“La belleza non ha età. La fertilità sì”. Al lado de la frase admonitoria, el afiche del gobierno muestra a una italiana en la treintena. Sostiene un reloj de arena con una mano, mientras se toma el vientre con la otra, en un intento reciente por implantar el 22 de setiembre como “Día de la Fertilidad”. Más al Este de Europa, Elías II, patriarca de Georgia y autoridad mayor de la Iglesia Ortodoxa y Apostólica Georgiana, anuncia a las familias con al menos dos hijos que si tienen un tercero lo visitará para bautizarlo con sus propias manos. El presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, pide a las jóvenes de su país que no desaprovechen años de vida fértil. “No posterguen el matrimonio. Decidan rápido y cásense. No sean muy selectivas o no lo lograrán”, porque “un hijo significa soledad, dos rivalidad, tres armonía y cuatro abundancia”. Mientras tanto, gobiernos como los de Hungría, Bielorrusia, Japón y Rusia promueven la natalidad con campañas e incentivos.
Se trata de lugares muy distintos, pero sus impulsos pronatalistas parten de un factor común: como decenas de países en el mundo, tienen una fecundidad baja (con una tasa global de fecundidad –TGF– menor a 2,1 hijos por mujer) o muy baja (menor a 1,5 hijos). Visto en el largo plazo, el descenso de la fecundidad de niveles altos a bajos es la etapa final de un proceso de descenso largamente descripto por la demografía: sucede en todas las poblaciones como respuesta adaptativa al crecimiento demográfico generado por el aumento de la esperanza de vida cuando aún convive con niveles altos de fecundidad. Pero traspasar el umbral simbólico de 1,5 hijos y llegar a niveles de fecundidad muy baja es la versión más extrema del proceso y asombra a cada país al que le sucede.
Tras el asombro, la preocupación, que a menudo motiva posturas pronatalistas. Como primera reacción, es bastante comprensible. Encontrarse con cifras como la TGF de 1,4 a la que llegó Uruguay, que parecen equivaler a “ya nadie quiere tener hijos en este país”, suele disparar la idea de que algo no anda bien. Sí y no. Muchas cosas no andan bien, desde luego, pero en ningún caso se desprenden directamente del dato de la TGF. Hay que ir a los detalles.
El lustro vertical
Hay algo genuinamente impactante en el descenso de la fecundidad uruguaya: la velocidad con la que se procesó. Luego de una década de oscilar en valores cercanos a 2 hijos por mujer, descendió a 1,4 en un solo lustro. Si lo medimos en nacimientos impresiona aún más: pasamos de 48.926 a 35.866. Para profundizar en lo que pasó, hay que recordar que en el período 2005-2015, la fecundidad era baja pero estable, y con algunas peculiaridades que explican lo que vendría. Aquella TGF que pendulaba entre 1,9 y 2 hijos era resultado de un comportamiento reproductivo heterogéneo y hasta polarizado entre estratos sociales, lo que hacía convivir una fecundidad total baja con niveles altos de fecundidad adolescente y temprana, protagonizados por las mujeres más pobres y mayoritariamente vinculados a embarazos no intencionales.1
En el contexto mundial, la convivencia de esas dos tendencias en una misma población es una peculiaridad, pero en el contexto latinoamericano resulta habitual. Después de todo, es una de las manifestaciones demográficas de la desigualdad social. En el lustro 2015-2020 eso comenzaría a cambiar a una velocidad inédita (Figura 1).
Entre otras cosas, porque en 2016 comenzaron a aplicarse políticas dirigidas a disminuir el embarazo no intencional en adolescentes, con los implantes subdérmicos como componente fundamental. Lo cierto es que la tasa de fecundidad adolescente (la de madres de 15 a 19 años) descendió de unos 55-60 nacimientos anuales por 1.000 adolescentes a valores inferiores a 30 por 1.000, y hubo una reducción también importante en la tasa de fecundidad temprana (20 a 24 años). De hecho, el descenso en esos dos grupos de edad explica 52% de la reducción de la fecundidad total (Figura 2). La interpretación de estos datos es cualitativamente distinta a la de la reducción de la fecundidad en otras edades, porque el descenso de los nacimientos no intencionales en adolescentes es un objetivo de las políticas y una tendencia que se valora positivamente en la mayoría de los estudios sobre el tema, pensando en el bienestar de madres y padres y de los propios niños, así como en el cierre de las brechas entre estratos.2
Sin embargo, queda por explicar el restante 48% del descenso, derivado de los hijos no tenidos en el resto de las edades. Y no, no es la pandemia, cuyos efectos recién se reflejarán en los datos de natalidad de 2021, acaso fortaleciendo tendencias al descenso, como en otras poblaciones de fecundidad baja, donde la incertidumbre laboral o conyugal ha hecho que las personas que controlan su fecundidad la posterguen para tiempos mejores. En cualquier caso, la velocidad del descenso en las edades centrales de la fecundidad en el lustro es más difícil de comprender que el mismo fenómeno en las edades más jóvenes, aunque igualmente necesario para explicar el fenómeno y especular acerca de cómo evolucionarán los niveles de fecundidad tras su caída a cifras tan bajas.
