“Treinta años tengo de ausencia”, cantó Zitarrosa en su defensa al gaucho, pero bien podría haber cantado en nombre del proyecto de la izquierda a nivel internacional. Desde la caída del muro de Berlín, las corrientes críticas al sistema se han quedado sin respuestas sobre en qué consistiría y cómo construir una alternativa viable al capitalismo salvaje que se instaló con el modelo neoliberal. La falta de proyecto común es un problema que debilita o destruye cualquier construcción colectiva, desde una pareja, una familia o un grupo de amigos hasta una herramienta política. Las perspectivas comunes son un instrumento muy poderoso para hacer viable la acción colectiva, definen objetivos y roles, ordenan expectativas y simplifican el quehacer diario.
Más allá del enfrentamiento al proyecto neoliberal, la reconstrucción de Uruguay luego de la crisis de 2002 y las reformas procesadas hasta 2019, la izquierda uruguaya, actualmente desdibujada, se ha quedado sin proyecto político de transformación estructural. Es necesario un modelo alternativo, superador, diferente, sano de posibilismo y con capacidad de atraer adeptos y generar alguna épica. Desde el punto de vista programático no hay ninguna propuesta nueva, innovadora, atractiva ni actualizada al tiempo que corre. Ni siquiera la existencia de un enemigo común facilita la acción política colectiva cuando no hay un proyecto. En democracia, si no hay plan ideológico, hay plan electoral; eso pone sobre la mesa una constante puja entre estrategias de acumulación particulares para ver quién concreta su anhelo dentro de las jerarquías de poder. Esto sucede a todo nivel político (social y partidario).
La ausencia de proyecto político surge a partir del abandono de algunas prácticas saludables, como la formación intelectual, el pensamiento crítico, la reflexión y el debate político constructivo a nivel orgánico. Una necesaria síntesis constante entre colectivos organizados y maduros. A su vez, cuando se procesa un recambio generacional, por sustitución natural-biológica y no por superación, se agudiza el problema. La construcción política requiere tiempo, muchísimo tiempo; cuando ese tiempo es dedicado a la gestión, a la administración, inevitablemente la obra se atrasa o se deteriora. Para el futuro habrá que buscar la forma de que los líderes intelectuales y teóricos no se conviertan en gestores y que los cuadros políticos en formación tengan aptitudes administrativas para ocupar las primeras líneas de responsabilidad ejecutora. Parece cada vez más necesario tener grupos de personas tratando de comprender la realidad para adaptar de manera constante las ideas, los proyectos y las políticas. No será posible un mundo distinto si no se entiende al mundo.
La ausencia de pensamiento ha generado profundos problemas, como la incomprensión, la desactualización, la erosión y deterioro de los conceptos centrales y el atraso en las transformaciones. Forzar a la realidad para que coincida con la teoría induce a error. Aplicar recetas o recomendaciones extranjeras no garantiza éxito. Confundir medios con fines desencuadra. Encandilarse con ideas, análisis y perspectivas extranjeras conduce, tarde o temprano, a la equivocación o al travestismo. Un proceso que no ha sido ni criticado ni advertido con el necesario énfasis es el de colonialismo intelectual. Se da casi con la anuencia del colonizado. Hay una imposición de las perspectivas y las teorías emergidas de los países centrales que guían el pensamiento, y la izquierda está embarrada hasta la nariz en este aspecto. Mirar con lentes prestados no es lo mismo que mirar con ojos propios. Esto no quiere decir omitir, ni olvidar, ni descuidar la lectura y aprendizaje del conocimiento generado fuera de fronteras. Esto es una propuesta de pensar de manera crítica, cuestionadora, adaptativa y reflexiva, teniendo siempre la realidad uruguaya como punto de partida y como centro de la discusión.
El proceso de colonialismo intelectual tiene consecuencias políticas. No sólo conduce al error a la hora de comprender la realidad, tarea imprescindible para hacer buena política, sino que además desdibuja los objetivos y pone como necesarias políticas y formas que no atacan las necesidades más básicas e impostergables de la sociedad uruguaya. El concepto de “progresismo” es un ejemplo de eso, concepto rechazado históricamente por la izquierda nacional y en buena medida por la izquierda latinoamericana, es propuesto y comprado como jabón para lavar la cara y conseguir así mayor adhesión electoral. Así, se importaron múltiples políticas y estrategias que desnaturalizaron el proyecto de transformación. Políticas que potenciaron la fragmentación y la corporatización de la sociedad. Durante los gobiernos progresistas se potenció el consumismo y no se trabajó en políticas para detener o reducir el individualismo. A la vez, se descuidó la histórica lucha por transformar la matriz de valores y por construir un concepto de ciudadanía que propiciara la generación de una sociedad más justa y solidaria, más culta, más tolerante y más feliz.
