La televisión comercial no tiene otra fuente de financiamiento de sus grandes capitales que la publicidad. La publicidad, aunque es como un cáncer al cerebro, es comúnmente aceptada casi como un hecho natural. ¿Por qué lo de cáncer? Los más viejos que me lean podrán recordar “¿Y usted qué opina? Cafiaspirina”, eslógan radiofónico que escuchábamos hasta el cansancio y que, carente totalmente de sentido alguno, sólo buscaba, por la cacofonía y la repetición, ocupar un lugar en la memoria de los oyentes. Ahora –como hemos progresado– vemos y escuchamos por la televisión “Rexona no te abandona”, que cumple la misma función mnemotécnica pero que logró un mínimo de sentido, aunque igualmente ocupa un lugar en nuestros cerebros en beneficio de quien emite esos mensajes, empresas y publicitarios que, desde luego, no están interesados en que las personas ejerciten sus neuronas y así puedan discernir mejor, sino que, por el contrario, les sirve que las audiencias vayan reduciendo su capacidad crítica; así podrán comprar más y a la vez se inclinarán con mayor docilidad a elegir gobiernos “amigos” de los empresarios y de los publicitarios (que en principio viven gracias a las empresas que promueven).

Los canales de televisión emiten en frecuencias de ondas radioeléctricas. Estas ondas –que cubren el planeta– son reguladas, en cada territorio, por los gobiernos. Se ha logrado, mediante acuerdos internacionales, establecer algunas normas para evitar el caos. En esos acuerdos se estableció: “las ondas radioeléctricas son patrimonio de la humanidad”, y esta definición ya rige también, en nuestro país, por ley. El significado profundo que tiene esta definición indica que las ondas no pueden ser propiedad de una empresa, o de una persona (y tampoco de un Estado). Además, conduce al principio de que, si en un Estado se opta por una multiplicidad de canales, esto puede ser decidido mediante concesiones –a término– y, desde luego, con limitaciones de orden público.

Este decreto del Poder Ejecutivo pone en evidencia lo del título: se está asegurando una “buena disposición” de todos los canales al mismo tiempo que se retribuyen “los favores ya recibidos”.

Hay que recordar que vivimos en un Estado que ha desarrollado mucho su sistema educativo, al punto de que –teniendo una economía de competencia– se distingue por mantener una enseñanza pública gratuita hasta el nivel superior. Pero este mismo Estado se hace el distraído ante la función deseducadora que cumple no sólo la televisión, sino, en general, la mayoría de los medios de comunicación que se mantienen con publicidad. Y ahora, se “paga por adelantado” a la televisión comercial, reduciendo y aligerando el contralor del Estado.

Antes del decreto reglamentario de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual aprobado esta semana, el límite de 15 minutos por hora de transmisión admitido para publicidad tenía una flexibilidad de 30 segundos. Ahora, se fijó en 60 segundos para Montevideo y 120 segundos para el interior. Se agregó que esa tolerancia se duplica cuando se trate de “programas en vivo”. El contralor se medía semana a semana, ahora será “semestral”. Por último, se reduce mucho el monto de las multas. Este decreto confirma plenamente algunas ideas que el presidente de la República ha expresado ya en más de una ocasión: “no vamos a poner más impuestos a quienes pueden crear puestos de trabajo”.

Era previsible, pero no tan ostensiblemente. Que los canales hayan divulgado de modo tan cuidadoso –y muchas veces excesivo– las imágenes de los actuales gobernantes y de la única candidata de esa coalición a la Intendencia de Montevideo hasta ahora se excusaba, respecto de lo primero, en que es su función informar, y en cuanto a lo segundo, que la derecha asociada con la ultraderecha (neofascista) tiene una única candidata, mientras que la oposición presenta tres.

Pero este decreto del Poder Ejecutivo pone en evidencia lo del título: se está asegurando una “buena disposición” de todos los canales al mismo tiempo que se retribuye “los favores ya recibidos”.

Roque Faraone es escritor y docente.