Dos noticias recientes mezclan asuntos de repostería y desproporcionalidad punitiva. Y también son útiles para pensar la eficacia de recientes reformas legislativas como el endurecimiento penal de la política criminal de drogas o la mentada bondad de flexibilizar deberes y supuestos de cumplimiento normativo en materia de lavado de activos: por ejemplo, con quién se contrata, de dónde se obtuvo el dinero o solicitar antecedentes operacionales y fiscales de la contraparte comercial. Ambas reformas son un producto de distintas y prolongadas empresas legislativas aunque cocinadas primordialmente en la ley de urgente consideración (LUC), entre otros embutidos.

Sobre las noticias y las reformas, dos líneas más. Varios agentes encubiertos de la Policía antidrogas adquieren brownies en las playas de Rocha y persiguen a una sospechosa a la que le incautan 221 gramos de cannabis presuntamente psicoactivo. En el puerto de Amberes, Bélgica, se detectan budines de marcas nacionales, enviados a un depósito donde fueron contaminados con más de 2.000 kilogramos de cocaína pura, luego trasladados a zona franca y deficientemente escaneados en el puerto de Montevideo, hoy señalado por su tan preciso como obscenamente público cronograma semanal de apagón de escáneres. La relación de estos dos eventos no está en la cocina del crimen organizado. Está claro que no hay relación estructural entre una jefa de familia que vive en un pueblo de pescadores artesanales y una aceitada logística portuaria de exportación de novel foods. No obstante, para algunos funcionarios que toman decisiones desde imaginarios concentradamente conservadores o justificados por papers aparentemente científicos, la represión voraz del intercambio oneroso o gratuito de cualquier sustancia prohibida es una condición necesaria del combate al narcotráfico. No hay consecuencias incalculables porque los recursos son inversamente proporcionales a los deseos políticos y cada dólar quemado en fritar mojarritas en Punta del Diablo es una renuncia directa a presupuestar y ejecutar un control más diligente sobre tiburones y peces gordos.

Nuevamente sobre las noticias calientes: en ambos casos los imputados debieron pasar por el horno del proceso penal, aunque con distintos resultados en el punto de cocción.

Es central preguntarnos cómo se cocina el consentimiento de los imputados en estos casos. Cuáles son los moldes e instrumentos procesales que facilitan la aceptación de condenas y que gracias al endurecimiento punitivo de la LUC son prácticamente todas de cumplimiento efectivo en materia de estupefacientes. Mínimo dos años, sin beneficios liberatorios ni redenciones de pena por trabajo y estudio; mínimo dos años por 221 gramos de marihuana o más de 2.000 kilogramos de cocaína. No importan los ingredientes ni las cantidades para la pena de cumplimiento efectivo, salvo una pequeñísima excepción vigente. Básicamente, la cocina del proceso penal funciona con tres hornos: el primero es boutique, destinado a aquellos que transcurren el juicio oral y público, donde se registran un conjunto de garantías para producir prueba, verificar hipótesis y alegar, así como impugnar el resultado del proceso, valerse de recursos y poder discutir pormenorizadamente las proposiciones que sustentan la acusación fiscal. Una cocción a fuego lento y mediada por “teoría del caso” de cada una de las partes. El otro es el proceso simplificado, un horno recientemente creado para descomprimir y mejorar nuestro instrumento estrella, aunque portador de algunas manijas difíciles de entender y de usar. Y last but not least: la máquina de hacer condenas, que en plazos constitucionales de 24 horas prepara todo tipo de crocantes sentencias tan irreversibles como inapelables, y que teóricamente contienen como pena individualizada un tercio de la que se podría haber solicitado en el caso concreto, aunque esto en muchos casos es cuestionable.

Repasemos algunos datos adicionales. El proceso abreviado es de marca de origen anglosajón aunque parcialmente forjado y reversionado en talleres rioplatenses. Una vez que se atraviesa el dictado de sentencia no hay opción de arrepentimiento; el camino es aceptar los hechos y consentir la acusación: lasciate ogni speranza. Para muchos, esta decisión, lejos de encarnar la aceptación libre y voluntaria requerida en el Código del Proceso Penal, termina degenerando en una equivocación infernal, y me convenzo: Dante no dudaría en asignar el vestíbulo del río Aqueronte a quienes colaboran directa e indirectamente, por negligencia o indiferencia, en producir estos absurdos dramas jurídicos. Pero el que esté libre de pecado… Volvamos al juicio, el proceso abreviado y el análisis de los consentimientos crudos.

La maduración y expresión del consentimiento es un tema complejo para el derecho en general y también está atravesado por la reflexión sobre cuál es la “verdadera” autonomía decisional de las personas. En algunas ramas del derecho se entiende que la desigualdad de las partes debe ser corregida y especialmente revisada para que haya una adecuada distribución de riesgos y deberes de información, intentando lograr que el consentimiento tenga una adecuada fermentación y no sea, precisamente, arrancado por la presión de las circunstancias. Para evitar justamente que la autonomía jurídica quede suprimida es que se arbitran mecanismos de protección, y esto sucede tendencialmente en el derecho civil, que protege a los consumidores, y en el derecho laboral, que protege a los trabajadores, por mencionar dos casos paradigmáticos. En el propio Código Civil de 1869 y en sus artículos desde entonces vigentes se regula celosamente la protección del consentimiento y la tipificación de los supuestos que pueden alterar su conformación. Ahora bien, poco se ha hecho institucional y normativamente por proteger el consentimiento de los imputados y una creativa investigación de la Facultad de Derecho ha visibilizado científicamente la existencia de este problema.1 Es técnicamente imposible negociar y consentir sin conocer profundamente las consecuencias punitivas, las complejidades probatorias del caso y la desgracia propia que hierve durante 24 horas desde la detención. Las razones son obvias, pero me bastaría mencionar que con hambre y con miedo no se puede pensar: el sistema impulsa una lógica de condenas fast food que debemos interpelar críticamente.

Por último, el período de reflexión en capilla de 48 horas se les reconocía incluso a los condenados a muerte. Y “el más desgraciado entre todos los hombres es el que no sabe sobrellevar las desgracias”, como platónicamente advertía el paredón de fusilamiento de Miguelete. Abolida la pena de muerte, no hay peor ni más desgraciado destino en nuestra república que atravesar este horno procesal sin apropiadas, completas y detalladas instrucciones de uso. Aunque parecería que puñados de personas anualmente lo hacen, y las atestadas y presupuestalmente asfixiadas defensorías públicas no pueden contener el amoldamiento serial del consentimiento de los imputados. Un consentimiento en muchos casos atenazado por la presión de la prisión preventiva normativamente recetada, la ansiedad institucional por castigar y el vaticinio de otras pestes bíblicas.

Abolida la pena de muerte, no hay peor ni más desgraciado destino en nuestra república que atravesar este horno procesal sin apropiadas, completas y detalladas instrucciones de uso.

Por información de pública circulación, esta es, triste y precisamente, la situación procesal de la vendedora de brownies, pero no todavía, o no quizá definitivamente, la de los mercaderes internacionales de budines. ¿Por qué la diferencia? La respuesta a esta pregunta poco picante y media paparula queda pendiente. Sospecho que no es asunto de reposteros.

Rodrigo Rey es abogado.


  1. Trujillo, H, Zubillaga, D, Macedo, F, Fernández, M, Sansone, S. Los acuerdos en el proceso abreviado, desde el punto de vista técnico y desde la perspectiva de las personas condenadas, Montevideo: Udelar. FD, 2022.