El nutricionismo es un enfoque que reduce la alimentación a nutrientes y valores aislados (por ejemplo, proteínas, grasas, carbohidratos, calorías) y deja en segundo plano los alimentos, los hábitos y el contexto en el que comemos. En los últimos años, con el boom de las dietas bajas en carbohidratos y keto, sumado al auge de la industria del fitness, este concepto cobró todavía más fuerza y adoptó nuevas formas. Una de ellas es la creciente preocupación por el consumo de proteínas.

Contar gramos, medir macros, leer etiquetas con lupa. Saber cuánta proteína tiene cada comida se volvió, para muchas personas, sinónimo de comer bien. En ese proceso, la proteína pasó de ser un macronutriente más a convertirse en un valor en sí mismo.

Barritas proteicas, alfajores proteicos, yogures proteicos, granolas proteicas y hasta la idea –no tan lejana– de un mate proteico. ¿En qué momento las góndolas uruguayas comenzaron a contar con productos enriquecidos en proteína? ¿Cómo este nutriente pasó de ocupar un rol técnico en la nutrición a transformarse en un argumento de venta, un símbolo de salud y, para algunos, casi una obsesión?

Para la nutricionista especializada en nutrición deportiva Cecilia Trías, el auge de los productos ricos en proteína no es casual ni exclusivo de Uruguay, aunque acá se dio con especial fuerza por una combinación de factores: “La proteína pasó de ser un nutriente técnico a convertirse en un símbolo de salud. ‘Prote’ hoy se asocia automáticamente a comer bien, a ser fit, a controlar el peso o a generar saciedad”.

A lo anterior se suma, según Trías, un marketing “inteligente y muy efectivo”, que aprovecha este boom para lanzar al mercado galletitas, postres, yogures, barritas, cereales y hasta chocolates proteicos que, en muchos casos, no mejoran sustancialmente su perfil nutricional, pero se venden mejor por llevar esa etiqueta. La nutricionista también señaló un tercer factor clave, que es la falta de educación nutricional sólida: “Muchas personas no saben cuánta proteína necesitan realmente, no distinguen alimento real de un ultraprocesado y buscan atajos: ‘Esto es proteico, listo’”.

Más allá del ruido mediático, la proteína cumple funciones esenciales. Está formada por aminoácidos y es un componente estructural y funcional clave del cuerpo humano. “Un adulto promedio tiene entre 10 y 12 kilos de proteínas, de los cuales entre el 60% y el 70% se encuentra en el músculo”, explicó el nutricionista, también especializado en nutrición deportiva, Miguel Kazarez.

El especialista dijo que la proteína no sólo participa en la construcción y reparación de tejidos, sino también en el funcionamiento del sistema inmune, la producción de hormonas y enzimas y el transporte de sustancias. “No tenemos un depósito de proteínas como sucede, por ejemplo, con la grasa corporal. Por eso, es importante consumirlas todos los días y se insiste tanto en su ingesta”, agregó el profesional.

¿Cuánta proteína se debería consumir? No hay una respuesta única. Depende de factores como el peso corporal, la edad, el nivel de actividad física y los objetivos. Kazarez contó que durante años se recomendó un mínimo de 0,8 gramos por kilo de peso corporal por día, una cifra pensada para prevenir la desnutrición, no necesariamente para optimizar la salud. Hoy, distintos organismos internacionales plantean rangos mayores, especialmente en personas activas o que entrenan fuerza.

Trías lo detalló así: un adulto activo, que entrena de dos a tres veces por semana, debería consumir entre 1 y 1,2 gramos de proteína por peso corporal. Si se trata de alguien que tiene como objetivo la recomposición corporal (bajar porcentaje de grasa y/o aumentar masa muscular), se recomienda consumir entre 1,4 a 1,8 gramos (o incluso un poco más) de este macronutriente por kilo de peso.

Para los deportistas, contó Kazarez, organismos internacionales como la Sociedad Internacional de Nutrición Deportiva recomiendan entre 1,6 y 2,4 gramos por kilogramo de peso corporal en deportistas.

Bajado a tierra, una persona no deportista que pesa 60 kilos, entrena fuerza y busca mejorar su composición corporal debería consumir entre 84 y 108 gramos de proteína diarios. Eso puede alcanzarse, por ejemplo, con un desayuno que incluya, además de otros nutrientes, dos huevos y un café con leche; un almuerzo con una porción de pollo, pescado o legumbres, una merienda con yogur o alguna preparación como panqueques ricos en proteína; y una cena con carne, pescado o tofu. La clave está en distribuir la proteína a lo largo del día, dentro de comidas completas y equilibradas, según los alimentos elegidos y el tamaño de las porciones.

En este cálculo, es importante aclarar que el peso del alimento no es el mismo que el del nutriente. Por ejemplo, 150 gramos de pollo pueden contener unos 30 gramos de proteína.

Para algunas personas, ese consumo puede sonar parte de una alimentación habitual y alcanzable. Para otras, llegar a esa cantidad de proteína puede resultar más complejo. Es ahí donde entran en juego los productos enriquecidos en proteína, como el whey protein o las barritas proteicas, que pueden funcionar como una herramienta práctica para complementar la dieta y ayudar a cubrir esos requerimientos diarios.

El problema aparece cuando esa herramienta pasa a ocupar el centro de la alimentación y desplaza alimentos básicos, accesibles y culturalmente arraigados.

Del alimento real al producto enriquecido en proteína

Ambos profesionales consultados insistieron en que no hay mejor fuente de proteína que aquella que proviene de alimentos reales, sin procesar o mínimamente procesados: huevos, carnes, pescados, lácteos, legumbres, frutos secos, cereales.

