Luego de 80 años, la Orquesta Sinfónica del Sodre (Ossodre) vuelve a interpretar el ciclo sinfónico completo de Beethoven, un personaje tan decisivo en la novela de la cultura culta y popular como Albert Einstein o Sigmund Freud. Un autor de anticipación que no necesita inventar la máquina del tiempo: Beethoven es, él mismo, ese artefacto.

El auditorio de la calle Andes vibra con menos tensión de la que debería. No se palpa el nerviosismo del acontecimiento que está por ocurrir. Es sábado 10 de agosto de 2019. Entra la orquesta. Breves aplausos rituales. La concertina alterna de la OSSODRE le pide al oboe una nota de la. Afinan sobre la base de ese quejido. Está todo listo para que vuelva a suceder lo que hace 80 años que no sucedía. Es la duración de una vida humana longeva. Más de lo que tarda en pasar el cometa Halley. La última vez que se ejecutaron en Uruguay las nueve sinfonías de Ludwig van Beethoven en un ciclo completo fue en 1939. Ahora ese animal de nueve cabezas está por encarnar de nuevo en la Sinfónica del SODRE.

Bajo. Picado de viruela. De mal carácter. Beethoven no es sólo música. Tanta es la potencia de su nombre que cuesta ubicarlo en una cronología. Asumir que mientras estaba componiendo, en su Bonn natal primero y en su Viena de adopción después, en el Río de la Plata eran los años de la revolución artiguista. Que ambos próceres eran hijos del Iluminismo. Ese movimiento de las ideas que a José Artigas le dictó las Instrucciones del año XIII y al músico la Sinfonía Número 3, la Heroica. Una sensibilidad que postulaba, en estas Pampas, “naides es más que naides” y que en Viena generaba la escena –quizás apócrifa– de un Beethoven llevándose la mano al corazón y a la cabeza mientras decía: “Aquí está mi título nobiliario”.

La primera y la tercera

Auditorio del SODRE, 2019. El director ya está en su podio. Ya se palpa ese silencio que antecede al primer sonido. Se sabe que la Sinfonía Número 1 es una transición. Que todavía no es la música que hará que Beethoven sea Beethoven. Que todavía tiene los restos de ese pop suave y genial de Mozart. Que aún no porta la distorsión de la desmelenada desmesura del Romanticismo. En cierta manera, mientras la dirige en escena, el director de la Ossodre (Diego Naser) aún no ha asumido la actitud corporal que exige el Beethoven maduro. Todavía no se ha encorvado formando ese círculo casi simiesco con sus brazos, como si quisiera abrazar los sonidos a puñados y tirarlos lejos, para poder traerlos de nuevo vueltos otra cosa. Eso ocurrirá una hora más tarde con la Sinfonía Número 3. Con la Heroica. La envuelta en la leyenda. La que se dice que estaba dedicada a Napoleón hasta que el compositor, en un rapto de ira decepcionada, tachó el nombre con tanta fuerza que rasgó la partitura. También Simón Bolívar se había desilusionado. “No aspiro a otra cosa que a ser un diamante en el puño de la espada de Bonaparte”, había dicho con entusiasmo juvenil. Pero el adalid de la libertad de Europa se coronó a sí mismo emperador y motivó desencantos en ambos márgenes del océano. En los teatros de la música y en los teatros de la política. Lo sabía Alejo Carpentier, que colocó a la Heroica como trasfondo de El acoso (1956), que transcurre en un teatro de La Habana donde se ha refugiado un guerrillero. Otra vez la expectativa de si esa vez, esa vez al menos, no sobrevendrá la decepción. No. A juzgar por los aplausos, la OSSODRE ha pasado la prueba.

La sexta y la segunda

“En el duro pero transparente vaso de la forma sinfónica ha escanciado Beethoven el rubio vino de una ardiente naturaleza pastoral”, escribió Lauro Ayestarán en el naciente semanario Marcha, el 28 de julio de 1939. Para los cabalistas: Marcha recién iba por su sexto viernes cuando Ayestarán escribe sobre la Sinfonía número 6.

