Es un mandato impuesto desde la infancia, reafirmado en los cientos de rounds de lucha gastronómica que liberan padres e hijos en los primeros años de crianza: no se debe tirar la comida. Aunque en este tire y afloje los progenitores estén más motivados por el deseo de que niños y niñas coman bien, más que por los problemas mundiales causados por el desperdicio de alimentos, el mensaje queda impreso con la misma fuerza, a veces reforzado por el chantaje emocional. Varias generaciones de uruguayos se criaron con la culpa del plato sin terminar, resumida en la pregunta “¿cómo vas a dejar comida con la cantidad de niños hambrientos que hay en África?”. Y aunque seguramente más de un infante se interesó alguna vez por conocer la complicada logística que implica llevar los restos de sus platos a África, poniendo en aprietos el discurso de sus abnegados padres, no por ello el imperativo perdía firmeza.

Sin embargo, estudios recientes indican que el tabú del desperdicio de comida se ve reflejado más en la teoría que en la práctica, algo evidente en la racionalización que hacemos para resolver la brecha entre este mandato poderoso y la realidad de nuestras acciones.

El desperdicio de comida es un problema complejo y con efectos múltiples, que van más allá de la inequidad del reparto en la población y los efectos en la economía hogareña. La producción y consumo de alimentos provocan impactos ambientales muy negativos, contribuyendo con entre 25% y 30% del total de emisiones de gases de efecto invernadero, según estimaciones realizadas en las dos últimas décadas. Por eso es clave lograr que la cadena de suministro, que implica un gran uso de recursos en el transporte, manejo y comercialización de los productos, sea lo más eficiente posible.

Estas intenciones chocan de frente con la realidad. Se estima que a nivel mundial se pierde o desperdicia a lo largo de esta cadena entre 30% y 50% de la comida destinada a consumo humano, según cálculos de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO). Entre 40% y 60% del alimento desperdiciado en la cadena corresponde a las dos fases finales: la comercialización minorista y el consumo. Dicho de otro modo, estas dos etapas son responsables de la pérdida de 17% de los alimentos producidos globalmente.

El mandato de no arrojar comida no es una excepcionalidad uruguaya (hasta es posible que algunos padres europeos desinformados chantajeen emocionalmente a sus hijos recordándoles los platos vacíos de niños pobres uruguayos). Varios trabajos demostraron que en muchos países existe un divorcio entre las intenciones y el comportamiento a la hora de desperdiciar alimentos.

Por eso mismo es interesante entender cuáles son los factores que nos llevan a tirar comida en la etapa de consumo y comenzar así a desenredar parte del problema. Eso es justamente lo que intentó indagar en Uruguay un grupo de investigadores del Instituto Polo Tecnológico de Pando (de la Facultad de Química de la Universidad de la República, Udelar), el Espacio Interdisciplinario (Udelar), el Instituto Nacional de Alimentación (INDA) y hasta de la Universidad de Aarhus en Dinamarca.

El infierno son los demás

¿Los uruguayos tiramos más comida o menos comida que los habitantes de otros países de la región? ¿Cómo nos va en comparación con los países desarrollados? Lo que sabemos, en realidad, es que sabemos muy poco. “Hubo un primer esfuerzo por relevar la cantidad de alimentos que se desperdician en toda la cadena agroalimentaria, desde la producción y cosecha hasta la etapa de comercialización y consumo, pero que sirvió como una primera línea de base para tener un aproximado”, explica a la diaria la química Ana Giménez, docente del área de Sensometría y Ciencia del Consumidor del Instituto Polo Tecnológico de Pando y coautora del trabajo que nos ocupa.

Ese primer aproximado indica que cerca de 10% de la comida disponible en el país se pierde, y que dentro de ese total sólo 11% se desperdicia en el hogar, pero Giménez es rauda en aclarar que un trabajo más reciente, aún no publicado, sugiere que la cifra real de lo que se pierde en la etapa final está muy por arriba de ese número. ¿Por qué? Justamente porque ese sondeo inicial (hecho en 2017 en el marco de un programa de la FAO) es valioso como primera experiencia, pero se hizo con una metodología basada en la percepción del consumidor. Y esa percepción, como ya vimos, está impregnada de factores culturales y psicológicos que pueden distorsionar la realidad. “Se usó la metodología de encuesta, y en ese sentido hay muchas publicaciones que indican que de esa forma se suele subestimar el desperdicio. Hay un sesgo muy importante: primero, porque tenemos mala memoria y no somos conscientes de lo que tiramos; y segundo, porque como es una práctica que nos parece mal, cuando nos preguntan tendemos a informar por debajo”, apunta la química.

