Hay pocas actividades que tengan un caudal de significados tan diversos como comer y beber. De la supervivencia hasta la sofisticación más esnob existen miles de capas y en cada una de ellas aparecen historias en las que la nutrición convive con el placer, las modas y mandatos modernos con los saberes ancestrales. La comida es alimento, productora de emociones, un lugar de encuentro y cobijo. Y es cultura. La cocina llegó a conceptualizarse, a desprenderse de su esencia utilitarista y convertirse en arte. Pero, como toda práctica, tiene su reverso. Comer y dar de comer pueden ser algo meramente cotidiano o dejarnos indiferentes, y también pueden convertirse en una práctica extorsiva con las políticas del hambre. De los reality shows gastronómicos y las miles de cuentas foodie de las redes sociales a los horror shows de los genocidios hay sólo un escroleo de distancia. En el medio aparecen las dietas, los desórdenes alimentarios, la cultura del bienestar y sus bajadas de línea, que poco tienen que ver con la salud y mucho con el statu quo. El acto de alimentarse es un proceso bioquímico, social y filosófico: somos lo que comemos, dicen.
Cada una de esas relaciones con el alimento produce relatos y esto quedó en evidencia en este número, en el que las crónicas sociales conviven con ensayos más íntimos y familiares. La comida como un entramado de saberes que producen identidad —y nostalgia— puede leerse en “Sazón y gorrión”, el reportaje de Salvador Neves sobre la gastronomía cubana y sus posibilidades migrantes en Uruguay. Esto aparece también en “Las recetas de Florita”, el ensayo de la periodista y cocinera mexicana Cecilia González, radicada en Buenos Aires, desde donde empezó a rescatar el legado culinario de su madre y la comida popular de las calles de Ciudad de México. En el cruce entre memoria familiar y crónica íntima aparece también “La Alegría de Comer”, un relato de la periodista y escritora venezolana Leila Macor en el que, entre el humor y algunos dramas, da cuenta de su intensa relación con la comida.
También hay reportajes más etnográficos, como “Un té en el desierto”, de la periodista y viajera Franca Levin, sobre la comida y la bebida en Mauritania, “Degustación villera”, del periodista argentino Hernán Panessi, sobre un paseo gastronómico en el corazón del barrio porteño conocido como Villa 31, y el fotorreportaje de Rodrigo Viera Amaral “Al paso”, sobre cómo comen los trabajadores de Ciudad Vieja. En ese barrio se sostiene una de las ollas populares más activas de Montevideo y lo narra Federico Medina en “Los sentidos de una olla”, una iniciativa que es mucho más que paliar el hambre: es el armado de un tejido solidario. El sentido de lo comunitario aparece también en “Lo que nutre”, la crónica de Agustina Ramos sobre la recuperación de saberes ancestrales de la comida kolla en la provincia de Buenos Aires como forma de combatir la malnutrición de ultraprocesados y defender la soberanía alimentaria.
Sobre las bebidas que nos levantan todos los días están el ensayo de Sofía Reynal “Amarga invención de Satanás”, en el que la historia de explotación colonial convive con los cafés de especialidad, y la crónica “El precio justo de la yerba mate”, una inmersión del fotógrafo Diego Vila en la provincia de Misiones para rastrear los modos y los problemas de producción en una Argentina golpeada por la crisis. Respecto de tragos ligeros y otras modas escribe Macarena Langleib en “Salú”, un exhaustivo reportaje sobre la llegada a nuestro país de la tendencia de las bebidas sin alcohol. Y uniendo todo lo anterior, como hace en su exitoso pódcast Gastropolítica, Maxi Guerra se explaya en “Hilos conductores”, una entrevista de Ángeles Blanco. Para terminar, como decíamos al principio, pensar en comida es también pensar en su falta. Sobre esto escribe la abogada israelí-estadounidense Sari Bashi en “Gaza: hambruna y exilio”.