El caso del asentamiento Nuevo Comienzo, en el que la Justicia obligó al gobierno a contemplar el derecho a la vivienda, puso de vuelta sobre la mesa un asunto que es vigente y refiere a las sentencias que garantizan derechos humanos. Más allá de los beneficios del eventual cumplimiento de derechos ante omisiones del Estado, este tipo de casos da lugar a la discusión sobre una tensión vigente entre la judicialización de la política, que es cuando la Justicia interfiere con sus dictámenes en la órbita de la política pública, entre otros, y la politización de la Justicia, que es cuando los propios gobiernos intentan delimitar el campo de sentencia del derecho. Claro que el resultado de esta tensión es subjetivo y depende del gobierno en el poder y de la doctrina de la justicia local, en principio.
Más allá de la tensión inicial de estos dos caminos, en algún momento se unen para dar lugar a un nuevo debate, ya no sobre el propósito, sino sobre el resultado inequitativo de este tipo de sentencias en que el Estado se declara ausente y el Parlamento hace la vista a un lado, que dan lugar a ciudadanías de segunda categoría ‒quienes no conocen y mucho menos llegan al sistema judicial para buscar un eventual amparo‒. Las ocupaciones son uno de los casos, pero también se puede hablar de recientes sentencias sobre tratamientos o medicación de alto costo, o incluso sobre temas laudados por consulta popular, como los derechos a la salud reproductiva. la diaria consultó a cuatro expertos en estos temas para saber su opinión al respecto.
La judicialización de la política
La judicialización de la política es un fenómeno surgido a finales del siglo XX que refiere a cuando la Justicia interviene en procesos políticos, en particular, en tres áreas: el control de la constitucionalidad, que se expresa cuando los jueces constitucionales tienen que tomar decisiones sobre la constitucionalidad de las leyes; el control de los funcionarios políticos electos ‒de lo que habitualmente se conoce como corrupción‒; y la judicialización de las políticas públicas, que es cuando las personas buscan que la Justicia dirima sobre algo que el sistema político no está solucionando; eventualmente por ineficiencia, pero también puede ser por temas de política pública en sí.
“Esto se viene dando desde los años 90, por lo menos desde 1992, y una de las expresiones es cuando se busca el acceso a un terreno o vivienda a través de ocupaciones: la gente ocupa terrenos y eso se lleva a la Justicia. Generalmente, se resuelve por algún tipo de negociación política, pero también están los casos en que se dan este tipo de procesos. Son situaciones complejas: muchas veces se trata de ocupaciones organizadas, lideradas o impulsadas por caudillos políticos locales, a veces con la mejor intención, por una cuestión de convicción, pero a veces por una práctica clientelar. En este sentido, el tema del caudillismo es interesante, porque es un resabio de la forma de funcionamiento de los partidos que viene desde mediados del siglo. Pero están los casos en que las ocupaciones fueron totalmente desorganizadas: la gente iba llegando al terreno y llamaba a la familia para que se instalara. Más allá de las particularidades de cada caso, siempre estamos en lo mismo, que es que a los jueces se les pide que se resuelva el acceso a una determinada prestación. Eso puede dar lugar tanto a una valoración positiva, en la medida en que tiende a resolver algunas ineficiencias que hacen que el Estado no provea determinados bienes que son necesarios o que es legítimo que la gente reclame, pero también tiene un aspecto negativo, en el sentido de que termina generando una distribución desigual de recursos”, opina Henry Trujillo, integrante del Instituto de Sociología Jurídica y del Observatorio de Justicia y Legislación de la Facultad de Derecho de la Universidad de la República (Udelar).
El caso de Nuevo Comienzo trae el debate a la mesa, pero sobran ejemplos en esta línea. Nos podemos remontar a los casos de contaminación por plombemia en La Teja, donde había cientos de personas asentadas sobre plomo y baterías que afectaron su estado de salud; también las sentencias que ordenaron construir nuevos alojamientos a privados de libertad ante el hacinamiento y, más recientemente, los medicamentos o tratamientos de alto costo.