Hagan sus apuestas
No es difícil prever que a partir de ahora daremos vueltas en torno a una interrogante recurrente: ¿qué pasa después de que la fecundidad es muy baja? ¿Sigue bajando indefinidamente, como a veces se sugiere al jugar con la idea de la extinción, tan favorable al humor y al drama? ¿Se estabiliza en esos niveles? ¿Vuelve a subir más allá de dos hijos si se generan políticas de estímulo a la natalidad? Tenemos una certeza: las poblaciones no vuelven a tener una media de 3, 4 ni 5 hijos por mujer. La variación esperable, una vez instalados en un régimen de baja o muy baja fecundidad, es entre valores superiores a 1,3 e inferiores a 2 hijos por mujer. Y una de las tendencias observadas en otros países, luego del descenso a niveles del entorno de los 1,5 hijos por mujer, es la del rebote a niveles más cercanos a los 2 hijos.
Uno de los motivos del rebote es que el descenso suele deberse en parte a un efecto de calendario: los nacimientos que las personas postergan para edades más avanzadas hacen descender el indicador en el momento de la postergación, y lo aumentan cuando finalmente suceden. Por eso, es muy probable que la fecundidad uruguaya rebote en algunos años, de la mano de las adolescentes y jóvenes que en el último lustro pudieron evitar embarazos no intencionales: puede suponerse que en su mayoría no lo hicieron como parte de una decisión definitiva de no tener hijos, sino acaso postergándolo para más adelante. Ese más adelante llegará y generará un impulso al alza de la TGF.
Sin embargo, ese impulso está necesariamente limitado a los años en que se procese la postergación, por lo que las perspectivas de un posible rebote no agotan la discusión acerca de qué más puede esperarse de nuestros niveles de fecundidad y cómo valorarlos. Porque más allá de lo que haga el patriarca de Georgia a la hora de ofrecer bautismos, la preocupación por la muy baja fecundidad no siempre parte de un pronatalismo absurdo, conservador o risible. Es cierto que la presión sobre los sistemas de salud, las jubilaciones y las pensiones, así como la demanda de cuidados ante la disminución de las redes de parentesco y una variedad de otros factores, se vuelven más difíciles de manejar con una fecundidad de 1,4 hijos, que acelera el envejecimiento poblacional, que con una de 1,8 hijos, que puede dar más tiempo para adaptarnos al mismo proceso.3 Pero sucede que no es evidente qué habría que hacer. Indicadores como la TGF reflejan comportamientos demográficos que no responden a ninguna perilla o medida única, según sabemos por la extensa evidencia recogida en poblaciones demográficamente similares.
Intenciones y nacimientos
Simplificando y dejando de lado los efectos de calendario, puede decirse que los nacimientos que no suceden responden a que las personas a) no quieren (más) hijos o b) los quieren, pero evalúan que las condiciones no le son favorables para asumir los compromisos y tareas. Medir estas intenciones reproductivas es tarea habitual pero no sencilla, entre otras cosas porque las intenciones cambian; por más entusiasmo y determinación que tengamos hoy, cuando esa pareja que parece perfecta para formar una familia se vaya tras horizontes más prometedores, o cuando aquel trabajo estable desaparezca, nuestras aspiraciones se ajustarán a la baja.
De todos modos, hay cierto consenso en que las poblaciones de muy baja fecundidad no son necesariamente poblaciones de muy bajos ideales reproductivos: el ideal sigue estando cerca de la clásica norma de 2 hijos. Si esto es así, habría cierta magnitud de fecundidad potencial, no realizada, que podría realizarse si las condiciones se modifican, cerrando la distancia entre fecundidad ideal y realizada.