Para determinar en forma más precisa la cantidad de alimentos que se tiran en Uruguay, este nuevo trabajo aún no publicado (en el que también participan Giménez y otros colegas) se basó en la metodología del “diario de desperdicios”. Se le pide a un o una responsable del hogar que vaya anotando todos los días qué comida tira, cuánta tira y por qué la tira. De esta manera hay un control más preciso de la cantidad de alimento desperdiciado, aunque tampoco se evitan totalmente los sesgos y la subjetividad engañosa de la percepción.

Si da la impresión de que es imposible saber con exactitud cuánta comida desperdicia una familia, excepto escarbando en su basura, es porque efectivamente es así. La metodología por excelencia, que se aplica en algunos países desarrollados, es revisar la basura, analizar la composición de los desperdicios y medir en forma directa la cantidad de alimentos desechada.

Como en Uruguay los recursos son limitados y no podemos poner una cuadrilla de investigadores a revolver la basura de los domicilios, el “diario de desperdicios” es la opción más razonable por el momento. Nos ha permitido saber, por ejemplo, que la comida que se tira en Uruguay por persona se acerca a las cifras de países desarrollados y a los promedios globales, por mucho que le duela a ese imperativo moral que arrastramos desde la infancia.

La primera estimación para nuestro país, publicada en 2017, calculaba el desperdicio en unos cinco kilos de comida por persona por año. Las estimaciones más recientes, aún sin publicar, elevan esta cifra a 36 kilos. Resta indagar aún cómo se insertan esos números en el resto de la cadena y qué importancia relativa tienen, pero los cálculos demostraron al menos la utilidad de la nueva herramienta y acercaron a los investigadores a estimaciones más precisas.

Pero no nos salteemos comidas. Si bien los investigadores están afinando aún el lápiz con ese estudio de próxima publicación, que se centra en el aspecto cuantitativo de nuestro desperdicio de alimentos, su trabajo más reciente está dedicado a los factores socioculturales que lo impulsan.

Salidos de un tupper

Para indagar en los mecanismos que llevan a tirar comida en el país, los investigadores reclutaron a través de las redes sociales a uruguayos y uruguayas interesados en participar en un cuestionario. De una lista inicial de 510 potenciales entrevistados, seleccionaron 23 (de los que finalmente quedaron 20) siguiendo criterios representativos de género, edad, composición del núcleo familiar y estatus socioeconómico.

Primero, a los participantes se les pedía que recordaran y describieran la última vez que habían tirado comida. Luego se les solicitaba que explicaran las situaciones más comunes de desperdicio de alimento en su hogar, las estrategias que usaban más frecuentemente para evitarlo y las que se les ocurrían para reducirlo. Finalmente, se les consultaba por su visión sobre el desperdicio de comida en la población uruguaya y, más específicamente, en su ambiente social más cercano. Es interesante señalar que las entrevistas fueron realizadas en plena pandemia de covid-19, en un contexto de ollas populares, gran incertidumbre económica y social, y mayor sensibilidad ante el problema del desperdicio de comida.

Explorar estos factores socioculturales en el país es importante, según Giménez, porque “los aspectos sociales y culturales estructuran una diversidad de prácticas en torno a la alimentación”. Eso puede traducirse a diferencias en la forma en que manejamos los alimentos en el hogar. Por lo tanto, conocer mejor nuestras motivaciones y prácticas en este asunto nos da una orientación a la hora de tomar acciones para mejorarlo.

Tras hacer un análisis de contenido de todas las respuestas, encontraron algunos resultados interesantes sobre la percepción que los uruguayos tenemos de este problema. La mayoría de los participantes percibía el desperdicio de comida en sus hogares como nulo, bajo o inevitable. Sólo dos de los 20 encuestados lo admitieron como un problema en sus familias. Para los demás, tirar comida no era “conceptualizado como un problema o algo evitable, ya que percibían que sólo arrojaban alimentos o restos de comida deteriorados”.

Tampoco consideraban que dar esa comida a los perros o usarla para compostaje fuera desperdiciarla, pese a que se trataba siempre de alimentos destinados a consumo humano. De esta forma, no la contabilizaban y “quedaban más tranquilos con el mandato moral”, apunta Giménez.

Ciudad Vieja.

