En las heterogéneas aguas de la ficción narrativa, las figuras de los padres, o del padre y la madre, cada cual por sí mismo, suelen ser motivos recurrentes, que se remontan a los albores propios del concepto de relato. Para no alejarnos demasiado en el tiempo, manteniéndonos en la frontera de la última centuria, como un muestrario mínimo (y por completo arbitrario) de lo anterior pueden mencionarse los cuentos “La tercera de las cosas que acabaron con mi padre”, de Raymond Carver, “Matar”, de John Updike, y “Reunión”, de John Cheever’, así como las novelas La familia Moskat, de Isaac Bashevis Singer, Hermanos de vino, de John Fante, y Un día en el atardecer del mundo, de William Saroyan, a modo de ejemplos posibles y variados en la construcción de figuras paternas y maternas protagónicas. Pero también están los libros que los escritores les dedican a sus padres de carne y hueso, no presentados como entes de ficción sino narrados en las coordenadas de sus propias biografías, con sus nombres y apellidos, sus grandezas y miserias. La lista, desde luego, es tan larga como inabarcable, pero puestos a ejemplificar pueden mencionarse al pasar títulos como Ellos, de Francine du Plessix Gray, Tú no eres como otras madres, de Angelika Schrobsdorff, e Iluminada, de Mary Karr (reseñados los tres oportunamente en estas páginas), así como Entre ellos, de Richard Ford, Desgracia indeseada, de Peter Handke, La invención de la soledad, de Paul Auster, y Les diré que te recuerdo, de William Peter Blatty.

Amianto, la primera entrega de una trilogía sobre la clase trabajadora (el segundo título de la saga, 108 metros. The new working class hero, fue comentado recientemente en la sección Garra) del escritor italiano Alberto Prunetti (1973), pertenece a la segunda categoría esbozada más arriba, al convertir al propio padre del autor, Renato Prunetti, un soldador tubero en acerías y refinerías, muerto a los 59 años por un tumor resultado de su exposición al amianto, en el centro del relato. El libro tiene un tono confesional y cercano, en el que el hijo reconstruye la vida de su padre a partir de lo que este le contó en vida y de lo que se fue enterando luego de su temprana muerte. En ese sentido, la serie de fotografías que se incluye al final, así como los pasajes de cartas, convocatorias gremiales e historias clínicas que se intercalan en el relato, cumplen la doble función de otorgarles mayor credibilidad a los hechos y de fijar a este mundo los sucesos que jalonaron la inquieta vida de un obrero manual antes de convertirse en un fantasma.

Inquieto por naturaleza, entregado a pleno a cada trabajo que se le fue presentando durante su historia laboral, amante de la vida en familia a pesar de sus larguísimos períodos lejos del hogar, el retrato que el hijo va formando de Renato Prunetti se adensa, se vuelve complejo y por momentos contradictorio, evidenciando que nunca es sencillo el relato de cualquier existencia, como si pretendiera subrayar aquello que Elías Canetti escribió en El otro proceso de Kafka: “Toda vida que uno conoce a fondo es ridícula, pero cuando uno la conoce todavía mejor, resulta seria y terrible”.

Desde los ojos del hijo se reconstruyen, capítulo tras capítulo, año tras año, los desplazamientos laborales del soldador tubero (que determinan los de la propia familia), así como las rutinas de padre e hijo (películas en los días de descanso, la pasión compartida por el fútbol por televisión) y el largo proceso de derrota de un cuerpo poderoso intervenido por una enfermedad silenciosa, despertada por las diminutas fibras del mineral que le da nombre al libro. Ante la mirada del hijo, el padre es “alguien que se vio forzado por motivos profesionales a exponer su cuerpo a todo tipo de metales pesados. Un trabajador que vio cómo las condiciones de seguridad en las factorías se iban deteriorando cada vez más. Un padre que hizo estudiar a sus hijos con la engañosa creencia de que mandarlos a la universidad era una forma de evitarles la subordinación de clase. Alguien que se enfundaba guantes de amianto y monos de amianto, y que se metía él mismo bajo una lona de amianto, porque derretía electrodos que liberaban chispas de fuego a pocos pasos de gigantescos tanques repletos de petróleo y que bajo aquella lona respiraba zinc y plomo, para acabar tatuándose en los pulmones una buena parte de los elementos de Mendeléyev”.

A medida que el relato de la vida de Renato Prunetti avanza en la voz de su hijo, el libro se va convirtiendo en la historia de una doble derrota: la de una clase obrera que cae frente a las desventajosas condiciones laborales impuestas por las grandes empresas del rubro (ante las que poco pueden hacer sindicatos y gobiernos) y la del propio protagonista, que tras una temprana jubilación descubre los estragos que un tumor está generando en su organismo y se apronta a morir. Los dos capítulos finales de Amianto subrayan no sólo la fragilidad del cuerpo humano ante el poderío destructor de una enfermedad incurable, sino el inevitable carácter anónimo que parece tener cualquier lucha personal ante los poderes de turno. Cuando aquel cuerpo siempre activo, de proporciones colosales (para el autor que desde niño lo veía moverse a sus anchas por el mundo), se va convirtiendo gradualmente en mero despojo, Alberto Prunetti alcanza, paradójicamente, las páginas más vivas y nerviosas de su relato filial, ejemplificado en la secuencia que narra el periplo que emprende el hijo en procura de morfina por algunas farmacias, durante un desolador fin de semana.

Intimista y confesional de a ratos, cáustico y con cierta sorna en otros pasajes, Amianto cumple con creces su cometido de contar al padre, al tiempo que coloca a Alberto Prunetti bajo el radar de los autores a seguir.

Amianto. De Alberto Prunetti. España, Hoja de Lata, 2020, 206 páginas. Traducción de Francisco Álvarez.