Los países que parecen haber disminuido esa distancia son destacados en los estudios sobre el tema, porque tienen como resultado un doble éxito demográfico. Se instalan en niveles bajos, pero no muy bajos, atemperando las presiones que traería un envejecimiento poblacional extremadamente acelerado y, sobre todo, no condenan a su población a renunciar a sus intenciones reproductivas.
El retorno de varios países a valores por encima de 1,5 hijos (por los motivos de calendario que generan un rebote “automático”, como se decía más arriba, pero también por la mayor capacidad de sus adultos de cumplir con sus intenciones reproductivas) hace que el número de países con fecundidad baja haya aumentado sostenidamente, pero no el de países con fecundidad muy baja: a ese club, menos numeroso, ingresan países como el nuestro en 2020, pero también los hay que egresan (Figura 3). La pregunta relevante para poblaciones como la uruguaya es qué condiciones permiten consolidar el retorno a valores más cercanos a 2 hijos, promoviendo además el bienestar de los niños y sus familias.
Pero no convenceréis
Finalmente, no hubo carteles con “La belleza non ha età. La fertilità sì”. La campaña italiana generó más rechazo que adhesión (el escritor Roberto Saviano dijo que era “un insulto”) y fue retirada. El fracaso no es infrecuente en las campañas para convencer a las personas de que tengan más hijos, aun cuando vienen acompañadas de incentivos puntuales, como los premios económicos que más de un país ha implementado. Para ser justos, la evidencia muestra en algunos casos cierto aumento de la fecundidad tras la instalación de incentivos, pero suelen ser episódicos y más vinculados a modificaciones en el calendario que a un aumento sostenido de los niveles.
En cambio, los países que han logrado un rebote de la fecundidad relativamente sostenido y hacia niveles más cercanos a 2 (aunque luego en algunos casos puedan enfrentarse a nuevos episodios de descenso) son aquellos que no pretenden convencer a nadie, sino mejorar las condiciones de los hijos que ya nacieron y de sus padres, sobre todo de las madres, con políticas estables y duraderas que redistribuyen los costos del cuidado. Por caras que sean, las políticas de servicios de cuidado universales, de horario ampliado, de calidad y desde los primeros años de vida son las que más inequívocamente han mostrado construir un entorno menos hostil para quienes quieren tener hijos sin incendiar las otras dimensiones de su vida.
En definitiva, tener un hijo pequeño conlleva la incertidumbre de si podremos leer dos páginas de la diaria del fin de semana de corrido, pero no debería desestructurar las pocas certezas que suele ofrecer la dimensión productiva de nuestra vida. Cuando se genera esta redistribución de los costos del cuidado, los resultados incluyen objetivos de equidad, bienestar y desarrollo en la primera infancia, combatiendo entre otras cosas la “penalización por hijo” que se ha constatado en la vida laboral de las mujeres.
Esto implica partir de un supuesto elemental: los niños crecen en familias en las que tienden a trabajar los adultos varones y mujeres, en formatos diversos e inestables y sometidas a un desigual acceso a los recursos necesarios para el cuidado. Pero “elemental” no quiere decir consensuado. Si el tema convoca otras discusiones, es porque los hijos que se tienen reflejan las tensiones de nuestras formas de vida, y ahí hay necesariamente una disputa que va más allá de la tasa global de fecundidad. Por lo pronto, la lógica pronatalista asume a menudo un modelo de división sexual del trabajo que está en desaparición, pero tiene sus nostálgicos y puede terminar incentivándose implícitamente. Por ejemplo: cuando hay incentivos económicos a la natalidad sin correlatos de servicios de cuidados, se puede terminar por “comprar” la salida de las mujeres del mercado laboral. Dado que la cantidad de gobiernos que considera la suba de la natalidad como un objetivo deseable de sus políticas pasó de 19 a 55 en los últimos 30 años, es necesario saber qué contiene la caja de herramientas del pronatalismo.
La semana pasada, cuando el senador Guido Manini aprovechaba la discusión sobre la pandemia para decir que “hay miles de niños que no nacen por políticas que se han llevado adelante, que no estimulan los nacimientos”, estaba apoyándose en una postura pronatalista que suele ganar fuerza retórica cuando llegan contextos demográficos como el actual. Pero la evidencia no lo avala. Si se propusiesen incentivos a las descendencias numerosas, se revisase la despenalización del aborto, o se generasen políticas que refuerzan el modelo de familia tradicional, la tasa global de fecundidad podría decir, como en aquella famosa consigna: no en mi nombre.
Ignacio Pardo es docente e investigador del Programa de Población de la Facultad de Ciencias Sociales, Udelar.