“Sabemos que si al agro le va bien, le va bien al país”, dijo nuevamente el presidente Luis Lacalle, esta vez en su discurso ante la Asamblea General durante el balance de su tercer año de gobierno. El sentido de la frase se entiende. Si el agro produce y exporta, las cuentas cierran. Más allá de cuestiones que tienen que ver con cómo ese éxito del agro se redistribuye e impacta en este todo que es el país, hay una cosa que está quedando cada vez más clara: la forma en que estamos haciendo que al agro le vaya bien hoy implica comprometer seriamente que podamos seguir haciéndolo bien en el futuro.
Un trabajo realizado por investigadores del Instituto Nacional de Investigaciones Agropecuarias (INIA) mostró que durante la intensificación de la agricultura y el boom de la soja, entre 2001 y 2014, los suelos de Uruguay se empobrecieron significativamente, perdiendo nutrientes y materia orgánica y aumentando su acidez. En su investigación, publicada en 2019, los autores comunicaban que “si estos cambios continúan en el futuro, los suelos agrícolas reducirán su potencial de producción de alimento, y no serán adecuados para la producción sustentable de cultivos”. Al campo le fue bien, pero al suelo del país no tanto.
Tras la Segunda Guerra Mundial, se impulsó en países del hemisferio norte lo que se denominó “la revolución verde”, un aumento de la producción agrícola mediante la incorporación de maquinaria, agroquímicos y mejoras de los cultivos. En aquel entonces al agro de los países que la aplicaron le fue bien. Pero a sus suelos y ecosistemas, no tanto. De todas formas, en Sudamérica se produjo, según reseña un artículo que abordaremos al detalle en breve, una “segunda fase de la intensificación agrícola” a partir de 1985 “con la expansión de la superficie cultivada y la ganadería extensiva hacia zonas antes no cultivadas”. En esta segunda fase los cultivos están asociados a “un mayor uso de insumos químicos, la siembra de especies genéticamente modificadas (por ejemplo, con genotipos resistentes al glifosato) y cambios en las prácticas agrícolas con la implementación de monocultivos y labranza cero”.
Sudamérica no resistió la tentación. Desde mediados de la década de 1980 a la actualidad las superficies ocupadas por pasturas aumentaron 23%, la de cultivos 160% y las de plantaciones comerciales 288%. En Uruguay la superficie cultivada con soja aumentó 1.000% entre 1990 y 2020. Pero no sólo eso: la agricultura se intensificó al instalarse la práctica de cultivos de verano (por ejemplo, soja) y de invierno (trigo, cebada, etcétera). Todo ese boom agrícola, al que hay que sumarle el forestal, con una superficie plantada con pinos y eucaliptos que se quintuplicó entre 1990 y 2015, empobreció los suelos. Pero el país es más que sus suelos.
Entre 2001 y 2018, en ese auge agrícola-forestal y mientras las exportaciones marcaban tiempos de bonanza, Uruguay tuvo también grandes pérdidas. En menos de dos décadas los pastizales, el principal ecosistema del país, se redujeron en 10%. Según una completa investigación que mapea los ecosistemas de la región, el principal impulsor de la “depastizalización” -término acuñado en esta sección para que la pérdida de pastizales se trate con la seriedad que se trata la deforestación en otras regiones del mundo- fue la agricultura, seguida por la forestación. Al agro le fue bien, al principal ecosistema del Uruguay no.
Para colmo, poco sabemos sobre la capacidad de nuestros suelos y ecosistemas que pasan a ser usados para la producción sojera o forestal para regenerarse si los dejáramos en paz. Una investigación reciente, llevada a cabo en un emprendimiento forestal con pinos que se abandonó a los siete años en la Quebrada de los Cuervos, mostró que el suelo en ese corto período no sólo perdió 30% de su stock de carbono, sino que se acidificó y perdió nutrientes. Encima, el pastizal natural que una vez hubo previo a la forestación no volvió pasados tres años desde que se talaron los árboles. La naturaleza no se regenera tan fácilmente como pensamos.
Hay mamíferos y aves que ante el avance de la forestación se ven afectados. Al agro puede haberle ido bien, a los ecosistemas y a la fauna no tanto.
