Montevideo puede hoy considerarse una zona privilegiada en materia de acceso al agua potable en comparación con otros lugares del mundo. Pero en el siglo XVIII, sus primeros pobladores sufrían la falta de agua en una localidad sin arroyos caudalosos y con escasas fuentes en las cercanías, recuerda Danilo Ríos –ingeniero civil, docente y funcionario de OSE desde 1989– en su libro Agua potable: historia y sensibilidad (Civiles iletrados, 2018).
El 14 de marzo de 1799, y tras largos días de sequía, el Cabildo instó a los montevideanos a rezar para que lloviera. “[...] llenos de firme esperanza, sin embargo de nuestra miseria, impetrando por la mediación de los Santos Patronos de su inagotable piedad la lluvia de que tanto se necesita y que por su falta nos tiene en la mayor consternación; en cuya virtud disponemos se celebren misas de rogación con presencia del Santísimo Sacramento por nueve días”, dispusieron las autoridades de la época.
El recorrido histórico de la obra de Ríos comienza con la fundación de Montevideo y se focaliza en el abastecimiento de agua potable a la capital del país hasta fines del siglo XIX. En particular, hace hincapié en la figura de los aguateros, que llegaron a adquirir una relevancia tal que incidieron en las políticas públicas de los nacientes gobiernos. Extraían agua del subsuelo, la trasladaban en carros tirados por bueyes y se anunciaban en busca de clientes. Su posición monopólica les permitía subir desmesuradamente los precios en tiempos de sequía, lo que motivaba intervenciones puntuales y tímidas del Cabildo.
A fines del siglo XVIII, la mayoría de las casas tenían aljibe propio y algunas contaban con cisternas: una construcción subterránea para almacenar agua de lluvia. En esa época ingresaron al Cabildo dos iniciativas privadas para monopolizar el abasto de agua potable, que no tuvieron éxito, entre otros motivos, por la presión que ejercieron los aguateros. Estos personajes del Montevideo colonial también se opusieron al primer proyecto para que el Estado asumiera la prestación del servicio de agua potable en forma directa, que consistía en transportar agua desde Buceo. La iniciativa, diseñada por el maestro mayor de Obras de la gobernación, nunca llegó a concretarse.
Saneados pero no abastecidos
A mediados del siglo XIX, Montevideo se convirtió en la primera ciudad latinoamericana en contar con un sistema de saneamiento, sin tener aún un sistema de abastecimiento de agua potable. A raíz de la preocupación creciente de la población por la higiene, el empresario Juan José Arteaga, propietario de la Empresa de Caños Maestros, entregó al gobierno una propuesta para instalar un conjunto de cañerías en la vía pública para evacuar el agua residual de origen doméstico o pluvial. Hasta ese momento, las aguas residuales eran transportadas por los esclavos y luego por los negros libertos en barriles hacia las costas del Río de la Plata.
Las obras de Arteaga generaron descontento en la población. Las aguas residuales se estancaban en los caños y el olor se sentía en las calles y en las casas. Y cuando la lluvia desplazaba los residuos acumulados, estos se depositaban en grandes volúmenes en las costas. Algunos años después, con la llegada del agua corriente y la colocación de sifones e inodoros en los baños, disminuyó la intensidad del olor.
Arteaga también tuvo la idea de colocar orinaderos públicos que conectaran con los caños maestros, ya que la población tenía la costumbre de orinar en la vía pública, y en particular, en los muros y paredes de las viviendas. “Teniendo nuestro proyecto por objeto la higiene y el aseo de las calles de la ciudad, nosotros hemos debido buscar también el medio de hacer desaparecer también males tan perjudiciales a los trajes de las señoras. En un país como el nuestro, donde la urbanidad se hace un deber el dar el costado de la pared a las señoras, debemos poner todo nuestro cuidado en que ese costado quede tan propio como se desea”, explicaba en su propuesta.
En 1913, el servicio de saneamiento quedó en manos de la Junta Económico Administrativa, que luego se convirtió en la Intendencia de Montevideo. La empresa de Arteaga construyó 211 kilómetros de colectores que cubren Ciudad Vieja, parte del Centro y barrios cercanos. Son estructuras resistentes, con pisos y paredes de piedra y bóveda de ladrillos, y un gran porcentaje continúa en funcionamiento, señala Ríos en su obra.
En cuanto al abastecimiento de agua potable, las carencias se intensificaron hasta llegar a la gran sequía de 1860 y 1861. Por la ausencia de lluvias, los depósitos públicos y privados mermaron hasta agotarse. “La falta de agua en Montevideo ha llegado a tal extremo que las criaturas anduviesen mendigando con lágrimas en los ojos un vaso de agua para beber”, informaba el diario La Nación el 27 de enero de 1862.