“Ha habido una serie de medidas dictadas por la Justicia que tienen una interpretación racional en el contexto que se ha ido colocando Uruguay en términos de derechos humanos. Uruguay es un gran firmador y aprobador de convenciones internacionales, pero los sistemas jurídicos no se componen de textos aprobados ‒ese es el gran error que se transmite en la formación del derecho: que el derecho está en los textos‒, entonces la clase política, generalmente interesada en esto, se daba el lujo de aprobarlos para quedar bien con el electorado, cumplir con el mundo exterior, pero sabiendo que en los hechos no significa mayormente nada”, sostiene Óscar Sarlo, excatedrático de Filosofía del Derecho de la Udelar, actual integrante de la Academia Nacional de Derecho y de la Academia Nacional de Letras.
La politización de la Justicia
La contracara de la judicialización de la política es la politización de la Justicia, que se produce cuando la Justicia se involucra en la defensa y garantía ‒o no‒ de derechos fundamentales, un tema de amplio debate y más común en países como Argentina, Colombia o México en la región latinoamericana, donde existen tribunales constitucionales o jueces y magistrados que han incorporado al análisis de sus sentencias las perspectivas de los derechos humanos.
Pero en Uruguay no es tan común. “La tendencia en general es otra. Increíblemente se le tiene cierto temor. En general la Justicia trata de no involucrarse en las temáticas, con fallos que, de alguna manera, no profundizan mucho sobre el contenido de los derechos humanos, sino que determinan para el caso concreto y no se involucran en una cuestión que es más estructural. Son contadísimos los casos en que la intervención de la Justicia ha ido en la línea de profundizar esa mirada de tener un rol en las políticas públicas. Incluso, en la Facultad de Derecho, muchos de los profesores de Derecho Procesal enseñan a los alumnos que un principio es, justamente, la limitación que tiene el juez para intervenir en el caso concreto al que se lo convoca y [la implicancia de] que no va a incidir en una esfera que aparentemente viola el principio de separación de poderes, como puede ser el tema de indicarle al Poder Ejecutivo si tiene que formular una política pública en un sentido o el otro”, sostiene Valeria España, abogada con maestría en Derechos Humanos y políticas públicas, quien además trabaja actualmente sobre su tesis de doctorado referida a los riesgos democráticos y constitucionales del Uruguay contemporáneo, que incluye, entre otras, una radiografía sobre el Poder Judicial local.
Otra arista de esta politización es la importación del neoconstitucionalismo, una corriente europea que alteró la doctrina local, es decir, el pensamiento jurídico, otro componente de los sistemas jurídicos. “Se trata de una opinión, una política judicial, que toma la palabra a los textos aprobados por los legisladores y obliga a ponerlos en práctica, una corriente que a mi juicio tiene un sesgo individualista. Se aprovecha de que los Poderes Judiciales no pueden rechazar ningún pedido si se invocan argumentos o razones muy fuertes como la Constitución o una Convención Internacional, y la doctrina empieza a reclamar que se cumplan estas cosas. De un día para el otro, sin darnos cuenta, queda instalada una nueva concepción de que los jueces pueden disponer directamente por fuera de las políticas públicas, es decir, cuando no se ha asignado racionalmente fondos públicos y no hubo voluntad del Estado para concretar ciertos derechos. Esto ha jugado de manera alternativa: a veces para intereses de sectores populares y otras directamente a favor de sectores claramente privilegiados. Acá hay una mezcla muy clara de individualismo liberal y, entre medio, un aparato judicial que se muestra sensible a situaciones concretas porque son las que se le presentan, y una doctrina favorecida por la apertura del sistema a universidades privadas, que han alentado especialmente a los jueces a hacer justicia entendida en función de intereses individuales. En Uruguay no existía esta novedad porque vivíamos en un contexto en el cual se sobreentendía que los avances se hacían a través de políticas legislativas y públicas, y el Parlamento era el titular de ese poder. Hemos oscilado entre algunos jueces que creen que pueden imponer políticas públicas directamente y otros que creen que conviene intervenir en casos graves, cuando las políticas públicas son insensibles a algunos derechos fundamentales que están siendo sacrificados. Si hay políticas públicas fuertes, bien elaboradas, el Poder Judicial debería mantenerse ajeno a esto, pero puede intervenir en casos donde no está previsto, donde hay un vacío. Estamos viviendo un proceso fuertemente controversial, y me parece importante que acá y en el mundo haya una reacción contra esto, que limita el poder de los jueces a este nivel que estamos hablando, más allá de las omisiones de los legisladores. Estaría bien que los jueces, de alguna manera, ante situaciones como esta, obliguen a los legisladores a explicar qué han hecho y si podrían tener otra opción. Motivar soluciones, pero que sean para todos. Para eso tenemos una república; si no, estamos ante el típico modelo de república liberal, que fomenta una doble ciudadanía” explica Sarlo.