Gran parte de la producción de soja y otros cultivos, así como la forestación, hoy en nuestro país recurre al uso de fertilizantes y pesticidas. Pero no todos esos agroquímicos se quedan en donde debieran. El exceso de nutrientes aplicado a los cultivos llega a los cursos de agua, y allí alimentan a las cianobacterias, que responden reproduciéndose exponencialmente y generando enormes floraciones. Una investigación reciente mostró que en Uruguay y en toda América lo que impulsa las floraciones de cianobacterias son los nutrientes vertidos al agua y no la temperatura. La gran floración de cianobacterias de 2019, que llegó hasta las costas oceánicas de Rocha y arruinó la temporada estival, se originó en los embalses del río Negro, donde el exceso de nutrientes de las actividades productivas auspició su crecimiento. Al campo puede haberle ido bien, pero gran parte de nuestros cursos y espejos de agua están eutrofizados por exceso de nutrientes.
Los fertilizantes hacen crecer organismos como las cianobacterias; los pesticidas, en cambio, lejos de hacer crecer, causan lo contrario. En Uruguay se pierden entre 20% y 30% de las colmenas de abejas al año. Una de las principales causas de esta debacle de las colmenas, tanto aquí como en el resto del globo, es la exposición a múltiples pesticidas. Trabajos desarrollados por el Instituto de Investigaciones Biológicas Clemente Estable, en colaboración con otras instituciones, han mostrado cómo el glifosato y el imidacloprid -el herbicida e insecticida más usados en Uruguay, respectivamente- afectan la salud de las abejas. Experimentos más recientes arrojaron que el glufosinato de amonio y el sulfoxaflor, el herbicida y el insecticida que podrían sustituir a los dos anteriores, también acortan la vida de las abejas y afectan su microbiota. Otro trabajo liderado por una investigadora de Facultad de Ciencias había mostrado que donde hay monocultivos extensivos, la diversidad de abejas nativas se reduce. Si al campo le va bien, a los polinizadores de Uruguay no tanto.
La ciencia viene generando más y más evidencia. Hace poco se publicó un trabajo sobre una tasa alarmante de anfibios con anormalidades en el Área Protegida Esteros de Farrapos, que está rodeada de cultivos con intenso uso de agroquímicos. Otra investigación arrojó que arañas nativas que son excelentes controladores biológicos de plagas se ven seriamente afectadas por los agroquímicos empleados en las plantaciones de soja, mientras otro trabajo mostró, estudiando arañas, que aun en dosis subletales el glifosato afecta las redes tróficas de los agroecosistemas. Incluso así el glifosato es el agroquímico más importado en nuestro país: 6.325 toneladas ingresaron legalmente en 2021. Otro equipo de investigadoras mostró que dos fungicidas comercializados en el país causan mortandad en las lombrices a dosis más bajas que las esperadas para sus compuestos activos, y que ese efecto es mayor en la lombriz nativa Glossoscolex rione que en la europea que se utiliza como estándar en las pruebas toxicológicas. Hay aún más trabajos que de alguna manera muestran que cuando al agro le va bien, a muchos organismos del Uruguay no tanto.
Y eso que un equipo de investigadores mostró que es falso que cuanto más pesticidas y fertilizantes se apliquen mejores rendimientos de cultivos hortícolas se obtienen y que hay productores de tomate, cebolla, frutilla y boniato de San José, Canelones y Montevideo que hoy están obteniendo buenos rendimientos sin recurrir a grandes cantidades de fertilizantes y pesticidas.
Ahora, un nuevo artículo, titulado “Degradación inexorable del suelo por expansión agrícola en la pampa sudamericana”, agrega información a este complejo panorama en el que no es tan sencillo decir que si al agro le va bien al país también. Publicado en la prestigiosa revista Nature, está firmado por los investigadores Marcos Tassano, Mirel Cabrera, Joan González y Pablo Cabral, del Centro de Investigaciones Nucleares de la Facultad de Ciencias de la Universidad de la República, Guillermo Chalar, del Instituto de Ecología y Ciencias Ambientales (IECA) de esa misma facultad, y por investigadores de Francia, entre ellos el primer autor del trabajo, Anthony Foucher, de la universidad de París-Saclay.
