En la pesca o el turismo, en la producción de energía o de celulosa se multiplicaron los usos del agua a lo largo de los últimos siglos. Ya que cuesta sustituir ese recurso, su cantidad y calidad disminuyen mientras crecen las tensiones entre sus usuarios. De ahí –y del carácter transfronterizo de los recursos hídricos– surge la necesidad de una cooperación no sólo intersectorial sino también supranacional.

Los primeros esfuerzos multilaterales para asegurar el uso sustentable del acuífero Guaraní se remontan a los años 90, pero hubo que esperar hasta 2018 para que el parlamento de Paraguay ratificara el acuerdo sobre el acuífero. Al día de hoy, este país todavía no ha depositado su ratificación, impidiendo así que el tratado entre en vigor. Mientras tanto, en otras partes del mundo, como en África Occidental o en el sureste asiático, ya existen proyectos de cooperación similares, considerados ejemplos por la comunidad internacional.

Según la resolución de 2008 de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) sobre el derecho de los acuíferos transfronterizos, un acuífero es “una formación geológica permeable portadora de agua, situada sobre una capa menos permeable, y el agua contenida en la zona saturada de la formación”. Es decir, una capa subterránea de rocas permeables que contiene, filtra y descarga agua.

Un sistema acuífero, por su parte, consiste en dos o más acuíferos relacionados hidráulicamente. Si el sistema se extiende más allá de las fronteras de un país, se lo denomina transfronterizo. En su resolución, la ONU recomendó a los estados que fomentaran “arreglos bilaterales o regionales para la adecuada gestión de sus acuíferos transfronterizos”. Según la UNESCO, uno de cada cinco acuíferos es sobreexplotado en el mundo.

Cada acuífero tiene dos zonas estratégicas para su manejo, una de recarga –donde se captan las aguas pluviales por escurrimiento e infiltración del suelo– y una de descarga, relacionadas entre ellas por un tránsito subterráneo. Un informe de la UNESCO de 2007 denominado “Sistemas acuíferos transfronterizos en las Américas” explica que como existe cierta variabilidad de la caracterización del Sistema Acuífero Guaraní (SAG), por “su estructura y funcionamiento” (fracturas de envergadura variable influencian el flujo del agua), los datos al respecto también varían según la fuente que se consulte.

El SAG se extiende por 1.087.879 kilómetros cuadrados. Según información de OSE, tiene un volumen aproximado de agua de 40.000 kilómetros cúbicos –un kilómetro cúbico equivale a un billón de litros–. La capacidad de recarga del acuífero puede alcanza unos 160 kilómetros cúbicos por año, con un área de recarga de 150.000 kilómetros cuadrados, de acuerdo con datos de 2015 de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés).

En Uruguay, el acuífero Guaraní se extiende por 36.170 kilómetros cuadrados en el noroeste y el norte; 10% es aflorante, y el resto está protegido por capas basálticas de hasta 1.200 metros de espesor, según datos del Plan Nacional de Aguas. Esto influye por ejemplo en el pH, la temperatura o el caudal del agua, y por tanto, en su uso: 90% del agua extraída del acuífero en Uruguay se destina a consumo humano (como en Artigas o Rivera), mientras que en Salto se utiliza para las aguas termales. En Brasil, donde se encuentra 70% de la superficie del SAG, el agua se usa para abastecer a más de 300 ciudades, y esto concentra 90% de las extracciones totales.

Para Alberto Manganelli, licenciado en Geología y director ejecutivo del Centro Regional para la Gestión de Aguas Subterráneas (Ceregas), el acuífero no se encuentra en “una mala situación”. Pero tampoco se tiene que considerar el sistema como un todo, primero por su extensión, y segundo porque no es uniforme. Donde el acuífero es aflorante, prevalece un “mayor riesgo” de contaminación: tanto las actividades agrícolas intensivas como la falta de saneamiento de las aguas residuales pueden impactar en la calidad del recurso.

Al contrario, en zonas con capas basálticas de mayor espesor, sale más caro construir un pozo, lo cual limita los riesgos de contaminación y/o de sobreexplotación. No sólo por eso el SAG tiene una “connotación local”, sino también porque el agua fluye lentamente adentro. En San Pablo se usa el agua del acuífero para abastecer a la población, y si bien esto puede tener un impacto en esa zona, “lo que haga Brasil en San Pablo, por más que el flujo sea en dirección al sur, no va a llegar nunca a Uruguay”, dijo Manganelli. En su opinión, “es importante resaltar que se necesita invertir en estudios”.