La izquierda se alineó con el proyecto que identifica a los movimientos políticos progresistas a nivel internacional. Esto no es necesariamente negativo o perjudicial. Pero se convierte en una cuestión a resolver cuando esas propuestas desplazan del centro de la agenda, y por tanto de la discusión política, al conjunto de transformaciones que la izquierda uruguaya se había propuesto llevar a cabo: defender la soberanía, erradicar el problema de la vivienda, solucionar las dificultades de acceso a la tierra, mejorar la calidad de la educación, ampliar y fortalecer la seguridad social, garantizar oportunidades de empleo, entre otras. Se construyó sobre una base de generar ganadores y perdedores en los supuestos avances sociales en vez de construir en clave de proyecto nacional.
Son muy marginales las voces que discuten y enfrentan el modelo de desarrollo; sobre esto hay dos grandes preguntas: ¿hay que desarrollarse? y ¿cómo deben desarrollarse los países? Dentro del sistema político (partidario y social) hay un consenso tácito sobre continuar el proceso de desarrollo y sobre cómo hacerlo. Quizá la perspectiva sea desoladora, pero aún hay margen de reacción, hay tiempo para pensar, sólo hace falta reconocer estas cosas como problema e identificar los errores cometidos para ponerse a trabajar de lleno en su corrección. La política y el pensamiento combinan una complejidad infinita con la sencillez cotidiana. El rumbo no es otro que dar solución a los problemas del día a día de la gente, con una perspectiva de transformación del sistema.
Corporativismo y universalismo
Luego de la penetración del proyecto neoliberal en casi todas las sociedades occidentales, se hace muy difícil hablar de clases sociales; ese concepto está agotado o en vías de agotarse. Por lo tanto, el o los proyectos que se construyan deberían partir de esa base; en términos de estructura social, las sociedades hoy funcionan en grupos de personas que tienen más o menos las mismas costumbres y las mismas posibilidades, ahí la gente se reconoce como par, como igual. Entonces ya no es viable hacer políticas públicas en clave corporativa, mucho menos focalizadas; ese es el modelo neoliberal, se instala la necesidad de generar propuestas universalistas. Por motivos prácticos, ahorros burocráticos y por motivos políticos de construcción de sociedad, de igualdad y de integración.
El proyecto alternativo de la izquierda tiene que poner de relieve su desvelo por la transformación infraestructural de la sociedad y la economía nacional.
El sociólogo contemporáneo alemán Ulrich Beck plantea lo siguiente: “Los empresarios han descubierto la nueva fórmula mágica de la riqueza, que no es otra que ‘capitalismo sin trabajo más capitalismo sin impuestos’”.1 En Europa, entre 1989 y 1993 los impuestos a las empresas se redujeron 18,6%, sostiene Beck. “Los países de la Unión Europea (UE) se han hecho más ricos en los últimos 20 años en un porcentaje que oscila entre el 50% y el 70%. La economía ha crecido mucho más deprisa que la población. Y, sin embargo, la UE cuenta ahora con 20 millones de parados, 50 millones de pobres y cinco millones de personas sin techo” (Beck, 2004: 21). Para cerrar este párrafo, quizá el dato más contundente: “En Alemania, los beneficios de las empresas han aumentado desde 1979 en un 90%, mientras que los salarios sólo lo han hecho en un 6%. Pero los ingresos fiscales procedentes de los salarios se han duplicado en los últimos diez años, mientras que los ingresos fiscales por actividades empresariales se han reducido a la mitad: sólo representan un 13% de los ingresos fiscales globales. En 1980 representaban aún el 25%; en 1960, hasta el 35%. De no haber bajado del 25%, el Estado habría recaudado en los últimos años 80.000 millones de marcos suplementarios por año” (Beck, 2004: 21).
Uruguay tiene dos desafíos impostergables: garantizar la vida digna de todos y cada uno de sus ciudadanos y reducir los límites económicos de la libertad individual. Para ello debería diseñar un modelo de seguridad social alternativo y esencialmente distinto al existente: todos deberían tener seguridad social, aunque no trabajen. Esto podría financiarse con aportes cooperativos de los empleadores más grandes, para generar posibilidades a los empleadores más pequeños, y complementarse con un impuesto al consumo de productos suntuarios. Urge un impuesto sobre las máquinas que sustituyen directamente puestos de trabajo; está bien que generen rentabilidad, pero deben aportar a sostener la vida digna de quien perdió su trabajo. Por otro lado, es necesario adelantarse a los problemas que generará el capitalismo actual: es necesaria la aplicación de una renta básica universal que les permita a los trabajadores negociar sus condiciones de empleo desde una mejor posición y que permita a la gente vivir sin trabajar, porque el sistema no les va a permitir trabajar para vivir a todos. El capitalismo en Europa hoy, en nuestro país mañana, no paga impuestos ni genera empleo, sólo enriquece a los más ricos y empobrece a los más pobres.
