¿Quién había reparado en la nueva clase burguesa antes de que las cabezas de Luis XVI y María Antonieta terminaran guillotinadas? ¿O en los trabajadores excluidos recién llegados del interior antes de que cruzaran los puentes el 17 de octubre de 1945? Las transformaciones sociales son lentas y se tramitan silenciosamente, son corrientes subterráneas que no resulta fácil intuir, hasta que un día irrumpen, y entonces todos dicen: claro, es obvio, tenía que pasar.
Por eso, para empezar a entender los resultados de las PASO del domingo creo que, más que pensar en grandes cambios ideológicos del electorado (“giro conservador”, “derechización”), hay que analizar el estado de la sociedad en su modo más puro, ir a ver lo más abajo posible. Y no hace falta un doctorado en sociología para notar que la sociedad argentina está astillada, partida en 1.000 pedazos luego de una década de estancamiento, de una economía que no funciona, ni resuelve, ni muestra una salida, de una configuración política polarizada que ya no le sirve a nadie, de años de pandemia e inflación.
Si no hubo en este tiempo una rebelión que arrasara con todo de un único golpe fulminante, como ocurrió en 1989 y 2001, fue porque las políticas asistenciales cumplen un rol de contención eficaz, porque los movimientos sociales canalizan el descontento y porque la democracia sigue funcionando, como si la sociedad, que hace dos años ya había enviado una señal de alerta batiendo el récord de abstención, esta vez hubiera estado esperando que llegara el momento electoral mientras afilaba pacientemente el puñal, para finalmente hundirlo en el cuerpo del sistema.
Desilusionada pero no violenta, la sociedad argentina se siente protagonista de un enorme fracaso colectivo, lo que quizás explique que valore tanto los pocos éxitos simbólicos que encuentra a mano (el Mundial, la película Argentina, 1985 como el recuerdo de algo que salió bien).
No estalla, pero revienta para adentro todos los días. ¿Dónde lo vemos? En el aumento de la violencia intra-familiar, en la multiplicación de pequeños conflictos sin sentido que rápidamente terminan en pelea feroz, en el incremento del consumo de drogas y alcohol y el abuso de psicofármacos (la venta de clonazepam y alprazolam aumentó tres veces, en el primer caso, y cinco, en el segundo, más que la del promedio de los medicamentos en el último año).
Las relaciones, con las personas y las instituciones, se rompen: el vínculo escolar de cientos de miles de chicos quedó interrumpido por la pandemia y nunca se recuperó; un informe del Observatorio de Psicología Social Aplicada de la UBA registró un deterioro inédito de las relaciones de pareja y un aumento de los conflictos familiares.
No sólo la crisis y la pandemia, también la digitalidad está cambiando a la sociedad, sobre todo a las generaciones más jóvenes. Se multiplican los “trabajos” en servicios de reparto y apps de transporte, los empleos a comisión (por ejemplo, en telemarketing), y las oportunidades que ofrece la economía de plataforma para la creación de pequeños emprendimientos comerciales. Los referentes de éxito de esta nueva etapa no son líderes que construyen grandes organizaciones o gestas colectivas, sino individuos: una sociedad de ídolos sueltos, de millonarios gracias a la especulación con criptomonedas, influencers que facturan vía YouTube y referentes del trap y del hip hop que ya no apuestan al trabajo común de la banda (de cumbia, de rock) sino al talento individual de un artista que lo único que necesita para triunfar es un teléfono. Se trata, en todos los casos, de iniciativas individuales –a lo sumo familiares o de grupos muy pequeños– sostenidas en las ideas de libertad, pequeña propiedad, flexibilidad horaria, creatividad y emprendedurismo.
El paradigma meritocrático del esfuerzo individual, la autosuperación y el riesgo. Como si la “sociedad del riesgo” de Ulrich Beck se hubiera internalizado en clave positiva: todos ellos arriesgan (su inversión, su salud, su vida pedaleando para una entrega) y miran con desconfianza a quienes consideran que no lo hacen.
Frente a esta nueva realidad social, tanto el peronismo como esa sensibilidad difusa que llamamos “progresismo” tienen poco que decir, y entonces fracasan. La idea de que las elecciones se ganan aumentando las jubilaciones o subiendo el piso del impuesto a las ganancias se demostró falsa: hay una parte del drama que no se resuelve con más gasto, que no entra en el IFE, la suma fija o el “plan platita”.
¿Qué tiene el peronismo para ofrecerles a estas nuevas realidades? Su clásico discurso protector, su visión del Estado como igualador social y su apelación a la acción colectiva de sindicatos o movimientos sociales tienen poco que ver con las vidas sufridas, atomizadas y entrecortadas de cada vez más personas, para quienes el liberalismo es menos una ideología que una realidad que emerge a partir de la posición que ocupan en la economía; un efecto, como sostiene Pablo Seman, de su lugar en la estructura del capitalismo. Si el clásico discurso popular del peronismo puede sonar pasado de moda, el discurso progresista aparece directamente hueco. O peor aún: como una excusa para encubrir los privilegios.
