Colombia ha sido uno de los países con mayor tradición conservadora de todo el continente. Desde la conformación de mayorías monocolor, tanto del Partido Conservador (1886-1930) como del Partido Liberal (1930-1945), la endeble democracia colombiana se ha erigido desde un bipartidismo que ha cercenado cualquier expresión política proveniente de la izquierda.

La concurrencia electoral de partidos progresistas comenzó, stricto sensu, en 1972, con unas elecciones legislativas en las que diferentes expresiones, como el Movimiento Obrero Independiente y Revolucionario, el Frente Popular Colombiano o el Partido Comunista Colombiano –creado en 1930–, consiguieron casi 800.000 votos. Sin embargo, los sucesivos comicios fueron dejando diferentes intentos de adhesión, con su posterior ruptura, que hicieron que la izquierda transitara sin ninguna relevancia política.

Hubo que esperar hasta el comienzo de los 90, y en concreto a la aprobación de la Constitución de 1991, para que la izquierda tuviera algún tipo de protagonismo, pues en muchas ocasiones, debido al conflicto armado, esta quedó reducida a la connotación insurreccional que abanderaban las guerrillas. Así, la ADM-19, heredera de la recién desmovilizada guerrilla del M-19, obtuvo en los comicios de 1990 una decorosa tercera posición.

Desde entonces, las expectativas de un giro progresista, espoleadas por la desmovilización de varios grupos guerrilleros o el cambio que supuso el avanzado orden constitucional de 1991, se dio de bruces con la realidad. La nueva Constitución de 1991 consolidó un modelo neoliberal, aperturista y desregulador como pocos en el continente.

La violencia por el conflicto también hizo de las suyas para socavar las posibilidades de cualquier atisbo de progresismo en Colombia. Primero, en los 80, agitando un genocidio político a la militancia y la dirigencia del partido Unión Patriótica, una formación surgida en 1985 tras los Acuerdos de La Uribe con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP), que debían posibilitar un tránsito hacia la vida democrática de parte de la izquierda que aspiraba al sueño de la revolución social.

El paramilitarismo, en connivencia con agentes del Estado y miembros de las fuerzas públicas, perpetró una violencia política dirigida y sistematizada que se tradujo en miles de muertes, incluidas las de candidatos presidenciales como Jaime Pardo Leal o Bernardo Jaramillo, a las que se sumarían otros, como Carlos Pizarro Leongómez (comandante del M-19 y primer máximo dirigente de su partido político).

De igual manera, las FARC-EP y el Ejército de Liberación Nacional, con sus crímenes y acciones contra la ciudadanía y su intromisión en el narcotráfico durante los años 90, terminaron por desnaturalizarse y perdieron cualquier atisbo de simpatía por los sectores más vulnerables de un país que, por si fuera poco, encontraba en las guerrillas un problema adicional, nada baladí, en una vida de carestía y falta de oportunidades.

A este panorama se sumaba un sistema político profundamente corrupto y al servicio de unas élites tradicionales que han tendido a patrimonializar el Estado y tejer todo tipo de relaciones clientelares, en donde la izquierda democrática no podía sino tener serias dificultades para concurrir a las elecciones con unas mínimas posibilidades de éxito. Igual sucedía con otros factores adicionales, como la proximidad al código geopolítico estadounidense, la militarización del espacio público producida por las políticas de mano dura en materia de seguridad –como sucedió con las presidencias de Álvaro Uribe (2002-2010)– y una cultura política fuertemente parroquial y desafecta, sobre todo, en el entorno rural.

La izquierda colombiana ha encontrado en Gustavo Petro, antiguo miembro del M-19, además de reconocido senador y exalcalde de Bogotá, el tipo de líder que necesitaba.

Mientras todo esto se ha ido yuxtaponiendo a lo largo de las décadas, la izquierda democrática ha estado imbuida en disputas internas y alianzas coyunturales después desdibujadas por personalismos y desavenencias ideológicas. Asimismo, la movilización social ha tendido a funcionar más bien a golpe de estallido de rabia y en muchas ocasiones, carente de toda brújula, pues por muchas décadas, y por desgracia para la izquierda democrática, la guerrilla se atribuyó el papel de único interlocutor capaz para enarbolar la bandera de la transformación social a través de su confrontación con el Estado.

Empero, los mismos factores que por mucho tiempo han dificultado la concurrencia electoral de la izquierda ahora mismo soplan a favor del cambio político. La firma del Acuerdo de Paz ha liberado un espacio para la izquierda, al haberse difuminado los ejes guerra y paz que por tanto tiempo dominaron la concurrencia electoral colombiana. Esta difuminación –lo que no supone que la violencia armada no siga siendo un problema que resolver– permite visibilizar, problematizar y politizar aspectos, problemas y cuestiones de orden social (vivienda, educación, salud, empleo) que dotan de un nuevo significado a la propuesta programática de la izquierda.

Aparte, aunque lejos todavía de una relativa capacidad de estructuración, las movilizaciones sociales de 2019 y 2021 contra el gobierno de Iván Duque también muestran un cambio de repertorio en los mecanismos de protesta y reclamo político de los que se sirve la ciudadanía. Se trata de un reclamo que acepta cada vez menos la idea preconcebida de parte de las élites del país de concebir la democracia como algo carente de conflicto y como estricta concesión de derechos. El conflicto social, la capacidad de la democracia como institucionalización de dicho conflicto y entender los derechos como conquista son una parte novedosa que la ciudadanía colombiana debe descubrir.

No se puede obviar, finalmente, que el modelo neoliberal dominante sobre un orden constitucional que ofrece muchas posibilidades encuentre en lo anterior un escenario idóneo para arrojar y dar a luz multitud de contradicciones y tensiones todavía por resolver. De este modo, la izquierda ha encontrado en Gustavo Petro, antiguo miembro del M-19, además de reconocido senador y exalcalde de Bogotá, el tipo de líder que necesitaba.

Se trata de un candidato que ha conseguido aglutinar a casi la totalidad de movimientos, plataformas y formaciones de izquierda. Ya en 2018 obtuvo el mejor resultado de la historia por parte de la izquierda democrática en Colombia y llevó la disputa electoral sobre los ejes izquierda y derecha. Ahora, cuatro años después y encabezando el Pacto Histórico Nacional, ha sido el líder de la fuerza más votada en el Senado y la segunda más votada en la Cámara de Representantes. Además, la consulta interna que debía espolear a Petro como candidato de la formación, en la que ha irrumpido el nombre de su vicepresidenta, Francia Márquez –mujer negra, abogada, activista y víctima de la violencia–, tuvo altísimos niveles de participación, que permiten afirmar que tanto uno como otra se encuentran ante la oportunidad histórica de llevar a Colombia al primer gobierno de izquierdas de su historia. Ojalá nada lo impida.

Jerónimo Ríos es politólogo y profesor de la Universidad Complutense de Madrid. Una versión más extensa de este artículo fue publicada originalmente en www.latinoamerica21.com.