Finalmente, en 1867, el gobierno hizo un llamado a propuestas para dotar a la ciudad de un servicio permanente de abastecimiento de agua potable. Esta vez, la presión de los aguateros no surtió efecto. El gobierno de Venancio Flores seleccionó la propuesta del empresario uruguayo de 31 años Enrique Fynn, que proponía hacer uso del río Santa Lucía. Fynn se asoció con empresarios argentinos y fundó la Empresa de Aguas Corrientes. La toma se ubicó en el Paso de las Piedras, donde hoy se encuentra la Planta Potabilizadora de Aguas Corrientes. Allí se instaló una usina de energía a vapor que bombeaba el agua por medio de una tubería hacia un depósito ubicado en Cuchilla Pereyra, en las proximidades de la ciudad de Las Piedras, para luego trasladar el agua en su estado natural por redes presurizadas a los domicilios montevideanos. El 13 de mayo de 1871, a las 6.50, llegó por primera vez el agua bombeada desde el río Santa Lucía hasta Montevideo. El 18 de julio de 1871 se inauguró oficialmente el servicio con un acto en la plaza Constitución, en el que participó el presidente Lorenzo Batlle. La actividad de los aguateros se fue desplazando hacia los suburbios, y de a poco fue desapareciendo.
En 1879, Fynn vendió la empresa a la compañía inglesa Montevideo Waterworks Co, que explotó el servicio hasta el 1º de febrero de 1950.
Preocupación por la calidad del agua
La construcción histórica del concepto de agua potable está ligada a los sentidos, a lo que puede percibirse: en aquellos tiempos fundacionales, el agua se consideraba bebible si no tenía olor, color ni sabor. Al agua considerada buena se la calificaba de “delgada” y “digestiva”. A la mala se la llamaba “corrupta” y “gruesa”.
En 1730, el Cabildo había ordenado a los vecinos cuidar las fuentes de agua y exhortó a que “de quince en quince días se limpien y alegren los manantiales sin exceptuar ninguno”. Cuando se diseñó el trazado de la muralla que rodearía a la ciudad, en 1741, se acordó abrir dos pozos públicos intramuros: la fuente de San José y la del puerto. La primera estaba ubicada en la intersección de Guaraní y Cerrito, y la segunda en las calles Treinta y Tres e Ituzaingó. Luego se abrió un tercer pozo, denominado Fuente Mayor, en las proximidades de 25 de mayo entre Juncal y Ciudadela. De allí se abastecían los aguateros, que en 1770 se quejaban porque el agua de ese pozo estaba “tejida de pequeños insectos”.
El 12 de enero de 1872, pocos meses después de la inauguración de la Empresa de Aguas Corrientes, el agua de Montevideo amaneció con un gusto salobre. Posteriormente hubo episodios de turbiedad y los reclamos de la población fueron en aumento, hasta que un informe del Estado basado en análisis científicos sobre la calidad del agua laudó el tema en forma favorable para la empresa.
En el verano de 1887 se registró un nuevo problema: por las canillas comenzó a salir agua de color amarillo amarronado, con un sabor desagradable y fuerte olor. Esto generó sorpresa en la población, que no entendía cómo podía ensuciarse el Santa Lucía, si allí no se arrojaban desechos. Ante esta situación, la autoridad sanitaria departamental ordenó que se analizara diariamente el agua y que se publicaran los resultados en los diarios capitalinos. Se medía temperatura, color, número de bacterias y materia orgánica. Se llegó a la conclusión de que entre el pueblo de Santa Lucía y el paraje de Aguas Corrientes, el río Santa Lucía estaba invadido por millones de algas microscópicas que cubrían la superficie del cauce con una fina capa de aspecto verdoso. Las algas que entraban en descomposición generaban una alta concentración de materia orgánica y transmitían al agua un olor fétido. Tras la adopción de medidas y la disminución del número de algas, la situación mejoró. En julio de 1888 se dictó la primera norma de calidad del agua potable, que disponía valores máximos permitidos de materia orgánica y de temperatura.
Si bien la calidad del agua mejoró, Ríos sostiene que la empresa inglesa nunca logró la completa aceptación de los montevideanos, porque “su carácter privado no encajaba con la idiosincracia local”. La población criticaba las altas tarifas y la poca voluntad de la empresa para llegar con el servicio a las zonas carenciadas.
Hasta aquí llega la obra de Ríos, aunque el resto es más conocido: en 1948, el Estado adquirió los activos de la compañía inglesa y en 1952, bajo la presidencia de Andrés Martínez Trueba, Obras Sanitarias del Estado (OSE) asumió el servicio de abastecimiento de agua potable en todo el país.