Rápido. Piensen en un ser vivo que esté en peligro de extinción. ¿Qué se les apareció? ¿Un oso panda, una ballena, un rinoceronte, un tigre, una tortuga marina? Es cierto, todos esos animales están bajo algún riesgo de amenaza de dejar de estar en este planeta. ¿Alguien visualizó a una franciscana, el pequeño delfín del Río de la Plata y parte del Atlántico sur, a un aguará guazú, el zorro con zancos, a un puma, a un cardenal amarillo, a un sapito de Darwin, a un tamanduá o a un gato de pajonal? Todos esos animales, entre muchos otros, corren la misma suerte de desaparecer, pero en este caso de nuestro propio territorio. Y algunos de ellos sólo viven aquí.

Hay varios investigadores e investigadoras que han propuesto que estamos viviendo un sexto episodio de extinción masiva de especies. Pero a diferencia de las cinco veces anteriores en que eso sucedió, la última de ellas al final del Cretácico, hace 66 millones de años, esta extinción masiva de formas de vida no es impulsada por factores externos como el meteorito que acabó con gran parte de los dinosaurios, ni por fenómenos geológicos o planetarios, como el vulcanismo y cambios del clima, que a fines del Pérmico, hace unos 251 millones de años, diezmaron a 70% de las especies terrestres y 53% de las marinas. En esta sexta extinción masiva el factor desencadenante no es otro que el ser humano.

Desde el desarrollo de la agricultura, la domesticación de animales y la cultura, nuestra especie viene cambiando el planeta. Tras la revolución industrial, los cambios que la humanidad viene ocasionando al planeta se aceleraron, al punto que hoy la comunidad científica se prepara para denominar Antropoceno a la época en que vivimos. El Antropoceno engloba muchos fenómenos que nos tienen como causa, como son cambios en la composición de los gases de la atmósfera, que a su vez impulsan el calentamiento global, la contaminación de todos los continentes por microplásticos, o la pérdida de biodiversidad.

Esta pérdida de biodiversidad es ocasionada por múltiples factores, siendo los más importantes los cambios de uso del suelo, ya sea para actividades productivas de los humanos o por la expansión de sus urbes, que alteran los ambientes que los organismos necesitan para vivir (aunque hay algunos que se adaptan bien a nuestros entornos antrópicos, como bien atestiguan algunas especies de ratas, palomas, cucarachas y, recientemente en nuestro país, los majestuosos gavilanes mixtos), así como la contaminación de esos ambientes, a veces a nivel local, y otras a nivel planetario, como es el caso de la emisión de gases de efecto invernadero.

Y entonces volvemos al principio. Casi que es un deber moral de la humanidad no acabar con los osos pandas, ballenas, rinocerontes, tigres, tortugas marinas, franciscanas, aguará guazús, pumas, cardenales amarillos, sapitos de Darwin, tamanduás y gatos de pajonal. Si bien en este mundo nada es para siempre, cada una de estas formas de vida evolucionó a través de centenas de miles de años para disfrutar la vida que hoy viven en los ambientes que habitan. Si la conciencia no es un problema, haríamos bien en pensar en que en los ecosistemas cada organismo cumple un rol en una compleja trama de favores y obligaciones que hace que el mundo sea vivible para todos y todas.

Borrar del mapa a una especie puede traer consecuencias casi imposibles de predecir, por aquello de los sistemas complejos, en esa intrincada red de interdependencias. Y a veces ni siquiera hace falta borrar a una especie del mapa para ocasionar debacles: la pandemia de coronavirus podría decirse que tiene como una de sus principales causas el haber arrinconado a la fauna salvaje de China, facilitando que el virus saltara de un animal silvestre a los humanos. La pérdida de biodiversidad nos lleva hacia un mundo más homogéneo y vulnerable. Y lo peor es que la mayor parte de esa pérdida de biodiversidad no sólo afecta a organismos hacia los cuales no tenemos demasiada simpatía innata –a diferencia de la que podemos llegar a sentir por los antes mencionados–, sino que a gran parte no podríamos verlos a simple vista por más que quisiéramos.

Nos guste o no, la veamos o no, una parte importante de la biomasa de la Tierra, una forma de medir la abundancia de la vida en este planeta, está conformada por microorganismos, es decir por bacterias, hongos, arqueas, virus y protozoarios. De las 550 gigatoneladas de carbono que se estima que concentran todos los seres vivos del mundo, investigadores calcularon que luego de las plantas, que implican unas 450 gigatoneladas de carbono, el reino más representado son las bacterias, con 70 gigatoneladas. Para hacernos una idea, eso es 35 veces más biomasa que la de todos los animales sumados, humanos incluidos, que apenas sumamos dos gigatoneladas en las estimaciones realizadas por Yinon Bar-On y colegas en 2018.