En su investigación, analizaron dos núcleos de sedimentos que extrajeron de dos embalses del río Negro, el Rincón del Bonete, que recoge agua de una gran cuenca que se extiende hacia el norte del país abarcando al río Tacuarembó, y el de Palmar, que recoge una vasta cuenca hacia el sur del país, destacándose en ella el río Yi. A esos testigos, que son como sacar una tajada cilíndrica del material que el arrastre de la cuenca fue depositando en el fondo de los embalses, les aplicaron una serie compleja de análisis, tanto aquí como en Francia, para tratar de determinar, a la largo de una secuencia temporal extensa, de dónde provenían esos sedimentos, si de pasturas naturales, cultivos agrícolas o predios forestados. De esta forma, encontraron que la tierra de nuestro país se está degradando: la expansión agrícola y forestal nos ha venido robando suelo que, erosión mediante, va perdiendo parte de aquello que lo hace productivo. Con esta información, salimos al encuentro en Facultad de Ciencias, de Marcos Tassano, Mirel Cabrera y Guillermo Chalar.
Oh là là
En el trabajo hay varias cosas que llaman la atención. Que alguien de la Sección Limnología, como Guillermo Chalar, estudie testigos con sedimentos de embalses del río Negro es algo corriente. Que Marcos Tassano y Mirel Cabrera, del Laboratorio de Radioquímica del Centro de Investigaciones Nucleares lo hagan, es más curioso. Del lado de lo llamativo está también que el artículo salga en una publicación top o que el primer autor de este trabajo, que ve qué cambios en el uso del suelo en dos cuencas tributarias del río Negro, esté en Francia. Pero todo tiene su porqué.
“La asociación con los investigadores de Francia comenzó hace unos cinco años con un proyecto del Organismo Internacional de Energía Atómica, que depende de Naciones Unidas y se dedica al estudio y uso pacífico de isótopos radioactivos que ya están desperdigados por el ambiente”, recapitula Marcos. “Con estos investigadores, que pertenecen a la Comisión de Energía Atómica de Francia, comenzamos a trabajar con isótopos artificiales, entre ellos cesio 137 (137Cs) y plutonio 240 y 239. La pregunta de ellos radicaba en ver cómo las pruebas nucleares francesas en la polinesia habían influenciado en la caída de radionucleidos ambientales en nuestra región. En esos trabajos vimos que en Uruguay hay un 60% de aporte radioactivo de las bombas francesas, lo que constituye una marca isotópica distinta a la que hay en otras partes del mundo”, agrega, aclarando que no se refiere a una radiación contaminante, sino a “una marca isotópica que te permite datar”.
Cuando sospechamos que algo está mal con la estructura que nos sostiene, recurrimos a la radioactividad. Vamos al prestador médico, nos hacen una placa de rayos X, y así vemos qué tan bien están los huesos. Este trabajo hace algo similar con el país agroproductivo y la salud de la tierra que lo hace posible. Gracias a los átomos y la limnología podemos tener una imagen de cómo está el suelo y la tierra, la estructura que hace posible la fruta y la verdura que comemos, o la carne, la lana, la soja y la madera, que en gran parte exportamos.
“Esa marca isotópica es la que usamos en este artículo para datar el sedimento de forma más precisa”, señala Marcos. Mirel, por su parte, explica: “La lluvia radioactiva se fija en el suelo. Tener esta información isotópica es útil para estudiar la erosión”. Es como la proteína verde fluorescente en los tejidos para ver fenómenos biológicos. O como las moléculas a las que se adhieren elementos radioactivos para poder rastrearlas dentro del cuerpo en el caso de la radiofarmacia. “Es la misma idea, es un trazador, pero en este caso ambiental y provocado por estas pruebas nucleares”, reafirma Marcos.
Sin embargo, en este caso, en el que extrajeron un núcleo de sedimentos de la represa de Palmar y otro de la de Rincón del Bonete, ambas en el río Negro, las marcas de isótopos de cesio y plutonio de las bombas atómicas francesas no entraron en acción, ya que esas pruebas fueron en los años 60. La represa de Palmar es de 1982 y, por tanto, no habría señal de las bombas francesas. Y en el caso del testigo de Rincón del Bonete, si bien podría estar esa señal atómica, ya que se inauguró en 1945, la muestra obtenida no llegó hasta el fondo del embalse. “En este trabajo, en el que los testigos son más recientes que las pruebas nucleares, el datado nos lo da el plomo, que es un marcador de origen natural. Mediante una función muy clásica podemos determinar que en Rincón del Bonete la parte más abajo del sedimento que obtuvimos era del año 1990”, dice Marcos. “Con Palmar sí llegamos al fondo de la secuencia de sedimentos, allí sí llegamos a los suelos inundados por la represa y obtuvimos una datación que corresponde al año 1978”, explica Guillermo.