Insisto entonces con esto: si en algún lugar hay que buscar una explicación acerca de los resultados de ayer el batacazo de Javier Milei, el triunfo de Patricia Bullrich en la interna de Juntos por el Cambio, el tercer lugar del peronismo es a ras del suelo. Es tiempo de sociólogos (o de antropólogos) más que de politólogos. Hay que ir a mirar ahí, a la feria de ropa usada, al maxikiosco 24 horas, al grupito que se reúne en la esquina (“La cantina de los pobres”, como decía célebremente el policía de The Wire). Por eso al final resultaron más exactas las respuestas espontáneas de los laburantes que pasaban por la estación de Constitución y reaccionaban ante el notero de Crónica que las mil encuestas previas.
Era, hasta cierto punto, lógico: la sociedad había castigado al kirchnerismo (en 2015), al macrismo (en 2019) y al Frente de todos (en 2021), y esta vez buscó algo completamente nuevo, la marca más rara que se ofrecía en la góndola, el vehículo más bizarro para gritar la ferocidad de su bronca, como si buscara más que decir algo: que le crean. Y sin embargo, no es sólo rechazo sordo lo que explica el crecimiento de Milei. Si el macrismo fue en esencia una coalición antiperonista, Milei es eso, pero es más que eso. ¿Hay un voto de esperanza? Digamos que hay una expectativa. Tras una década de empate político, de la esterilidad de la “hegemonía imposible”, Milei dice, claro y fuerte, que él sí puede, que las cosas que promete –dolarización, menos impuestos– son factibles. Las retomó en su discurso de ayer a la medianoche, que puede haber sonado afiebrado y distópico (que lo fue), pero que también fue auténtico (Milei es auténtico), que buscó mostrar un programa y que fue el más ideológico de todos, con referencias a los próceres del liberalismo (Alberto Venegas Lynch, el mismo Alberdi) y una serie de propuestas bastante concretas. El ascenso de Milei expresa una voluntad de impugnación fuerte del sistema y de rechazo al gradualismo, pero también el deseo de un reseteo profundo, de un shock.
Algo habrá que reconocerle al libertario. Hubo inteligencia estratégica detrás de su triunfo, tal como revelan cinco decisiones que logró sostener a lo largo de la campaña. La primera es construirse como el candidato de la antipolítica apelando a la gesta contra la “casta”, un concepto importado de Podemos que supo explotar mejor que nadie. La segunda, que se deriva de la anterior, es no ingresar a Juntos por el Cambio, como sí lo hicieron José Luis Espert y Ricardo López Murphy, cuidándose al mismo tiempo de no atacar ni a Macri ni a Bullrich, y concentrando sus invectivas en Horacio Rodríguez Larreta. La tercera, que apareció en su discurso de ayer, es la reivindicación de Menem y Cavallo como artífices del último plan antiinflacionario exitoso, una operación simbólica audaz que ubica a Milei en el grupo de líderes de extrema derecha que bucean en el pasado para encontrar su lugar en el presente: el Tea Party como antecedente de Donald Trump, Vox y el franquismo, José Antonio Kast y el pinochetismo, Jair Bolsonaro y la dictadura brasilera.
La cuarta, sumar a su neoliberalismo económico los votos de la reacción conservadora, el rechazo que generan los avances en materia de género, diversidad y pluralismo en amplios sectores sociales. Y la quinta, que comenzó en los últimos dos meses, cuando dejó de hablar de la compraventa de órganos para concentrarse en sus dos o tres hits (dolarización, crítica del Estado, impugnación de la política), es trabajar en una desdiabolización de su figura que la haga tolerable, o al menos audible, para amplios sectores sociales, el mismo camino que en su momento siguieron Marine Le Pen, tomando distancia del fascismo de su padre, Georgia Meloni, enviando señales tranquilizadoras a la Unión Europea, y Jair Bolsonaro, buscando el apoyo de la centroderecha tradicional. Concluyamos.
La victoria de Milei, que se extendió por casi todo el país y por casi todos los estratos sociales, se completa con el triunfo de Bullrich en la interna de Juntos por el Cambio. Expresión de la crisis de la centroderecha tradicional que ya se había manifestado en países como Brasil o Chile, Bullrich entendió mejor que su rival hacia dónde soplaba el viento, descartó las construcciones superestructurales (esa impúdica exhibición de dirigentes en la que se había convertido la campaña de Rodríguez Larreta) y ofreció una propuesta nítida: la candidata ultra que juega dentro de un partido tradicional y que resulta, por lo tanto, más confiable. Si Milei es Bolsonaro, Bullrich quiere ser Trump.
El cuadro termina de componerse con la derrota del peronismo, la peor de su historia. Como el electorado quedó dividido en tercios (o cuartos, si consideramos el voto en blanco y la abstención), cualquier cosa puede pasar. Por debajo de la política hay una sociedad muy diferente a la que construyeron la crisis del 2001, el kirchnerismo y el gradualismo de Macri, una sociedad nueva que recién estamos empezando a conocer.
Este artículo fue publicado originalmente en El Dipló, la edición Cono Sur de Le Monde Diplomatique.