La necesidad de romper el consenso sobre el modelo de desarrollo parece algo casi de Perogrullo; no tiene sentido que la izquierda y la derecha estén de acuerdo en cuáles son las formas de llegar a ser una sociedad desarrollada, entre otras cosas porque el aspiracional de “desarrollo” debería ser diferente. La atracción de capitales extranjeros, las exoneraciones fiscales al gran capital, la agroindustria y las tercerizaciones como estrategia de reducción de los costos de empleo no pueden ser más una alternativa viable para el desarrollo del país. Más allá de las convicciones, los principios y las ideologías, este modelo aplicado desde los 90, con menores y mayores esfuerzos redistributivos, no ha solucionado el cimiento de los problemas ni económicos ni sociales de Uruguay. El paradigma productivo debe cambiar, debería sustituirse cantidad por calidad. Hay enormes mercados para el alimento orgánico producido mediante la agroecología y hay importantes mercados para productos artesanales. Las exoneraciones fiscales deben volcarse de lleno a las micro, pequeñas y medianas empresas que generan la enorme mayoría del empleo nacional, y los costes de emplear personas deben ser asumidos en una parte por los empresarios más grandes, en otra parte por toda la sociedad en su conjunto y en una tercera parte por el Estado.
Con la llegada de la sociedad del conocimiento y la economía digital hay una enorme oportunidad para el desarrollo de las economías nacionales de países pequeños como Uruguay. Desarrollar la industria del software permitiéndoles a las empresas nacionales competir con los sueldos que paga el mercado extranjero, potenciar mediante la inversión pública el conocimiento científico y asociarlo para la generación de tecnología, desarrollar una industria de la sostenibilidad ambiental que produzca herramientas productivas ecológicas y potencie y facilite la utilización de energías renovables, e impulsar al sector servicios a nivel internacional, son algunos de los enclaves económicos que un modelo de desarrollo alternativo debería contemplar para ser viable. Generar riqueza por agrandar los valores del producto interno bruto no debiera tener demasiado sentido para la izquierda; construir una economía diversificada, creadora de empleo y capaz de empoderar a los emprendedores y a los micro, pequeños y medianos empresarios, tiene sentido en la construcción de justicia social, de un país de posibilidades y oportunidades; soberano, libre e independiente.
Desde las ciencias sociales se plantea que no hay evidencia empírica de que modelos alternativos al desarrollo funcionen. Esas conclusiones coinciden con la perpetuación del sistema económico dominante y coinciden con los intereses de la élite económica global. Pero no coinciden con la llegada de distintos países al desarrollo; América Latina debe construir su propia ruta para ofrecer mejores niveles de vida a sus ciudadanos. Esta parte del mundo y Uruguay deben modificar la estructura de la propiedad, deben combatir las grandes fortunas y producir riqueza a partir de la fragmentación de la propiedad. Una economía coordinada y colaborativa como un sistema de engranajes. Eliminar la especulación y la usura, impulsar la inversión y la generación de empleo.
El proyecto alternativo de la izquierda tiene que poner de relieve su desvelo por la transformación infraestructural de la sociedad y la economía nacional. No parece que vaya a cambiar sustantivamente la realidad si la izquierda sigue haciendo política simbólica, y de esos símbolos las mayores conquistas, los mayores botines políticos. Es necesario un rescate de la herencia marxista, clásica y actualizada, adaptada y aggiornada a la realidad actual y a las peripecias de Uruguay. Es tiempo de retomar a los autores latinoamericanistas, de revisar la historia, de hacer balance sobre aciertos y errores históricos y de dar paso hacia la construcción de una propuesta alternativa al sistema capitalista, una idea superadora. Esta invitación al cambio debe partir de un análisis y comprensión universal, pero debe solucionar los problemas reales y diarios de la vida de cualquier uruguayo.
Juan Andrés Erosa es militante de Rumbo de Izquierda y estudiante de Ciencia Política en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República.
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Beck, Ulrich (2004). ¿Qué es la globalización?: falacias del globalismo, respuestas a la globalización. Ediciones Paidós Ibérica. ↩