Historia y avances de la gestión conjunta del SAG

Los esfuerzos de los cuatro países para gestionar conjuntamente el acuífero Guaraní se remontan a la década de 1990. Entre 2003 y 2009, y con el apoyo de la Organización de los Estados Americanos (OEA) y del Fondo Mundial para el Medio Ambiente (GEF, por su sigla en inglés), se llevó a cabo el Proyecto para la Protección Ambiental y Desarrollo Sostenible del SAG. Permitió profundizar el conocimiento del acuífero, y cuatro proyectos pilotos intentaron mejorar su gestión en el plano local. Entre estos proyectos figuraban los de Salto-Concordia y Rivera-Santana do Livramento. En ambos casos, se creó una instancia de gestión conjunta binacional, que cesó cuando se acabó el proyecto.

En 2009 empezó así un período de gestión separada, que continuó pese a que todas las partes firmaron el Acuerdo sobre el acuífero Guaraní en 2010. Como se mencionó antes, este acuerdo todavía no entró en vigor: Uruguay y Argentina lo ratificaron en 2012, Brasil en 2017 y Paraguay el año pasado, pero todavía hace falta que deposite el instrumento de ratificación.

Si bien el tratado prevé la soberanía de cada Estado sobre los recursos en su territorio, también obliga a que se tomen “todas las medidas necesarias para evitar que se causen perjuicios sensibles a las otras partes o al medioambiente”.

Establece además un deber de informar a todas las partes si se emprenden actividades u obras que “puedan tener efectos en el Sistema Acuífero Guaraní más allá de sus fronteras”, aunque la cooperación “deberá desarrollarse sin perjuicio de los proyectos y emprendimientos que decidan ejecutar [las partes] en sus respectivos territorios”. Manganelli advirtió, de todos modos, que el acuerdo “menciona una serie de principios generales” y que “los cuatro países van a tener que reunirse para determinar de qué estamos hablando cuando decimos ‘zonas críticas’ o ‘transfronterizo’”.

En marzo, representantes de los cuatro países se reunieron en Montevideo para tratar sobre una nueva propuesta de proyecto de gestión del SAG. Esta segunda iniciativa también cuenta con el apoyo del GEF, que aportará dos millones de dólares de los ocho millones que se necesitan para llevarlo a cabo. Según señala un informe del GEF de marzo de 2019, la iniciativa permitirá retomar la coordinación y “garantizar la continuidad y la armonización en la generación y difusión de información de interés común”. Manganelli precisó que el proyecto se encuentra “en vías de ser aprobado” y dijo que “ahora se está terminando de redondear ese proyecto por los aportes que hicieron los países para la aprobación final”.

Cooperación imperdible

En 1968, Garrett Hardin publicó su famoso artículo “La tragedia de los comunes”, en el cual expuso que el acceso libre a un recurso compartido desembocaría sistemáticamente en la sobreexplotación de dicho recurso. Los trabajos de Hardin, que siguen resonando hoy, insisten además en la necesidad de un poder coercitivo para proteger los bienes comunes, incluyendo el agua. Pero no hay que dar a la cooperación por vencida, según la politóloga Elinor Ostrom, que viajó a través del mundo para estudiar modelos de autogestión comunitaria de los recursos compartidos. Ostrom listó las condiciones necesarias para que funcionara la cooperación, y aunque se apliquen en el plano comunitario, cobra relevancia mencionar algunas para hablar del SAG.

Primero hace falta que el recurso se encuentre en buen estado y sea medible, predecible y que se acote el perímetro de su gestión. El SAG se encuentra en buen estado, pero todavía cuesta medirlo, como lo expresó Manganelli: “En general, las aguas subterráneas se desconocen”, dijo, aunque son “más resilientes al cambio climático”. A medida que aumenta la crisis climática, crece la importancia del Guaraní.

En segundo lugar, dominan los principios de valorización del recurso, de visión compartida y de confianza entre los usuarios. La coherencia entre los diferentes niveles institucionales (regional, nacional, local) permitiría perfeccionar el engranaje de la gestión conjunta de recursos compartidos. Los altibajos de la coordinación, así como el aparente estancamiento del acuerdo, demuestran cierta falta de coherencia y de extensión de las reglas sobre el uso del SAG. Pero si bien Paraguay demora en depositar su instrumento de ratificación, el segundo proyecto del GEF así como la “duración ilimitada” del acuerdo (establecida en su artículo 21), a partir de su entrada en vigor, parecen prometer ciertos avances en la cooperación.

A finales del siglo XX se popularizó la expresión “guerras del agua”, que hace de esta un catalizador –si no una base– de las tensiones entre los países. En 1999, Aaron T Wolf, un profesor de geografía en la Universidad de Oregón, publicó el estudio “Agua, conflicto y cooperación: perspectivas geográficas”. Durante el siglo pasado se registraron siete conflictos y ninguna guerra relacionada con el agua, mientras que se firmaron 145 tratados vinculados con este recurso, señaló el estudio, y concluyó que enfrentarse por el agua “no parece racional estratégicamente, ni efectivo hidrográficamente, ni viable económicamente”. La cooperación sería aun más beneficiosa teniendo en cuenta que los acuerdos “resultan ser imponentemente resilientes con el tiempo”.