En el caso de optar por un producto enriquecido en proteína, Trías recomienda leer los ingredientes y la cantidad real de proteína que contienen, que idealmente tiene que ser al menos unos 15 gramos de proteína por porción. Y es que no es raro encontrar productos que se presentan con etiquetas llamativas como “proteico”, pero que en la práctica aportan 2 o 3 gramos de proteína, junto con cantidades elevadas de carbohidratos, grasas y calorías.

A su vez, es clave revisar la fuente de la proteína: “las mejores opciones son whey protein o suero de leche (concentrado, aislado o blend), proteína de leche (caseína), clara de huevo y proteína vegetal (como soja aislada o arvejas, si son bien toleradas)”, apuntó la nutricionista.

Según Trías, para que un producto proteico sea una buena opción, la proteína debería figurar entre los primeros ingredientes, ya que el orden indica la cantidad de cada componente, de mayor a menor. Además, advirtió que cuanto más extensa y difícil de entender sea la lista, mayor suele ser el grado de procesamiento. En ese sentido, una señal positiva es encontrar etiquetas con entre cinco y ocho ingredientes, preferentemente con nombres reconocibles.

Kazarez sumó que es importante mirar los productos más allá de la proteína: “Verificar si contienen azúcar, qué tipo de grasas tienen, cuánta fibra aportan. Cuando se trata de whey, por ejemplo, hay que preguntarse de qué tipo es, si es de calidad y si está sometida a programas de certificación de terceros. No es un detalle menor de dónde proviene esa proteína y qué tipo se utiliza”.

El nutricionista alertó que estudios internacionales muestran que muchas veces la cantidad de gramos de proteína declarada en un producto no es exacta. “En las etiquetas se tiende a sobreestimar el contenido proteico, y la diferencia entre lo declarado y lo real puede variar entre un 10% y un 26%. Esto no es menor, porque muchas veces la gente paga más caro un producto creyendo que aporta mucha más proteína de la que realmente contiene”, explicó.

Kazarez señaló además que el agregado de proteína suele generar lo que se conoce como un “halo saludable”: el consumidor percibe automáticamente el producto como más sano, aunque su composición general no haya mejorado. “Si ese mismo alimento no fuera ‘proteico’, muchas veces no sería considerado una buena opción. La proteína funciona como una etiqueta que modifica la percepción, no necesariamente la calidad”, explicó.

Por todo esto, dijo Kazarez, es importante consultar fuentes confiables y profesionales que no tengan conflictos de interés, que puedan hacer recomendaciones independientes. También agregó que es útil recurrir a páginas especializadas e independientes que analizan suplementos y alimentos proteicos para verificar si efectivamente contienen lo que declaran.

El dilema del conflicto de interés en nutrición

En redes sociales, muchas de las recomendaciones sobre suplementos y productos proteicos provienen de nutricionistas que trabajan o colaboran con marcas. Esto abre una pregunta clave para los consumidores: ¿cómo saber cuándo una recomendación es realmente profesional y cuándo responde a un interés comercial? Y, desde el lado de los especialistas, ¿qué criterios se aplican para decidir con qué marcas trabajar y con cuáles no?

Para Trías, el límite no lo marca la ley, sino la ética profesional. “No creo que el problema sea recomendar productos, sino cuando el producto se presenta como necesario: ‘si entrenás, necesitás esto’, ‘si no usás esto, no llegás’, ‘esto es clave para estar saludable’. Ahí se deja de educar y se empieza a generar dependencia”, señaló.

En su práctica profesional, aseguró priorizar la honestidad y trabajar sólo con marcas en las que confía y que respetan el rol del nutricionista como profesional, y no como simple canal de venta. “No hace falta un disclaimer eterno, pero sí honestidad directa. La falta de transparencia rompe la confianza, y la confianza es un capital profesional”, afirmó.

Trías también remarcó que educar implica ubicar a los productos y suplementos en el lugar que les corresponde. “La base siempre es la alimentación real: alimentos naturales y enteros. El producto o suplemento es una herramienta puntual. Hay que dejar claro quién lo necesita y quién no, contemplar contextos digestivos, económicos y de frecuencia. Educar no es convencer ni vender, es brindar información con criterio para que cada persona pueda elegir”.

La nutricionista sostuvo que el conflicto de interés aparece cuando el contenido empieza a servir más al producto que a la persona: “Hablar bien de proteína hoy implica hablar de comida real, no alimentar miedos ni dependencias, sostener coherencia entre lo que se dice en redes y lo que se recomienda en consulta”.

Cuando la conciencia suma (y no resta)

Uno de los impactos positivos que trajo esta tendencia es, según Trías, que más personas comenzaron a interesarse por el entrenamiento de fuerza, un aspecto clave para la salud metabólica, la funcionalidad y el envejecimiento saludable. “Se empezó a hablar más de la masa muscular como un órgano protector, y eso ayudó a romper mitos, especialmente en mujeres y en personas mayores”, indicó.

Además, este foco en la proteína despertó en muchas personas una mayor curiosidad por lo que comen. “Aunque sea desde un lugar básico, hubo más preguntas sobre los alimentos, menos miedo a la comida ‘real’ y más conciencia sobre la importancia de comer suficiente”, agregó Trías. En ese sentido, para muchas personas –sobre todo mujeres, acostumbradas a las dietas del hambre– este cambio implicó volver a consumir alimentos tradicionales con menos culpa.

La diferencia está en la línea que separa conciencia de obsesión. Para Trías, la conciencia amplía opciones, mejora decisiones y da libertad. En cambio, la obsesión reduce, genera culpa y rigidiza la relación con la comida.