“Alcauciles al infierno” era una de las siete preparaciones que hace un siglo sugería el recetario La cocinera oriental, de María del Carmen Pérez, con esas enormes flores: “Debe elegirse los que sean más tiernos y, si es posible, de los llamados de espina, que son más sabrosos. Se les corta la punta de las hojas y poniéndolos boca abajo se aprietan para que queden algo abiertos. En seguida se colocan todos juntitos en una cazuela, bien paraditos, y uno por uno se les va poniendo aceite, sal y pimienta. En el fondo de la cazuela ha de ponerse un poco de agua para que no se peguen. Se tapan muy bien y se hacen cocer a fuego lento. Deben quedar doraditos y tiernos”. El capítulo VIII, “Legumbres y verduras”, los recomendaba, además, fritos, en tortilla, en salsa blanca, guisados, a la italiana y al natural. Los hogares de entonces parecían tener una relación más inmediata con estas plantas de la familia de las asteráceas, primas del cardo, también conocidas como alcachofas. El corazón es su parte más carnosa y apreciada, aunque para llegar a él hay que saber elegirlos, limpiarlos y pelarlos, una tarea “simple pero no fácil; lleva trabajo, pero vale la pena”, advierte la gastrónoma argentina Narda Lepes en su aplicación Comé+plantas, que justamente lleva esta flor de aspecto salvaje como logo.
Alcauciles del Uruguay
En Punta Espinillo, en el límite departamental con San José, la familia Bianco y Piano los cultiva desde hace generaciones, de manera que asistieron a los cambios en los gustos, la pereza o el desconocimiento actual para cocinarlos. Ahora buscan estimular el consumo de un vegetal al que dedican especial cuidado, esperando la cosecha entre fines de agosto y mediados de octubre.
“Acá manejamos 45 hectáreas y tenemos tres de alcauciles, pero en realidad están un poco escondidas, o sea, fueron plantadas donde la tierra es más productiva para el alcaucil. También tenemos espárragos en otro sector”, cuenta Jorge Piano sobre estos dos productos cuya zafra es en primavera. “Mi bisabuelo, Fidel Bianco, vino del Piamonte en 1931; en esta zona somos todos descendientes de italianos del norte y de portugueses. Venía uno, conseguía trabajo, compraba un campito, y así se armó toda una colonia”, relata. Hay que pensar, al mismo tiempo, que venían de cultivar en terrenos escarpados y llegaban a una geografía de algún modo más amigable. “En esa época tenían viñas, papas, alcauciles y espárragos, que era lo que ellos trabajaban allá en el norte, y lo que comían, obviamente. Con el paso de los años las costumbres de alimentación fueron cambiando, incorporaron verduras y dejaron de lado otras”, comenta, y piensa que de repente eso se deba a un tema generacional.
“Ellos plantaban lo que vendían; al principio, entre la primera y la segunda guerra mundial, era un poco trueque: uno carneaba chanchos, otro tenía leche. Esta planta que ves acá es hija de hija de hija de las semillas que trajo mi bisabuelo. Si mirás, desde la base larga hijuelos o brotes. Esos brotes son los que voy arrancando y trasplantando por los siglos de los siglos... Es una planta con sus cuidados, riego y agua, pero bastante rústica”, afirma, y no es difícil adivinarle el lejano ancestro africano.
¿Por qué es tan cara? “Porque cuido esta planta todo el año para que me dé ocho alcauciles, con suerte, a veces tres. Entonces, por un tema lógico, no puede ser barato”, responde. No faltan tampoco los días de lluvia, propios de la estación, que tornan la cosecha en una tarea resbaladiza. Hay veces que caminan 15 kilómetros en un día, revisando en qué están las flores, ya que es vital cortarlas en el momento justo.
“Cuando mi abuelo vino, todo el mundo plantaba alcauciles acá, porque se consumía mucho, pero después la gente fue buscando verduras más fáciles de trabajar y que rindan más. En vez de alcaucil, yo puedo plantar espinaca, y saco tres procesos por año. Entonces, claro, es más rentable. Los colegas plantaron lechuga, remolacha, espinaca, acelga. Ahí nosotros quedamos prácticamente como los únicos. Hay un par que todavía tienen, pero en cantidad somos los que más plantamos”, dice quien junto a su tío es uno de los socios de Alcauciles del Uruguay.
A veces, reconoce, en plaza aparecen alcauciles que se traen de Argentina: “No es necesario importar porque nosotros cubrimos toda la demanda. Pero al principio, cuando están medio caros, al importador que le sirve el negocio, trae”. Igualmente, a medida que la cosecha avanza, el precio baja. Sin intermediarios, ahora cuesta alrededor de 25 pesos la unidad, incluso menos por más cantidad. En esta época suelen salir a diario a hacer repartos a restaurantes y particulares, o a despachar fletes para otras zonas del país. “La idea es llegar con un producto fresco”, dice Jorge.
Las flores de Alcauciles del Uruguay pueden encontrarse también en grandes superficies comerciales en bolsas de cuatro. Si no hay más remedio que almacenarlos, pueden resistir unos 15 días en heladera. Pero los productores recomiendan comerlos frescos en setiembre y en todo caso congelarlos en bolsas al vacío en octubre, para poder disfrutarlos todo el año. Conviene saber que los primeros en ser cosechados son los más tiernos; después “la planta se va quedando sin fuerza y es delicada para el calor, entonces se abre”.