Sobre la neutralidad del derecho
En otros países, cuando se da la misma sentencia en un mismo sentido varias veces, se crea jurisprudencia y deja un precedente. En Uruguay no es así: el precedente no es obligatorio, pero las corrientes jurisprudenciales generan opinión en los tribunales y pueden generarse tendencias que inclinen la jurisprudencia en un sentido u otro. Por esto, muchas veces el tipo de gestiones en cuestión se tramitan a través de recursos de amparo, que son rápidos y con un diseño particular.
“La particularidad del sistema jurídico uruguayo es que el recurso de amparo no se resuelve por tribunales constitucionales, sino por jueces de instancia, y que al tener solamente revisión ante tribunales de apelaciones, no existe posibilidad de unificación de jurisprudencia, salvo como posibilidad histórica, empírica, pero no como posibilidad prevista normativamente. Eso no ocurre en los sistemas en que los amparos o las tutelas son competencia del Tribunal Constitucional”, explica Gianella Bardazano, profesora titular de Teoría y Filosofía del Derecho de la Udelar.
“En términos de impacto, y sin ponerse en la perspectiva del expediente, sino en la de la forma en que el Estado cumple su obligación, por ejemplo, respecto del acceso a la vivienda; si la única señal para los ciudadanos es que la forma de acceder a una vivienda es, en una semana, pidiéndole a un juez, no sería raro que se acumularan reclamos. Superada que sea la desigualdad en el acceso a la Justicia, la eventual desigualdad/imposibilidad en el cumplimiento ¿cómo será tratada en términos judiciales? En cualquier caso, pensando más en general acerca del impacto: las decisiones de los jueces ante reclamos individuales ¿serían una herramienta de cambio para el problema de la desigualdad? ¿Pueden tomar decisiones individuales caso a caso y contemplar la dimensión colectiva del derecho social y del problema de miles de uruguayos en esa situación? ¿Están los jueces en la posición institucional adecuada para esa valoración? ¿Es irrelevante esa valoración? Si compartiéramos esa respuesta como comunidad jurídica, aceptaríamos como supuesto básico que el derecho (el discurso jurídico) permite la expresión sin distorsiones de las pretensiones políticas. Es decir, que el derecho es neutral y su lenguaje es capaz de traducir e invisibilizar los desacuerdos políticos. Los bienes a los que refieren los llamados derechos sociales en sentido jurídico (salud, educación, vivienda, etcétera) pueden ser mejor apreciados conceptualmente como derechos en sentido político, es decir, como condiciones de posibilidad de la autonomía, constitutivos de un tipo particular de comunidad. Pero aun entendiéndolos como derechos liberales y exigibles individualmente, en la medida en que en muchas experiencias puntuales el litigio individual ha constituido una posibilidad efectiva de mejoras para personas, familias y grupos desventajados, el potencial de la herramienta de la exigibilidad como estrategia jurídica ‒que no es neutral políticamente‒, en situaciones excepcionales, es una herramienta propia de los abogados de derechos humanos, que los jueces activistas reciben de buen grado. Es importante tener presente que el litigio estratégico y el activismo judicial pueden ser progresistas o conservadores, para poner sólo dos calificativos de los varios posibles. ¿Y eso por qué? Porque determinar el alcance de nuestros derechos no es sólo asunto de abogados y jueces”, concluye Bardazano.