“La parte más teórica de base que está subyacente en el trabajo es el transporte que hay desde las cuencas hacia los ecosistemas acuáticos a través de la conectividad hidrológica. El agua va transportando materiales particulados y de esa manera los embalses se transforman en colectores de información de todo lo que pasa en la cuenca. Parte de eso queda atrapado en los sedimentos y se puede utilizar esa información para saber cuáles son las actividades que se están desarrollando en la cuenca”, contextualiza Guillermo.
Expertos en isótopos radioactivos y limnólogos comenzaron a trabajar juntos luego de que el investigador Ernesto Brugnoli los pusiera en contacto. “Con Guillermo empezamos a conversar y nos dijimos de unir estas dos cosas”, dice Marcos. Guillermo amplía: “Ellos hacen este contacto con el equipo de Francia y así comenzamos esta suma de fuerzas”.
“Los franceses son muy rigurosos y tienen una gran capacidad de realizar estudios. Tratan mejor a los núcleos que nosotros a las personas, porque les hacen tomografías computadas, resonancias magnéticas, ecografías, todo sin pagar tickets ni nada”, bromea Guillermo. “Ellos tienen esa gran capacidad técnica. Trabajando en colaboración cada una de las partes va juntando piezas para armar una especie de puzle que cuenta esa historia que contamos acá, la historia del uso del suelo, la historia de cómo a lo largo de ese tiempo, a través de esa ventana que tenemos para ver, ha ido evolucionando la erosión, el uso del suelo y esa sedimentación en los embalses”, sintetiza Marcos.
“En este trabajo queda muy bien documentado y registrada la relación que hay entre los cambios en el uso del suelo, del reemplazo de la cobertura natural por una artificial, a través de diferentes elementos y estudios que se hacen, muy detallados, en los sedimentos. Esos estudios, que se hicieron cada un milímetro en el perfil del sedimento, van desde los trazadores de hierro y titanio, desde la datación con el cesio y otros elementos al estudio de isótopos estables que marcan el origen de la materia orgánica aportada por esos sedimentos”, redondea Guillermo.
El testigo de Rincón del Bonete abarcó sedimentos que fueron desde 1992 hasta 2020. El testigo de Palmar hizo lo propio desde 1982, año en que se inundó el embalse, hasta 2020. ¿Qué encontraron?
De dónde vienen los sedimentos
En el trabajo reportan que en Rincón del Bonete hubo una sedimentación promedio de 11 milímetros por año entre 1992 y 2020. En Palmar fue en promedio de 5,5 milímetros por año entre 1982 y 2020. Mediante el análisis de la relación de los isótopos de nitrógeno y carbono se puede determinar la fuente de la materia orgánica del sedimento.
“Lo que vimos es que la agricultura representa el 75% del origen de la materia orgánica de los sedimentos”, comenta Guillermo. En el trabajo lo reportan así: “Los resultados de la huella de los sedimentos indican que en ambos embalses las fuentes dominantes de sedimentos estaban asociadas con cultivos (en promedio 75% y 74,5% para las secuencias Rincón del Bonete y Palmar, respectivamente)”.
“Vemos con nitidez una relación causa-efecto con base en lo que encontramos nosotros entre el registro del sedimento y los cambios en la cobertura del suelo reportados en esas cuencas en esos años”, comenta Guillermo. Y allí Marcos agrega otro dato relevante: “Lo que vemos es que el origen de esa materia orgánica es pradera que fue movilizada para hacer lugar a cultivos nuevos”.