Los biógrafos de Beethoven han señalado siempre que sólo en el campo parecía encontrar algo de paz. Que ese espíritu rebelde que renegó de su padre cuando su padre se convirtió en un borracho –y renegó tanto que pidió a su mecenas que le asignara una parte del sueldo que antes le daba al padre, ya que ahora era él quien debía mantener a la familia pese a ser apenas un adolescente– buscaba en las amistades con las que se alojaba en sus retiros rurales mucho más que descanso. Que ahí buscaba la perdida arcadia de una vida familiar. Por eso es posible que sea la más proustiana de las nueve. Por algo El Señor de Charlus le hace notar a Marcel que es la Pastoral eso que se está escuchando de fondo, venida no se sabe de dónde, tocada por unos músicos invisibles, en el momento previo a una despedida que será para siempre. Quizá ese tono de En busca del tiempo perdido (1913) se refleje ahora en la Pastoral y no a la inversa, como se le había ocurrido a Marcel Proust mientras escribía. Quién sabe. Ni escritor ni compositor pueden hacer otra cosa que poner garabatos en el papel. Luego, cada uno de quienes ocupan las butacas tiene que hacer el resto. ¿Qué pensará ese hombre algo encorvado que está en todos los conciertos? ¿Y la mujer que ayer estaba en la fila de adelante y que mientras tocaba la orquesta pulsaba en el aire las cuerdas de un violín imaginario? No está en el mismo asiento. La busco. Hoy se ha ubicado en uno de los palcos. ¿No habrá encontrado entrada en la platea o habrá preferido ver el espectáculo desde arriba, para observar con más detalle?

El sordo de Lepanto

Es verdad que en un sentido superficial se puede entender la condición de sordo de Beethoven como una paradoja trágica al estilo de la ceguera de Jorge Luis Borges o, en menor grado, como el carácter de manco de Cervantes. El grado es menor porque en el caso del autor de El Quijote tal vez no sea tanto un impedimento de escribir –a fin de cuentas, puede dictarlo o usar la otra mano– sino una línea de marcador fluorescente sobre su oficio de soldado. Algo que lo emparenta con predecesores como Esquilo y su célebre epitafio: el gran trágico griego prefirió ser recordado “apenas” como un hoplita de Maratón. Es justo. Sin Maratón no habría habido nunca Beethoven, sino que todo sería una salmodia repetitiva de cantos que agradasen a la corte. Pero no es de ese tipo la sordera de Beethoven. Es tanta la potencia simbólica del músico alemán, que Ricardo Piglia en Formas breves (1999) se pregunta si esa “mítica sordera” no fue “la primera elección de un artista ante la creciente presencia de la cultura de masas como infierno sonoro”. Beethoven, ya se sabe, genera sentido hacia adelante.

La formación de la OSSODRE el domingo 11 de agosto de 2019 es diferente que la del día anterior. El director explica que comenzarán con la Sinfonía número 6 en vez de iniciar con la Sinfonía número 2, para hacer el programa en el mismo orden que lo hizo Erich Kleiber 80 años atrás. El ritual no debe romperse.

La cuarta y la quinta

Mañana, sábado 17, es el turno de uno de los platos fuertes del ciclo. “Desde la articulación de las famosas cuatro notas iniciales hasta el ataque hosco y decidido de los acordes finales, Kleiber desarrolló la más admirable y ardorosa teoría de la forma sinfónica de la Quinta de Beethoven”, escribió Ayestarán en Marcha el 4 de agosto de 1939. En la portada de ese viernes se anunciaba que el primer ministro británico Arthur Chamberlain había reiterado “que si Polonia se viera precisada de ir a la guerra por Danzig, Inglaterra peleará de su lado”. Se acercaba la Segunda Guerra Mundial. Acá, en esta misma manzana pero en el viejo Estudio Auditorio, aquellas amenazas se suspendían por un momento. “Esas cuatro notas iniciales que han dado origen a un viejo pleito todavía sin liquidarse –entre los trascendentales que insisten en tomarse en serio esta contestación dada por el autor a su amigo Schindler, ‘así llama el destino a la puerta’, y los que con más liviandad y probablemente con más musicalidad aseguran que el diseño reproduce el inocente canto de la oropéndola– tomadas con la más noble limpieza musical, nos colocaron en el más preciso estado de gracia beethoveniana”. Así lo escribía Ayestarán y así ha de haber sucedido. El Beethoven de la quinta ya es Beethoven. Quizá no haya otro que lo sea más que ese.

Un Beethoven que al Mario Levrero de La novela luminosa (2005) le hace pensar en un niño tocando un tambor. Su música retumbante y titánica le resulta cómica. En Silogismos de la amargura (1952) Emil Ciorán dice que Beethoven “envició la música” al dejar que entraran en ella la cólera y los cambios de humor (aunque en otro de sus libros, Breviario de la podredumbre –1949–, en un raro rapto de mínima condescendencia con la especie, el pesimista rumano destaca que es con Beethoven que la música se dirige por primera vez a los humanos).

En El tambor de hojalata (1959), de Günter Grass, hay una efigie de Beethoven junto a una de Adolf Hitler en el salón del hogar familiar del narrador, aunque Grass lo explica por los delirios de la borrachera permanente del dueño de casa. Coexistencias y refutaciones que más que en su sonido hay que buscar, tal vez, en eso que Julio Cortázar llamaba “el misterio ontológico” del músico de Bonn.