Y entonces, si hablamos de pérdida de biodiversidad, se hace importante hablar de la pérdida de la diversidad de los microorganismos. Como propusimos anteriormente en otra nota, puede que no sea muy marketinero ni recaude muchos fondos, pero se hace imperioso que la consigna salven a las bacterias suene tanto o más que salven a las ballenas. Un poco en esa línea va el artículo publicado recientemente en la revista International Journal of One Health por Pablo Zunino, del Departamento de Microbiología del Instituto de Investigaciones Biológicas Clemente Estable (IIBCE). Titulada “Microbiomas nativos en peligro: ¿podría Una Salud ayudar a hacer frente a esta amenaza para la salud mundial?”, la revisión de Zunino compila aspectos importantes de lo que la ciencia sabe sobre los microorganismos, cuánto los necesitamos, tanto nosotros como otras formas de vida pluricelulares, para vivir plenamente, y el peligro para la salud de animales, plantas, humanos y ambiente que representa la pérdida de la microbiodiversidad. Así que allá vamos.

Pablo Zunino.

Pablo Zunino.

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Los últimos serán los primeros

La revisión de Zunino hace hincapié en un dato que está claro desde hace tiempo para las ciencias de la vida: los microorganismos fueron los primeros habitantes de este planeta. Habiéndose formado la Tierra hace 4.600 millones de años, lo que se dice “enseguidita” en términos geológicos apareció la vida microbiana, con rastros de su actividad registrados hace al menos unos 3.700 millones de años (de hecho Zunino cita un trabajo de 2017 que reporta evidencia de vida microbiana en respiraderos hidrotermales hace 4.200 millones de años).

“Las bacterias constituyen las primeras formas de vida en la Tierra, teniendo un papel fundamental en la generación de condiciones para formas de vida posteriores, principalmente a través del desarrollo de la fotosíntesis y la generación de oxígeno en la atmósfera”, destaca el investigador del IIBCE. Irónicamente, habiendo sido las primeras en aparecerse por aquí, el artículo irá mostrando una nueva forma de interpretar aquello de que los últimos serán los primeros: a la hora de pensar en la conservación y la pérdida de biodiversidad, a las pioneras con suerte las relegamos al final de la fila. Y eso es un gran error, por varias razones.

“Las bacterias son los componentes mayoritarios de las comunidades de microorganismos presentes en un medio concreto, biótico o abiótico”, reseña Zunino. A esa comunidad de microorganismos se la denomina microbiota. Y están presentes en todas partes, al punto que, por ejemplo, Zunino señala que en el intestino humano los genes no redundantes de toda esa microbiota son 100 veces más “que los genes que componen el genoma humano”. Y eso nos lleva a otro punto interesante.

Somos holobiontes

La microbiología viene demostrando desde hace algunas décadas que varias de las fantásticas tramas de la ciencia ficción se quedaron cortas. El temor de que nuestros cuerpos prístinos fueran invadidos por seres alienígenas, es decir extraños o foráneos, argumento de varias grandes obras, como la magistral Titán invade la Tierra, de Robert Heinlein, fue dando paso a otra visión casi contrapuesta: sin seres alienígenas, es decir extraños o foráneos, como las bacterias, nuestros cuerpos serían incapaces de hacer lo que hacen y colapsarían.

“La microbiota humana es un conjunto de microorganismos comensales interactuantes que habitan el cuerpo humano en coexistencia con las superficies de todas sus cavidades y en la piel”, dice Zunino. Allí dominan las bacterias, pero también cargamos y somos ayudados por arqueas, virus, hongos y protozoarios. Y tomen nota: gracias a esa microbiota cumplimos varias “funciones críticas” del cuerpo, al punto que esta comunidad de microorganismos “parece ser responsable de mantener la salud del huésped en su sentido más amplio”. Sin microbiota no habría digestión, entrenamiento de los sistemas inmune y endócrino ni “prevención de enfermedades crónicas como la obesidad, la diabetes”, así como “la promoción de la salud mental”. Ah, porque si bien no se explaya demasiado en ello, Zunino investiga en la comunicación que existe entre el intestino y el cerebro y en la que la microbiota juega un rol importantísimo, algo que hemos abordado en otras notas.