En el trabajo se da, si se quiere, un fenómeno paradójico: a veces aumenta el aporte de sedimentos que vienen de la pradera natural. “Las praderas tienen tasas de erosión bajísimas”, afirma Guillermo. ¿Y entonces? “Cuando el suelo donde hay pradera se moviliza para comenzar con un cultivo o forestación, ese suelo transportado tiene contenido de materia orgánica de la pradera, esa es su marca isotópica. El asunto es que ese suelo fue movilizado para iniciar cultivos. Luego de un tiempo esa marca isotópica va a empezar a cambiar y va a ser más la de los cultivos, soja, forestal, o lo que fuere”, explica Marcos.
El aporte de las praderas a la materia orgánica de los sedimentos es entonces una consecuencia del cambio del uso del suelo. La pradera que se limpia para cultivar o forestar no desaparece. Allí, en los sedimentos de los embalses del río Negro que acumulan lo que recogen las cuentas, siguen estando como un fantasma o un fósil que se empeña en decirnos que en el pasado las cosas fueron diferentes.
El trabajo nos muestra que, pese a que ahora tenemos un plan de manejo de suelos que busca limitar la erosión, la erosión se sigue dando. Y que cuando se altera el suelo que había para producir otra cosa, hay una erosión que termina en esos testigos de los sedimentos. “Probablemente, la tasa de erosión de los cultivos haya bajado respecto de cómo se hacía en la década de 1950 o 1960, cuando se araba. Lo que sucede es que el área dedicada a cultivos agrícolas y forestales se expandió. El área ahora es mucho mayor, está abarcando lugares que antes no eran de cultivo”, explica Marcos. “A su vez, los cultivos se intensificaron. Ahora, hay dos cultivos por año”, agrega Guillermo.
Podríamos entonces decir que ahora la erosión neta es importante, pese a que la erosión por área de producción es menor a la que se producía hace unas décadas atrás. Se produce con mejores prácticas, pero, como se expandieron los cultivos, muchos poquitos pueden ser más que pocos muchos. “Más allá de que la erosión haya disminuido, comparando cultivos de ahora con cultivos de antes, la sociedad agronómica tolera siete toneladas por hectárea de erosión por año”, desliza Guillermo. “Ese es el nivel de erosión que no se puede superar y que se toma como aceptable. Sin embargo, la tasa de regeneración del suelo es de una tonelada por hectárea por año. O sea, estamos siete veces por encima de lo que sería sustentable. Nos estamos salteando siete generaciones por año en cuanto a regeneración del suelo”, dice con cierta impotencia Guillermo.
Eso no quiere decir que en todos los suelos productivos se estén perdiendo siete toneladas de suelo por hectárea. Pero sí que el marco que regula está desajustado, si lo que nos proponemos es una producción sustentable. Nada es sustentable si en un año pierde lo que le llevará siete años recuperar. De cara una producción sostenible, parecemos habernos puesto un límite irreal. Pero eso trae aparejado otro problema.
“Este déficit y pérdida de suelo se subvenciona con el agregado de fertilizantes, pesticidas y todo el paquete tecnológico, que también van a parar a los sedimentos, al suelo y al agua”, dice Guillermo. “En países como Inglaterra e Irlanda la tasa de erosión máxima es de una tonelada por año por hectárea, que es lo que se calcula que se regenera. Aceptar límites por encima de la capacidad de regeneración del suelo es hipotecar el futuro”, agrega.
Por otro lado, tanto los fertilizantes como los pesticidas son insumos que tienen costos para el productor. “Por eso es que el agronegocio tiene que ir acompañado de políticas que estimulen ese tipo de emprendimientos, por ejemplo, a través de subvenciones a fertilizantes y pesticidas. Entonces, lo que algunos pierden comprando esos insumos lo pagamos todos. Y lo pagamos doblemente, pagamos ahora la exoneración de impuestos a esos agronegocios y pagamos con la pérdida de fertilidad de los suelos para las próximas generaciones”, comenta Guillermo.
“Mi visión es que, si vamos desde los años 50 a esta parte, la erosión ha ido bajando y los cultivos han ido aumentando. Pero estamos lejos de algo sustentable. Hay una evolución, se ha llevado a cabo algún tipo de política en ese sentido y eso está bien, pero si esas políticas son suficientes, esa es otra pregunta”, apostilla Marcos.