Ciudad Vieja.

Foto: Nicolás Celaya / adhocFOTOS

“Hay una tendencia a pensar que el problema es de otros. Sin embargo, cuando preguntás si es un problema en Uruguay, todos dicen que sí, que se desperdicia mucho en el país”, señala Giménez. Es un dato importante, ya que estudios previos –realizados en otros países– indican que si bien los consumidores tienen una postura muy negativa hacia el desperdicio de comida (los sentimientos de culpa o disgusto son comunes), no adoptan comportamientos que ayuden a evitarlo.

A la investigadora le llamó la atención que los aspectos ambientales asociados al desperdicio de alimentos no aparecieran presentes en las respuestas. “Hay una percepción muy baja del impacto ambiental, pese a que el desperdicio implica un mal uso de los recursos, de la tierra, del agua, de la mano de obra, del transporte y de la industrialización”, explica. Priman sobre todo dos conceptos: que se tira dinero a la basura y que alguien podría estar aprovechando lo que uno arroja.

¿Y esto con qué se come?

Como “culturalmente tenemos muy instaurado que la comida no se debe tirar, sobre todo cuando hay gente que pasa hambre o no accede a los alimentos en cantidad suficiente”, se produce también una “necesidad de exculpar o racionalizar cuando se tira comida”.

Según los autores, la racionalización juega un rol clave a la hora de resolver la “disonancia cognitiva” que produce el desperdicio de alimentos. De esta forma un comportamiento problemático se justifica y se vuelve menos conflictivo. Por ejemplo, cuando los participantes relataban episodios en que arrojaron comida a la basura, tendían a encontrar una explicación racional y lo percibían como “inevitable”. Por ejemplo, señalaban que cambios en su rutina diaria les imposibilitaban comer tal cual habían planificado, lo que los llevaba a descartar comidas y platos que habían preparado previamente.

Según Giménez, hay un factor relevante que aparece mencionado siempre, que es la importancia de planificar. Según esta mirada, planificar bien las comidas ayuda a desperdiciar menos. No hacerlo, por el contrario (o comprar sin mirar qué hay en la heladera o la alacena, o no hacer una lista), lleva a adquirir más productos de los necesarios.

Los entrevistados mencionaron muchos otros causantes del desperdicio de alimentos, que los investigadores agruparon en cuatro categorías: factores de comportamiento, personales, de contexto y del producto. Por ejemplo, comprar alimentos que no están en óptimas condiciones (como fruta o vegetales maduros), no disponer de suficiente tiempo o habilidad para reusar las sobras, malinterpretar la fecha de vencimiento, tener un estilo de vida que imposibilita planificar bien, carecer de capacidad en la cocina, calcular mal las porciones o comprar promociones innecesarias, entre otros.

Los factores comportamentales fueron los más mencionados, lo que indica que “el desperdicio en los hogares parece ser principalmente la consecuencia del comportamiento de los miembros de la casa”. Por eso mismo los investigadores apuntan a lograr un cambio allí.

Si no cambiás vos...

Los consumidores finales están lejos de ser los únicos responsables del desperdicio de alimentos, pero juegan un papel importante. Sin dudas son necesarias otras medidas para los demás actores de la cadena (por ejemplo, los investigadores tuvieron dificultades para acceder a los datos de la comida que tiran las cadenas de supermercados), pero el trabajo de Giménez y sus colegas aporta algunas pistas para mejorar la situación en la fase de consumo.

Los resultados “sugieren la necesidad de implementar campañas de comunicación que generen conciencia sobre las consecuencias económicas, sociales y ambientales del desperdicio de comida en los hogares, y que alienten comportamientos preventivos”.

Es posible “inducir un cambio positivo de comportamiento al hacer que los consumidores se percaten de esa brecha entre sus intenciones y su comportamiento real en lo relativo al desperdicio de comida”, señala el trabajo, que agrega que ya existe evidencia de la eficacia de intervenciones que buscan mejorar esta disonancia entre la teoría y la práctica.

“Quizá no somos conscientes porque no hemos visto en números el desperdicio”, dice Giménez, que para pegar en el órgano que duele más (el bolsillo) adelantó otra de las estimaciones del grupo de trabajo. De acuerdo a sus cálculos, cada hogar uruguayo está tirando a la basura, en promedio, unos 14.500 pesos por año (cifra que, además, podría ser una subestimación).