Tener entonces una microbiota en buen estado es una gran ventaja. “Aunque caracterizar una microbiota ‘normal’ es un desafío, la riqueza y diversidad de estas comunidades se consideran indicadores de una microbiota saludable, ya que contribuyen al bienestar del huésped”, apunta Zunino. Porque, como dice más adelante, “juntos, el huésped y sus microbios, forman un holobionte”, un concepto que se usa para describir una unidad biológica compuesta por un huésped y sus mininquilinos. “Ahora se sabe que tanto el hospedero como la microbiota establecen una relación dinámica que respalda la hemostasia del holobionte debido a la coevolución de larga data”, dice Zunino mostrando que tanto huéspedes como inquilinos se fueron acostumbrando tanto a la vida comunitaria, y que alterar esa comunidad puede tener efectos perjudiciales. Pero no sólo los humanos somos holobiontes: prácticamente todos los seres pluricelulares disfrutamos de tal distinción. Animales y plantas necesitamos de determinadas bacterias con las que evolucionamos juntos. Y no sólo los seres vivos, también los ecosistemas necesitan a los microorganismos.

Dar y recibir

“Los microbios del suelo sustentan la salud del ecosistema”, reseña Zunino, recordando que “las bacterias juegan un papel relevante en la promoción del crecimiento vegetal a través de interacciones simbióticas (con consecuencias sobre la biodiversidad vegetal y la producción de cultivos) y en los ciclos biogeoquímicos”. La acción de los microorganismos permite “la circulación de elementos químicos a través de los diferentes componentes de los ecosistemas”. Estamos hechos de estrellas, es cierto. Muchos de los átomos necesarios para la vida se originaron en explosiones estelares, pero sin la tarea de los microorganismos para reciclarlos y hacerlos parte de la economía circular de la vida en la Tierra las explosiones estelares serían sólo anécdotas.

Y entonces el artículo sostiene que “las actividades humanas pueden afectar de manera crítica los ciclos biogeoquímicos cuando la diversidad y la función de las comunidades bacterianas se ven afectadas en el contexto del cambio global”. Por “cambio global” Zunino define en su artículo “el cambio climático, el aumento de la población mundial y la concentración urbana, la hiperintensificación de los sistemas productivos y los cambios asociados en el uso del suelo, entre otros factores”. Y entonces aparece la palabra que debería preocuparnos: extinción.

¡Las bacterias también pueden desaparecer!

“Evidencia convincente ha demostrado que la actividad humana contribuye a la desaparición de bacterias, por ejemplo, a través de la extinción de plantas y animales que conduce a la extinción de taxones microbianos especializados en el huésped extinto”, dice el trabajo de Zunino. Y para la vida comunitaria eso es un desastre: “Desde una perspectiva holobionte, dada la estrecha relación entre sus miembros, la desaparición de uno de los socios conduce inevitablemente a la pérdida del organismo holobionte”.

En el trabajo Zunino trae a colación investigaciones que apuntan a que “durante las últimas décadas las bacterias autóctonas del suelo se han perdido constantemente”, por lo que sostiene que “la pérdida de la riqueza bacteriana y la biodiversidad del suelo ponen en riesgo la función del ciclo biogeoquímico, la promoción del crecimiento de las plantas y el control de los patógenos del suelo”. Y en esa pérdida de biodiversidad inciden los fertilizantes y agroquímicos, que “ejercen un impacto nocivo sobre la abundancia y diversidad de bacterias en el suelo y otros ambientes”. De hecho, en un trabajo en el que participó junto a colegas del IIBCE, vieron cómo el glifosato afectaba la microbiota intestinal de las abejas.

Si exterminamos bacterias del ambiente, comprometemos los ecosistemas. Pero como las bacterias son tan minúsculas, podemos pensar que cada ser humano es un ecosistema donde vive una gran comunidad de microorganismos. Y entonces una alteración de esa comunidad podría implicar una complicación de salud.

“En cuanto al microbioma intestinal humano, diferentes autores han afirmado que a finales del siglo XIX esta comunidad microbiana comenzó a cambiar, particularmente en las sociedades desarrolladas e industrializadas”, reseña Zunino. “Ciertas bacterias indicadoras han disminuido significativamente en las últimas décadas, como Helicobacter pylori y Oxalobacter formigenes, en este caso, induciendo un aumento en la incidencia de cálculos urinarios”, dice citando a otros investigadores. “Varios autores han demostrado que la industrialización se correlaciona con una reducción en la riqueza y diversidad de la microbiota intestinal humana, encontrando que la diversidad de bacterias fecales de los amerindios sudamericanos es aproximadamente el doble que la de las personas sanas en Estados Unidos”, agrega.

Esta pérdida de diversidad de la microbiota intestinal se ha atribuido a varios factores, entre ellos, “al mayor consumo de alimentos procesados con alto contenido de grasa y azúcar y suplementados artificialmente con edulcorantes, emulsionantes o conservantes, contaminantes ambientales químicos, agua desinfectada, alimentación con fórmula en sustitución de la lactancia materna, un aumento de la cesárea en lugar del parto natural, y la ingesta masiva y el mal uso de medicamentos, en particular antibióticos”, dice el artículo.

