vista económico.
Las encuestas, sorprendentemente, le otorgan la posible preferencia no sólo de votantes de derecha, hartos por el impasse provocado por la situación judicial y política de Netanyahu, sino también muchos posibles votos del centro, desilusionados por la torpeza política del general Gantz, y que ahora parecen consideran a Sa’ar realmente “la nueva esperanza” para destronar a Netanyahu y supuestamente garantizar que sea debidamente juzgado por sus actos de corrupción. Este último se dirige hacia una nueva batalla de supervivencia en la que se juega no solo su cargo político sino su futura libertad.
El dilema es que el peso principal de los cierres de actividades recae sobre sectores muy específicos ‒pequeños y medianos comerciantes, trabajadores independientes, de la cultura, los asalariados no organizados y los que ni siquiera están regularizados‒ que no han sido suficientemente indemnizados, ni lo serán por parte del gobierno.
La realidad israelí es siempre muy contradictoria. Precisamente esta semana fue iniciada con bombos y platillos, por un Netanyahu sonriente que se vacunaba ante las cámaras televisivas, una campaña de vacunación contra el coronavirus, para la cual se les pagó mucho dinero a los laboratorios Pfizer y Moderna, asegurando la pronta llegada masiva de los dos inmunizantes elaborados por estas empresas. Pero de la euforia por ser uno de los primeros países del mundo en comenzar la vacunación, se pasó rápidamente a la preocupación ante el número de contagios, que está nuevamente en aumento y que probablemente determinará un nuevo cierre de la actividad económica israelí en las próximas semanas, el tercero desde el inicio de la pandemia. Es que se estima que la vacuna, si realmente tiene la eficiencia que se anuncia y no presenta complicaciones, recién podrá ser aplicada a entre 60% y 70% de la población ‒lo necesario para obtener inmunidad de rebaño‒ alrededor de abril, y hasta entonces la pandemia puede ser muy dura. Y el dilema es que el peso principal de los cierres de actividades recae sobre sectores muy específicos ‒pequeños y medianos comerciantes, trabajadores independientes, de la cultura, los asalariados no organizados y los que ni siquiera están regularizados‒ que no han sido suficientemente indemnizados, ni lo serán por parte del gobierno. Sus reclamos no son considerados, tanto por la fuerza de otros sectores que compiten con ellos y tienen más acceso al poder político ‒las cadenas de supermercados, las empresas militares, las empresas de altas tecnologías, las empresas de construcción, proveedores de ciertos servicios y productos, el lobby de los colonos en los territorios ocupados, los trabajadores del Estado, los trabajadores en sectores que tienen aún estabilidad laboral consagrada‒ como por las dificultades que implica el funcionamiento del Estado sin un presupuesto aprobado, disminuyendo probablemente los servicios públicos.
Uno de los problemas políticos de Netanyahu es que entre los afectados por la crisis económica y por el manejo errático de la pandemia y sus consecuencias se encuentran importantes sectores de lo que podemos denominar la nueva burguesía y la pequeña burguesía popular, o sea, sectores que durante las recientes décadas se alzaron económicamente con la expansión de actividades, muy identificados con Netanyahu y el Likud, con una memoria histórica de haber sido postergados y étnicamente discriminados por el viejo establishment laborista. La gran pregunta es el grado de desgaste electoral que sufrirá Netanyahu en ese sector de la ciudadanía que constituye el núcleo duro de sus adherentes. Hacia ellos se dirigirá en la campaña para mantener su base electoral y tratar de bloquear a las fuerzas que tratan de reemplazarlo y que representan por izquierda, por centro y por derecha a las viejas “elites culturales”, que incluyen a gran parte de los altos oficiales del ejército, a los altos funcionarios estatales, a la inmensa mayoría del mundo universitario y de la prensa. Estos sectores son muy diversos entre sí, pero están horrorizados tanto por la corrupción como por el “populismo” de Netanyahu, tanto en sus manifestaciones retóricas como prácticas, por su necesidad por sobrevivir políticamente y por el grupo de políticos del Likud mayoritariamente de origen sefaradí y mizrahi (descendientes de las comunidades judías de Medio Oriente), muchos de ellos nuevos ricos o de origen popular ascendente, que se comportan y expresan por fuera de los protocolos de los considerados buenos modales públicos.
Netanyahu, otrora un neoliberal al pie de la letra, ha implementado en este período de crisis aguda medidas de neto corte populista, que desconcertaron y provocaron la renuncia de casi toda la cúpula de funcionarios del Ministerio de Finanzas, personas formadas en la doctrina del neoliberalismo más puro. Ya en los últimos años las necesidades de subvencionar a sus aliados religiosos ultraortodoxos le generaron roces con los economistas neoliberales, pero ahora la distancia se nota más que nunca, y el Netanyahu actual, con sus bruscos giros de timón, sus movimientos de supervivencia, sus gestos compensadores para conservar votantes y su personalismo, se parece sorprendentemente a lo que fueron algunos momentos y versiones del fujimorismo y otros fenómenos de populismo derechistas. Nadie sabe qué nueva aventura o iniciativa dramática ‒bélica o pacífica‒ puede emprender ahora un Netanyahu que se encuentra más acorralado que nunca y que en plena campaña electoral deber presentarse frecuentemente en el juzgado por las acusaciones que pesan contra él por fraude y coimas. Supuestamente, la presencia en el gabinete de transición de Gantz y los aún ministros de Azul y Blanco puede limitar sus márgenes de maniobra.
Saltando de la euforia de las vacunas al cierre de actividades, de demostraciones de eficacia a la inoperancia y en medio de una política cuyo principio divisorio poco tiene que ver con ideologías y proyectos políticos y mucho con la polarización en torno a Netanyahu y con los irresueltos conflictos socioculturales y tribales, los próximos meses en Israel prometen ser, sin duda, tan peligrosos como entretenidos. Tomando en cuenta que la colonización israelí en los territorios palestinos militarmente ocupados persiste, al igual que las penurias cotidianas de la mayoría de los palestinos, nunca se puede descartar una escalada espontánea o provocada en las hostilidades, siempre con altos precios humanos y con incalculables consecuencias políticas.
Gerardo Leibner, desde Tel Aviv.