Picos
A través de sus múltiples análisis de lo que sucede con los sedimentos de los embalses del río Negro, observan dos períodos con picos de actividad o aceleración. El primero de ellos es en la década del 90, y lo asocian con el aumento de la actividad forestal. También ven que luego de que la forestación se instala, a medida que crecen los árboles, la pérdida de suelo decrece. “Se identificó una primera aceleración en el embalse de Palmar entre 1990 y 1995 (con un pico en 1993)”, dice el trabajo. “En la secuencia Rincón del Bonete, la década de 1990 mostró la misma tendencia, con un aumento en la acumulación de sedimentos durante el período 1992-1998”, agrega.
Los datos del contenido de hierro y titanio, de materia orgánica y huella isotópica, a su vez, coinciden con la información sobre los cambios de uso de suelo en las cuencas. “En la cuenca Rincón del Bonete se sembraron aproximadamente 6.000 km2 de árboles no autóctonos entre 1990 y 2001, con un incremento en el área sembrada de 500 km2 en 1988 a 6.610 km2 en 2001”, dice el trabajo. “Como respuesta a la siembra de eucaliptos y pinos, las tasas de acumulación masiva de sedimentos aumentaron en un 27% y 21% en los embalses Rincón del Bonete y Palmar, respectivamente”, reportan.
Luego, en el trabajo se reporta otra segunda etapa de aceleración de aportes de sedimentos, con picos en distintas décadas del siglo XXI, coincidiendo con la “expansión del cultivo de soja”. “Este período estuvo marcado por un mayor suministro de sedimentos originados en pastizales nativos, destacando el impacto de la expansión de la agricultura a expensas de la vegetación nativa”. Subrayan que “la mayor aceleración se observó entre 2002 y 2019, con un aumento del 20% y 67% en el aporte de sedimentos, y un aumento del 19% y 77% en los aportes terrígenos para los embalses Palmar y Rincón del Bonete, respectivamente”.
Ya hablamos antes de cómo los pastizales aportan sedimentos a estos embalses al ser removidos para los cultivos. Aquí dan las cifras: “En la cuenca Rincón del Bonete, la expansión del cultivo de soja se implementó a expensas de la vegetación nativa y la soja ocupó más de 700 km2 en 2019. Esta expansión llevó a un aumento del 58% en la contribución de la fuente de pastizales naturales a la secuencia de sedimentos de Bonete”. También dicen que “durante el período 2002-2019, la aceleración de la dinámica de los sedimentos estuvo fuertemente correlacionada con las superficies cultivadas de soja a escala nacional, lo que respalda el hallazgo de que la expansión de la soja fue el principal impulsor de la degradación de la tierra”.
Los pastizales naturales al sureste del río Negro fueron reemplazados por cultivos agrícolas hasta casi desaparecer, previo a la expansión agrícola que abarca este trabajo. Pero no es que allí no haya habido cambio del uso del suelo, sino que solamente se dio antes. En el caso de la cuenca de Palmar, la cuenca ya era agrícola. En los sedimentos entonces los investigadores ven huellas distintas.
“En lo que sería la cuenca de Rincón del Bonete, lo que se practicaba mayormente era la ganadería extensiva en praderas naturales, siendo las praderas mejoradas escasas. El proceso en Rincón del Bonete fue primero pasar de esa ganadería extensiva en pradera natural hacia una ganadería más intensiva con praderas mejoradas, es decir, pradera en la que se aplica herbicida para matar las hierbas y se fertiliza para que crezca la pastura. Luego, en esa zona, en la década del 2000, tenemos un primer reemplazo en el que se cambia esa pradera y viene la forestación, principalmente en la cuenca alta del río Tacuarembó. Después, a partir del año 2010, hay una expansión de la agricultura y se reemplazan las praderas por soja”, cuenta Guillermo. En Palmar fue otro cantar: “La cuenca de Palmar siempre fue agrícola y luego, en la parte de suelos más degradados o donde hubo mucha erosión, se forestó reemplazando algunos cultivos. Entonces en Rincón del Bonete se ven esas dos huellas, una primera huella que es la forestación inicial en la década del 2000 y la expansión agrícola a partir del 2010”, sintetiza Guillermo.
Un futuro erosionado
El artículo está diciendo que esta forma de producción actual de monocultivos, soja y forestación está erosionando el suelo al punto que no es lógico pensar que tendremos los mismos suelos de hoy dentro de unos años. “Sobre todo por el reemplazo de la cobertura natural”, comenta Guillermo.