Estas campañas pueden ser útiles para visibilizar el problema e introducir pequeños cambios en la rutina cotidiana de la compra y el consumo, logrando así un impacto real a la hora de reducir el desperdicio en las etapas finales de la cadena.

Las campañas también pueden apuntar a otros grandes problemas mencionados, que son el manejo de los restos de los platos y el desconocimiento de cómo aprovechar los alimentos que pasaron su punto de maduración pero aún son comestibles (o aprender a usar partes de los productos que generalmente no se comen, como los tallos de algunos vegetales). Dar herramientas o consejos en ese sentido también puede jugar un rol importante, señala la investigadora.

No toda la responsabilidad debe recaer en el consumidor en esta etapa final de la cadena. Los resultados del trabajo “sugieren la necesidad de trabajar con los comerciantes minoristas para desarrollar estrategias que minimicen el riesgo del desperdicio de comida derivado de las promociones de precios”, como por ejemplo informar bien sobre las condiciones de almacenamiento, potenciar las aplicaciones para mejorar la planificación o restringir las promociones a comidas que no están en condiciones óptimas (o sean imperecederas). La mala interpretación de las fechas de vencimiento ya es otra historia.

Clemencia para los (alimentos) vencidos

Cualquier lector puede hacer la prueba. Si revisa minuciosamente su heladera y la alacena de la cocina va a encontrar productos cuya fecha de vencimiento o de consumo de preferencia expiró, producto del mal cálculo a la hora de aprovisionarse o simplemente del olvido. Seguramente dos por tres asoma melancólicamente un envase de dulce de membrillo, comprado en una promoción en tiempos ya no recordados, parapetado detrás de latas de aspecto eterno y con un pegote que aumenta la impresión general de abandono. La reacción usual ante estos hallazgos es tirar los alimentos a la basura, aunque no necesariamente estén en mal estado.

En Uruguay, cuenta Giménez, se ha visto que la interpretación de la fecha de vencimiento y la fecha de consumo preferente es una sola, pese a que son dos conceptos diferentes. “Se asume que son lo mismo y si el alimento alcanzó esa fecha, hay que tirarlo. Eso es algo que se está trabajando en otros países a nivel de legislación y de campañas públicas, para que haya una distinción entre ambas cosas”, resume la investigadora.

Que un alimento alcance esa fecha de consumo preferente no significa que vaya a causar daños en la salud. “Es posible que no tenga la textura o el sabor que tenía en los primeros días, pero no implica riesgos y puede ser consumido”, apunta Giménez.

Hoy en día, la legislación uruguaya deja a criterio del fabricante el uso de las dos expresiones (fecha de vencimiento y fecha de consumo preferente), lo que ha contribuido a que ambas sean consideradas la misma cosa. “Eso dificulta la identificación de productos que todavía son apropiados para el consumo”, indican los autores del trabajo. Por eso, proponen un cambio en la reglamentación para que haya una diferenciación clara que establezca cuándo usar una expresión y cuándo usar la otra. O que se incluyan ambas fechas con claridad. Esta modificación deberá ir acompañada de campañas de comunicación que transmitan adecuadamente al consumidor qué significa una fecha y qué significa la otra. El efecto que puede lograr una medida de este tipo no es menor: trabajos realizados en la Unión Europea calculan que 10% del desperdicio de alimentos se produce por interpretaciones erróneas de las fechas de vencimiento.

De la mano con este tema, hay otras tuercas para ajustar en la cadena. Por ejemplo, las políticas de devolución de los supermercados. Si a los comercios se les permite tener sobrestock y devolver los productos cuando están por vencerse, se está trasladando un problema al distribuidor, que verá luego qué hace (si los dona o los destruye, por ejemplo). Hoy en día, se discute a nivel global la necesidad de cambiar este tipo de políticas para que no promuevan un mayor desperdicio en la etapa de comercialización.

Mientras tanto, desactivar el pensamiento mágico a la hora de justificar el desperdicio de comida es un buen comienzo para el cambio. Quizá no sea necesario recurrir a la manida hambruna de algunas zonas de África para despertar conciencia sobre el desperdicio de comida, sino mirar con atención la brecha que nosotros mismos generamos entre nuestras palabras y nuestras acciones.

Artículo: “I don’t throw away food, unless I see that it’s not fit for consumption: An in-depth exploration of household food waste in Uruguay”
Publicación: Food Research International (diciembre de 2021)
Autores: Camila Ferro, Gastón Ares, Jessica Aschemann-Witzel, María Rosa Curutchet, Ana Giménez.