Cooperación y aguas superficiales

En el sureste asiático, el río Mekong recorre más de 4.000 kilómetros. Con sus numerosos afluentes, abarca China, Birmania, Vietnam, Tailandia, Camboya y Laos, y afecta directamente la vida de 70 millones de personas, según la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN). Es el segundo río del mundo en biodiversidad (después del Amazonas) y una de las zonas más grandes de pesca en aguas interiores. En 1995, los cuatro países de la cuenca baja del río (todos excepto China y Birmania) firmaron el Acuerdo sobre la Cooperación en el Desarrollo Sostenible de la Cuenca del río Mekong, cuyo artículo 3 establece el objetivo de “proteger el medioambiente, los recursos naturales, la vida y las condiciones acuáticas”, así como “el equilibrio ecológico de la cuenca” frente a posibles riesgos de contaminación vinculados con “todos los planes de desarrollo y usos del agua”.

Se formó así la Comisión del Río Mekong (CRM) –una organización intergubernamental compuesta por los ministros de las aguas y del medioambiente de los cuatro países– para encargarse de la maximización del desarrollo de la región y de la minimización paralela de los daños ambientales. Entre 2000 y 2008, se logró armonizar varios trámites vinculados con el intercambio de información, el monitoreo del uso del agua y la consulta previa. El sitio web de la CRM ahora cuenta con una sección de datos en la que se encuentra información “casi en tiempo real” sobre los niveles del agua en 60 estaciones, así como modelos de proyección del cambio climático.

Si bien el acuerdo se consideró un modelo de institucionalidad para la gestión de recursos hídricos transfronterizos, parece que el imperativo de desarrollo socioeconómico y la necesidad de conservación ambiental entran cada vez más en conflicto. El gobierno de Laos, donde el Producto Interno Bruto per cápita es de menos de un tercio que el de Uruguay,1 vio en la hidroelectricidad una vía de salida de la pobreza –vende dos tercios de su producción hidroeléctrica a sus vecinos–.

A pesar de un informe de 2010 de la CRM que advirtió de las consecuencias ambientales de tres proyectos de centrales hidroeléctricas, el país tenía 46 represas en 2017. En 2018, el derrumbe de una no sólo comprometió la meta del gobierno de Laos de tener 100 represas en 2020, sino también la reputación de la CRM.

En África occidental, el río Senegal recorre unos 1.800 kilómetros. Nace en Guinea, pasea por Malí y separa Mauritania y Senegal antes de verterse en el Atlántico, en la localidad de Saint Louis. Los esfuerzos para mejorar el aprovechamiento del río se remontan a la época colonial, pero fue a principios de 1970 –cuando una sequía azotó a la región– que se formó la Organización para el Desarrollo del Río Senegal (OMVS, por su sigla en francés). Esta entidad sigue tres principios clave: la aprobación previa de las partes para los proyectos que pueden impactar sensiblemente en el río; la copropiedad de ciertas obras sobre ese curso de agua, con un reparto igualitario de los costos y beneficios; y un marco inclusivo, lo cual permitió a Guinea unirse a la OMVS en 2006, 34 años después de su creación. A modo de ejemplo, la OMVS fue el principal prestatario en los años 80 para la construcción de dos embalses –uno en Diama, Senegal, el otro en Manantali, Malí–. Ambos quisieron facilitar la irrigación; el primero permitió acabar con la salinización del río mientras que el segundo ha producido electricidad desde 2001.

Si bien la voluntad de desarrollo desencadenó una vez más consecuencias no deseadas sobre el medioambiente (proliferación de algas) y la salud (aparición de la esquistosomiasis, una enfermedad parasitaria), la OMVS encarna una institución eficaz de diálogo intergubernamental. Prueba de ello es que, cuando estallaron tensiones entre Mauritania y Senegal en 1989, la OMVS siguió funcionando.

La gestión de recursos hídricos transfronterizos parece necesaria pero difícil de alcanzar, sobre todo en lo tocante a recursos subterráneos: como lo notó Manganelli, la diferencia esencial entre los ríos y los acuíferos es que “los ríos se ven”. Para que avance la cooperación en el manejo del SAG, se tiene que seguir profundizando su conocimiento por medio de estudios e investigaciones. Esta es una condición necesaria que, no obstante, parece a veces insuficiente para valorar y proteger el recurso.


  1. De acuerdo con datos de 2017 del Banco Mundial expresados en paridad de poder adquisitivo.