En Rincón del Bonete hubo una sedimentación promedio de 11 milímetros por año entre 1992 y 2020, y en Palmar de 5,5 milímetros por año en promedio entre 1982 7 2020. ¿Son tasas de sedimentación sustentables? ¿Es mucho, poco, demasiado?
“Ese número habría que estudiarlo a ver si es sustentable o no”, dice Marcos. “Igual hay una cosa que está clarísima. El testigo de Rincón del Bonete tenía 35 centímetros y llegaba hasta 1992. Yo ya he sacado testigos que llegan hasta el suelo inundado en Bonete, en el mismo lugar, pero usando un aparato más pesado, y tenían una longitud de 45 centímetros. El suelo inundado de Bonete es de 1945. Eso quiere decir que entre 1945 y 1992, en 47 años, el sedimento acumulado es de diez centímetros, o sea, de unos dos milímetros por año, que es una sedimentación de cuencas naturales”, señala Guillermo.
“Siendo que de 1945 a 1992 se sedimentaron diez centímetros y de 1992 al 2021 se sedimentaron 35 centímetros, hay una diferencia grande entre lo que era una cuenca natural preservada, como era la del Bonete entre 1945 y 1992, a lo que sucede cuando empezó todo el proceso de transformación de la cobertura natural, con la introducción de arroz mezclada con ganadería, la forestación, intensificación ganadera y luego los cultivos de soja. Eso es lo que pasó en la cuenta alta del río Negro y del río Tacuarembó. Ahí tenés cuál es la sedimentación natural, que está cerca allí de dos milímetros por año. Desde 1992 en adelante esa sedimentación es de 11 milímetros por año”, dice, con la seguridad de quien tiene evidencia sólida entre las manos. “Esa es la mejor comparación, cuando comparás con tu propia historia, con lo que sucedía en esa misma cuenca años atrás”, lo secunda Marcos.
¿Inexorable?
El artículo tiene una cosa bastante polémica, y es el “inexorable” del título. Inexorable es algo que no se puede modificar. Si esta tendencia no se revierte, ¿cómo pasamos a un modelo de verdad sustentable? ¿Tenemos las manos atadas?
“Hubo polémica sí, el título era otro”, ríe Marcos. “Los franceses insistieron con el inexorable, pero en referencia al pasado, no al futuro. La idea es que, si seguimos cultivando de esta forma, inexorablemente se produce una degradación de la tierra”, contextualiza. Guillermo agrega que para sus colegas el “inexorable” era “un gancho para llamar la atención de lector”. “La expansión agrícola del pasado, inexorablemente conduce a esta degradación. En el futuro ojalá sea distinto”, dice Marcos.
“Hay que ir hacia un uso y manejo sustentable de los recursos naturales, en general, de todo lo que estemos hablando, suelo, vegetación, agua. No se puede transformar todo sólo pensando en el negocio de hoy. Lo que estamos haciendo hoy es un uso depredatorio de los recursos. Estamos perdiendo el suelo y contaminando el agua”, reflexiona Guillermo.
Marcos se encoge de hombros. “Yo no tengo una opinión formada de qué hacer, pero esto así no es sostenible”, lanza. Mirel dice que tampoco tiene la solución. Pero eso no implica quedarse de brazos cruzados. “Por ejemplo, estamos haciendo un esfuerzo para modificar un modelo matemático que se utiliza actualmente para determinar la erosión. Junto con el INIA estamos trabajando tratando de ajustar este modelo con datos de campo medidos a través de cesio, viendo la erosión desde 1960 hasta el día de hoy”. Ningún aporte es pequeño si nos lleva a un lugar mejor.
Las investigadoras e investigadores aportan evidencia. Aquí hay relaciones causales entre una forma de producir y una degradación del suelo. Entonces, al agro le puede ir bien y aun así costarle carísimo al país.
Artículo: Inexorable land degradation due to agriculture expansion in South American Pampa
Publicación: Nature sustainability (febrero de 2023)
Autores: Anthony Foucher, Marcos Tassano, Pierre Chaboche, Guillermo Chalar, Mirel Cabrera, Joan González, Pablo Cabral, Anne Simon y Olivier Evrard.