Buenos días. Les comento algunas noticias que pueden leer hoy en la diaria.

Es habitual, lamentablemente, que en esta época del año aumenten los hechos violentos y en especial los homicidios, pero en los últimos días han ocurrido algunas cosas que merecen especial atención. Entre ellas, la herida grave de bala a una joven de 20 años en Durazno, cuando esperaba para entrar a un baile, que motivó una movilización muy numerosa en la capital de ese departamento y la incontinencia verbal de su jefe de Policía, Germán Suárez, quien por cierto no mostró mucha capacidad de apaciguar los ánimos.

El ministro del Interior, Nicolás Martinelli, dijo ayer que los homicidios debidos a enfrentamientos entre grupos del crimen organizado están “focalizados en determinados barrios”, y opinó que esto es una “buena noticia”, porque se puede enfrentar el problema con “políticas focalizadas”. Aparte de que su forma de plantear la cuestión fue bastante chocante, el avance en Uruguay de estos grupos también tiene consecuencias dañinas indirectas, como suele suceder cuando se expande cualquier tipo de conducta delictiva y nos vamos acostumbrando a sus manifestaciones.

No sólo aumenta y se agrava la violencia homicida vinculada con disputas territoriales, represalias y escarmientos. Al mismo tiempo se elevan los niveles de violencia en el entorno social, afrontar los conflictos a tiros se vuelve más frecuente, y hay una mayor cantidad de víctimas, a menudo fatales, que nada tienen que ver con los “ajustes de cuentas” ni con las organizaciones delictivas.

Entre los numerosos factores que empeoran la situación está, sin duda, la proliferación de armas de fuego, legales e ilegales, que según estimaciones ubica a Uruguay entre los cinco países del mundo con más armas de este tipo por habitante.

Se trata de un problema muy difícil de resolver, en gran medida porque existen largas tradiciones culturales que naturalizan y defienden la tenencia, y que si bien se expresan con mayor fuerza en algunos contextos sociales e ideológicos, están arraigadas en todo el país y en personas de muy diversas orientaciones políticas, incluyendo a dirigentes y legisladores que menosprecian o cuestionan los intentos de regular más y mejor un fenómeno peligroso, que además está muy relacionado con el machismo. Casi todas las personas con tenencia legal de armas en Uruguay son varones, y es notorio que esto incide en la violencia de género y los femicidios.

La iniciativa más reciente para mejorar las normas en este terreno, sin el menor atisbo de prohibicionismo, fue del senador Mario Bergara, el año pasado, y la recibieron con frialdad otros parlamentarios, que consideran suficiente e incluso excesiva la regulación actual (modificada por un decreto del presidente Luis Lacalle Pou en diciembre de 2020, que derogó otro anterior de Tabaré Vázquez).

Disponer de un arma de fuego no suma libertad o dignidad. Sí refuerza criterios de convivencia muy poco civilizados, basados en la idea de que la lucha despiadada entre los seres humanos no tiene remedio, y por lo tanto nos conviene ser capaces de atemorizar o matar a otras personas. Es claramente una idea de derecha y regresiva, aunque la compartan muchas personas que se declaran izquierdistas.

Hasta mañana.