La séptima y la octava

En Santa Evita (1995), de Tomás Eloy Martínez, el alegretto de la Séptima es uno de los pocos alivios para quien ha sido testigo de las muchas muertes de Eva Perón y debe acompañar una de las últimas travesías del cadáver legendario: “Aquella música se encrespaba dentro de él como el cuerpo de allá abajo, crecía y se endulzaba y se estremecía con la misma insolencia majestuosa”.

La Sinfonía número 7 será la que se escuche en el Auditorio del SODRE el domingo 18. Junto con la Octava. Habrá que confirmar si es cierto lo que escribió Ayestarán en Marcha luego del concierto de 1939, del que este será espejo. Ayestarán constata que las sinfonías pares de Beethoven son siempre “serenas y casi arcaicas”, en tanto que las impares son “tumultuosamente geniales, con un rebrillar de audacia”.

¿Habrá sido la serenidad de la Octava la que situó Roberto Bolaño en 2666 (2004)? Aunque el escritor chileno no explica de qué obra beethoveniana se trata, la ofrece a uno de sus personajes, balsámica, como una música que se elige de un disco, para escuchar a solas en su casa y tener sueños plácidos y felices.

La novena

Es la apoteosis. El Himno a la alegría. Y también la paradoja: que como himno europeo simbolice un protocolo cuando el compositor rechazaba tanto el minué diplomático que se negó siempre a llevar peluca, incluso cuando debía presentarse ante Franz Joseph Haydn, el Octavio Paz de su tiempo. Pero es lo que es, y el 25 de agosto sonará en el Auditorio luego de las notas esperpénticas del himno de Francisco José Debali. Seguramente a sala llena, algo que no ha ocurrido con los dos primeros conciertos.

La Novena es la única que rivaliza con la Quinta en cuanto a su popularidad y, por lo tanto, en su presencia como música incidental de varias obras literarias. Se toca en El hombre sin atributos (1943), de Robert Musil, y un personaje de Thomas Pynchon, en El arcoíris de la gravedad (1973), dice que cuando escucha la Novena escucha la invasión a Polonia.

Es la música que el 21 de mayo de 1981 eligió François Mitterrand para que diera inicio su gobierno mientras él entraba, solo, al Panteón de París a dejar una rosa roja al pie de la tumba de Jean Jaurés y otra al pie de la tumba de Jean Moulin. El mártir del pacifismo socialista y el mártir de la resistencia a los nazis. Eran, las de la Novena, las notas de obertura de un paroxismo de esperanza, del parto de una nueva era. Habría, en una semana, absoluta mayoría socialista en las cámaras, cuatro ministros comunistas, fin de la pena de muerte, despenalización de la homosexualidad y un impuesto a las grandes fortunas. Era todo alegría, como en la Novena. Una alegría que como bien calibró Beethoven, con la atormentada lucidez del ofuscado, siempre incluye la potencialidad de su decepción. Algo de esa lucidez ha de haberse filtrado a través de esa música hacia quien está narrando ese acontecimiento de la historia de Francia. Al terminar el día y terminar la crónica, en un final de anticipación política y brillantez periodística, Gabriel García Márquez remata su artículo con una negación. “No: yo hubiera querido estar entonces en cualquier parte menos durmiendo dentro del pellejo de François Mitterrand”. Tampoco Beethoven auguraba mejor descanso. Sí, es posible escribir una historia de los últimos dos siglos a partir de las apariciones en escena de la música de Beethoven. Sí, el sordo de Bonn –y de Lepanto, y de Gdansk y de Montevideo– es la máquina del tiempo.

Detalles

Los tres conciertos que restan para completar el ciclo se desarrollarán en el Auditorio del SODRE (Andes esquina Mercedes) y comenzarán a las 19.00. En todos los casos, la OSSODRE es dirigida por Diego Naser y habrá bonus track de excepción.

Mañana, turno de la Sinfonía número 4 y de la Sinfonía número 5, se escuchará también el Concierto doble de Johannes Brahms con dos grandes solistas: el israelí Pinchas Zukerman y la canadiense Amanda Forsyth.

El domingo 18, junto con la Sinfonía número 7 y la Sinfonía número 8 se programaron tres arias de Georg Friedrich Händel, cantadas por el contratenor brasileño José Lemos.

El domingo 25, para la Sinfonía número 9, la OSSODRE estará acompañada por el Coro Nacional del SODRE, que tendrá como solistas a Enrique Folger, Hernán Iturralde, Stephanie Holm y Sandra Silvera.

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