Tras la zafra, pasa el tractor y la planta se corta al ras, quedando en un estado de latencia en enero y febrero, para volver a brotar con las lluvias de marzo. Aunque el pulgón pueda atacarla en ese momento delicado, no suelen echarles pesticidas, ya que el alcaucil resiste.
La espina y la flor
Romanesco, blanco, violeta o como se lo quiera definir, existen tantas variedades de alcaucil como denominaciones. A fin de cuentas, como escribió Claudia Piñeiro en Catedrales, “la forma en que nombramos plantas, flores, frutos, aun usando un mismo idioma, devela nuestro origen tanto o más que cualquier tonada. De allí somos, de donde florece o da fruto cada palabra”. Acá el más popular es el que llaman criollo, que presenta pinchos o espinas -que obligan a utilizar guantes para su cosecha, porque además tiñen las manos-, y el porteño, de forma más redondeada y con menos bordes filosos, más consumido en Argentina y España. “Son nombres que se pusieron acá para diferenciarlos. El porteño rinde más, pero a la gente le gusta más el criollo porque es más sabroso, es más suave”, apunta Jorge Piano, que desconoce cómo llamaban en origen a esas plantas que viajaron desde el norte de Italia y sur de Francia. “No existe más esta semilla: imaginate que en 80 años la genética fue cambiando. Si quiero comprarlas, ya no hay”.
Del porteño sí adquieren semillas híbridas en ferias del alcaucil en La Plata, Argentina, explica, cuando la variedad va degenerando y las plantas mueren. Aunque se trata de un vegetal más frondoso, soporta menos el viento. La familia Bianco-Piano también cultiva alcauciles negros, a decir verdad, de un púrpura vistoso, más carnosos pero no tan gratos al paladar. Igualmente hay público para ambos, aseguran. Depende de la costumbre. Lo que tratan de evitar es que las abejas vayan de pistilo en pistilo y se dé una polinización cruzada, que resulta en un híbrido fibroso. Por eso desbrotan de la planta y no de la semilla. Han llegado a colocar bolsas sobre los cultivos para que los insectos no intervengan. “Pero la abeja rompió la bolsa y salió una planta deforme. Cuando querés controlar la naturaleza, ella te controla a vos”, concluye.
Lo más valorado en el mercado es encontrar un alcaucil que aún esté duro, esto es, que genere cierta resistencia al tocarlo, y que esté cerrado, que no tenga demasiados días desde su corte ni esté seco, y que no haya desarrollado una molesta pelusa o felpilla en su interior. Por más que aseguren que los más chicos son más tiernos, el público tiende a elegir las unidades más grandes, aunque después tenga que descamar capa tras capa.
En su casa, Jorge está habituado a prepararlo de cualquier manera o, como responde, gráfico: “En época de alcauciles, comemos alcauciles con alcauciles”. Siempre, claro está, antes que nada es necesario hervirlos. Después, lo más básico es incluir el corazón en ensaladas, con aceite de oliva y ajo, pero su familia aconseja preparar pascualina de alcauciles, tucos, echar las flores a la parrilla, abiertas al medio y al horno, con aceite de oliva, para sacarlas crocantes. Era tradición que su abuela María Rosa hiciera ravioles rellenos de espinaca y alcaucil, y que preparara escabeches que esperaban en bollones para ser abiertos a fin de año.
En Chile y Argentina, sobre todo por la fuerte impronta italiana en su población, “hay más cultura del alcaucil”, apunta el productor, pero en Uruguay, más modestamente, también hay “fanáticos”, asegura. Los italianos “de antes”, recuerda Jorge, los preparaban “a la romana o al infierno, que era cocido en su propio jugo a la cacerola. Eso es lo más sencillo, porque hay recetas que llevan mucha elaboración. Y hoy en día todos buscamos un poco la practicidad”, reconoce. Por eso mismo, contemplando el despiste o la falta de tiempo para cocinar, hace dos años empezaron a elaborar conservas para comercializar con una parte de la producción. Hicieron 4.000 bollones de 650 gramos y los venden a 450 pesos.
Reconstituyente
El C. cardunculus “fue activamente cultivado por egipcios, griegos y romanos, y a través de sus esfuerzos por separar especies, emergió el alcaucil”, es decir, el Cynara scolymus, apunta Amy Stewart en The Drunken Botanist. Es que tanto el cardo como el alcaucil tienen una larga historia como ingredientes de tónicos digestivos, dada la confianza en que estimulan la secreción de bilis, protegen el hígado y reducen el colesterol. Hay quien incluso utiliza las hojas de alcaucil para mezclar con el mate, o las seca pacientemente para hacer una infusión. De hecho, aprovechando las propiedades hepatoprotectoras de las hojas de la planta, se elaboraban medicamentos como Chofitol o Hepamida, antes de sustituirla por esencias.
Esta materia prima también figura en la mezcla base de varios amaros, como el fernet, y en particular el Cynar. En el citado manual de coctelería, Stewart dice que el alcaucil causa un efecto singular en los receptores del gusto, suprimiendo temporalmente en la lengua la detección del sabor dulce, lo que dificulta su maridaje con vino, pero se presta para interesantes mezclas que sacan partido de su amargor en un trago.