Cuando empecé a planificar esta nota, pensaba dedicarla a mis maestras de primaria. Se nos escapa velozmente el año que generó tantas reflexiones en torno al cincuentenario del golpe de Estado, y entre esas reconsideraciones estuvo la mía personal –puede parecer pueril– de que toda mi etapa en primaria transcurrió en dictadura. Yo tenía cuatro años en 1973, atravesaba mi primer curso escolar, la jardinera, y quedaba por delante más de una década.

Los niños no tienen un espacio político. ¿O sí? ¿No es, acaso, la escuela nuestro primer foro, donde estrenamos una suerte de incipiente ciudadanía? Nos lidera en ese ámbito un docente, generalmente una maestra, que se vuelve nuestro modelo y nos orienta o disuade en nuestras primeras prácticas cotidianas. Prestar la goma de borrar o pedir disculpas a un compañero: esas pequeñeces son cimientos que sustentarán nuestra vida social. Si todas esas maestras que marcaron mi infancia hubieran sido destituidas, exiliadas o presas, ¿qué habría sido de mi generación? Por eso, en principio, esta nota se proponía agradecerles.

A Rosita, mi maestra de jardinera, a quien el golpe sorprendió a mitad del año, aunque sus alumnos, en ese entonces y por muchos años más, no pudimos registrarlo como un hito en nuestra historia. ¿Cómo habrá sido para ella? Nunca lo sabré; sólo conservo la memoria de retazos de imágenes de aula: el olor a plasticina, el tacto rugoso de las hojas de garbanzo, las crayolas de colores, las mesas y sillitas a mi altura.

A Nelly, mi maestra de primero y segundo, adorada, con su gesto pensativo acariciándose el mentón.

A Ana Lea, mi maestra de tercero, que llegó a enseñarnos algunas palabras en inglés.

A Bentos, mi maestro de cuarto, que pronunciaba mal adrede mi apellido, para que yo lo corrigiera.

A Elsa, de quinto y sexto, tan amada. Ella nos habría acompañado hasta el egreso si no fuera por una razón, nunca explicada, que nos la arrancó entrado el curso de 1980. La directora nos dio la clase un día; a nuestro estupor sólo pudo responder: “Elsa no va a volver”. Mi mamá averiguó dónde vivía, hizo una colecta para un ramo de flores, enorme, como los de los cementerios, y nos acompañó a visitarla. Éramos un grupito de niñas. Recuerdo que, inquietas sobre los sillones, hablábamos entreveradamente, intercalando risitas y gestos de burla, mientras mamá y Elsa hablaban en voz baja. Mamá la miraba con grave interés mientras Elsa encogía sus hombros con una mueca mezcla de dolor y rabia. Cuando la despedimos, ella nos abrazó muy fuerte. Muchas veces la recuerdo y me pregunto, de su vida, qué habrá sido.

En su lugar llegó Graciela, joven, de largo pelo castaño y ondulado. Ella nos pidió que el libro que ya teníamos, Historia nacional, editado por el Consejo Nacional de Educación (Conae), lo trajéramos todos los días en el portafolio sin falta, pero además nos mandó comprar otro, Historia del Uruguay. Manual para escolares, de Alfredo Traversoni. El del Conae era satinado, brilloso, lleno de imágenes y mapas. El de Traversoni era pura letra, páginas rugosas, de edición más vieja –ahora sé que era un clásico de 1958–, pero Graciela le ponía tal entrega y fervor cuando nos contaba los episodios de nuestra revolución oriental, que despertó nuestra curiosidad por las historias mínimas. Como ella no sabía responder nuestras preguntas, nos enseñó que muchas respuestas pueden ser saciadas por la imaginación: nos mandó de deberes escribir una carta como si nuestra familia formara parte de “la Redota”. La pasión de aquella tarea, el afán de contar desde la intimidad lo que los titulares no lograban, se convirtieron en parte de mí por siempre.

De esas maestras, fermento indómito de ciudadanía, iba yo a escribir.

Pero esa semana recibí una invitación que me hizo cambiar de planes. Mi amigo Cranquebuille Cranque Stefani, el escritor ciego de 90 años, me invitó a acompañarlo a la ceremonia de un nuevo reconocimiento que recibiría en la Intendencia de Montevideo (IM): el 14 de diciembre sería la ceremonia de mención de los relatos seleccionados en el XIII Concurso de Cuentos Cortos de Personas Mayores, que este año fuera convocado bajo la consigna “Historias de la escuela”. Cranque estaba entre los galardonados, y allí lo acompañamos, con orgullo y admiración, a que recibiera su diploma y sus ejemplares. De regalo me llevé uno, que me puse a hojear apenas llegué a casa. Entre los más de 150 cuentos que conforman el libro, hay tiernas alusiones a eventos cotidianos de la escuela, compañeros inolvidables y primeros amores, pero muy especialmente se destacan las maestras.

En el prólogo, el director de la Secretaría de las Personas Mayores de la IM, Leonel Molinelli, dice que el libro “navega a través del siglo XX recogiendo vivencias en 107 escuelas públicas y 28 privadas de 52 barrios de Montevideo y 18 localidades del interior del país, pero también incorporando historias de escuelas en Egipto, Brasil y Argentina”. Agregaría algo que me llamó la atención al recorrer sus páginas, y es su valor de documento histórico, ya que los relatos se remontan tan atrás en el tiempo como la década de los años 40. Cuántas subjetividades, de las que nada sabríamos si no se hubiesen contado en ese libro, se desarrollaron en esos salones de clase. Cuántas maestras que marcaron otras tantas vidas. Escribir sobre ellas y leer esos cuentos las resucita, como también logra “resucitar a los vivos”, al decir de Carlos Skliar,1 porque latimos, al leer, como laten otra vez en esas páginas “Alicia, excelente maestra que tenía una colección maravillosa de libros que nos prestaba los fines de semana, [o] María Esther, mi maestra de tercero, severa y maravillosa, que me mostró el camino del Magisterio como una vía para la vida” (Alfredo Salsamendi, página 30). Vuelve a la vida la señorita Rossina, inspiración de Blanca Alzamendi: “Comencé a escribir más que nada en honor a ella” (página 41). Viajamos al pasado y sentimos en la cabeza la caricia del maestro Julio, que “me dijo en voz baja –llegarás lejos, chiquita–”. (María Élida González, página 210). Rumorea a nuestro lado la presencia de la señorita Luisa, refugio de María Cecchini cuando su mamá cayó enferma: “Fue la que estuvo conmigo y me dedicó su tiempo aun afuera de clase. Gracias a ella pude superar el temor de perder a mi madre y recibirla con alegría cuando le dieron el alta” (página 104). Surge con fuerza implacable la imagen de la maestra Edith, “entusiasta, tenaz e insistente, y cuando un niño faltaba a clase, se hacía presente en cada domicilio para saber por qué” (Dante Santos, página 427).

Sentí entonces que no podía dejar de incluirlas en mi nota, aunque esta cambiara de rumbo. Era relevante porque la publicación del libro también era un evento de 2023, pero la foto se ampliaría hacia atrás en el tiempo; como con un gran angular, abarcándolas a ellas, retrocederíamos varias décadas.

Se me ocurrió en consecuencia que, dando un paso más atrás, también podría incluir el presente, cerrando así el panorama con otra historia mínima que no ha sido contada y que tampoco debería pasar al olvido.

En junio publiqué sobre la máquina de cuidar en que el sistema ha convertido a nuestras maestras. El tema me había surgido tras una situación pavorosa, en la escuela Brasil, en la que un niño perdió la punta de dos dedos al cerrarse violentamente sobre ellos la puerta de su aula. La noticia tuvo en vilo a la comunidad de la escuela, tanto por la salud del niño como por la acusación que acechaba sobre Elisa, su maestra. Se trataba de una puerta pesadísima, capaz de devorar la mano de un niño, una puerta como las hay todavía, incomprensiblemente, en nuestras más antiguas escuelas, sin tope ni amortiguador de cierre. Elisa estaba en el umbral, atendiendo a alguien que había accedido indebidamente: una promotora de espectáculos infantiles que iba de clase en clase ofreciendo sus servicios; alguien que, evidentemente, no debía estar allí en horario de plena labor. Por qué no encontró una forma más adecuada, dejando volantes o esperando a las maestras a la salida de la escuela; a quién se le había ocurrido dejarla entrar; cómo era posible que la puerta fuera tan pesada, eran preguntas que circulaban entre allegados a la escuela. Se hablaba de esas negligencias que las autoridades no atienden hasta el momento de un gravísimo incidente. La investigación administrativa contra Elisa estaba comenzando cuando escribí aquella nota. Ella había sido trasladada hacia otras dependencias de la Administración Nacional de Educación Pública mientras se esperaba la resolución, y, como tantos otros casos, el de Elisa también fue olvidado por la opinión pública. Fue el 10 de octubre de 2023 que le llegó la notificación de su sanción, que entraba en vigor de inmediato: la suspensión de sus funciones con pérdida de haberes por el período de 180 días. Se trata de la pena disciplinaria máxima, previa a la destitución, según figura en el artículo 66 del Estatuto del Funcionario Docente.

Esa noticia no captó la atención de los medios de prensa, por lo que muy pocas personas llegaron a preocuparse o imaginarse cómo podía vivir una maestra, jefa de familia, durante seis meses sin salario. Entonces pensé que si yo la incluyera en esta nota, con mi obsesión por las historias mínimas, tal vez lograría interesar a quienes lean por el día a día de Elisa: mientras espera los resultados de una apelación, sobrelleva los meses, de los cuales van dos y medio, dando clases particulares y haciendo suplencias en centros para personas sin techo.

Si así la escribiera, la nota cubriría cerca de 100 años de docencia en Primaria, evocados de una manera u otra durante 2023. Las estadísticas no registran esos pequeños relatos ni sus luces y sombras, aunque son de lo más importante en una vida. Por eso me gustó para un cierre del año, y la escribí.

Que 2024 nos encuentre más memoriosos, sensibles y justos.


  1. Skliar, Carlos, (2011). “Escribir y leer para resucitar a los vivos”, Novedades Educativas 2, 242, pp. 5-8.