El pato de alterar la microbiota lo paga nuestra salud. “Los cambios significativos en la composición y funciones de la microbiota intestinal han llevado a un aumento sustancial en la prevalencia de enfermedades crónicas como diabetes, obesidad, asma y otras enfermedades respiratorias, alergias, enfermedades inflamatorias intestinales y otras condiciones como el desorden del espectro autista”, reseña Zunino.

Tuve tu veneno

Cantaba Natalia Oreiro que en una relación había tenido veneno y ya no lo quería. Algo así viene pasando con nuestra relación con los antibióticos.

“Un factor que ha contribuido fuertemente a la disbiosis de la microbiota y a la extinción bacteriana es el uso masivo, y a menudo innecesario, de antimicrobianos”, dice el artículo. Este mal uso y abuso contribuye al “aumento de bacterias resistentes y enfermedades metabólicas y crónicas como la obesidad o la diabetes por el impacto deletéreo sobre la microbiota intestinal”.

“A mediados del siglo pasado, la humanidad vivió una ‘edad de oro’ de los antibióticos”, cuenta Zunino, que recuerda que “buena parte de la comunidad médica incluso predijo el fin mundial de las enfermedades infecciosas bacterianas”. La realidad, dice, era bastante más complicada. En un trabajo realizado para el gobierno británico se estimó que para 2050 “las muertes atribuibles a la resistencia a los antimicrobianos excederá a aquellas causadas por el cáncer”.

Y entonces todo lleva hacia donde Zunino nos propone ir. “Este problema es un ejemplo de un problema típico de ‘una salud’”, dice. “Más de 70% de los antibióticos definidos como médicamente importantes por la FDA están destinados a animales”, consigna, recordando que los antibióticos usados en medicina animal y humana pertenecen “a las mismas familias, incluidos los antibióticos de última generación de la medicina humana, como la colistina”. Salud humana, animal, de las plantas y la ambiental van todas unidas. Y entonces Pablo no anda con vueltas: “la preservación de las bacterias nativas debe convertirse en un desafío de Una salud”, dice en el título de una sección de su artículo.

Muchos problemas, una salud

“El concepto Una salud reside en un enfoque interdisciplinario para gestionar la salud humana, animal y ambiental y las interacciones ecológicas entre estos compartimentos”, define Zunino, que reconoce que diferentes autores caracterizan al movimiento Una Salud de diversas formas. Mientras para algunos es un marco de trabajo, para otros es una agenda, un enfoque científico o un acuerdo institucional. Sea cual fuere, incluso la combinación de varias de estas cosas, para Zunino el enfoque desde Una Salud “ofrece un marco ideal para abordar la circulación y transferencia de bacterias entre humanos, animales y ecosistemas, ya sean patógenos o no patógenos”.

Tras lo que pasó con la covid-19 queda claro, dice, “el papel fundamental del medioambiente en las estrategias para la promoción de la salud mundial”. Y entonces si bien reconoce que “algunas cuestiones aparecen con frecuencia como desafíos de salud típicos que deben afrontarse siguiendo un enfoque de Una Salud, como el control de las enfermedades zoonóticas, transmitidas por los alimentos y el agua, la resistencia a los antimicrobianos o la necesidad de un acceso justo a alimentos saludables y agua dulce en todo el mundo”, se desmarca al hacer énfasis en que “la importancia de la preservación microbiana ha sido subestimada”.

“Comprender las relaciones del microbioma entre el medioambiente, los humanos y los animales debería sentar las bases para desarrollar estrategias sistémicas e innovadoras para el diagnóstico, el tratamiento y la intervención. Entre estas posibles intervenciones, la restauración de microbiomas humanos y animales y ambientes perturbados podría considerarse como alternativas para enfrentar la emergencia que vivimos actualmente”, propone en su artículo. Y no está solo.

“Diferentes investigadores están expresando la necesidad de generar repositorios microbianos para preservar la diversidad de microbios ancestrales de los humanos, especialmente aquellos menos expuestos al estilo de vida occidental industrializado”, comparte más adelante. También informa que se están proponiendo llevar adelante bancos de materia fecal con el fin de mejorar los trasplantes fecales, una estrategia ya utilizada “para tratar infecciones por Clostridioides difficile resistentes, pero con un potencial prometedor para tratar la enfermedad inflamatoria intestinal, la obesidad, la diabetes o el autismo, entre otras patologías”.

Al final del texto, Zunino afirma que “el logro de mejoras relevantes en el marco de Una Salud dependerá de decisiones políticas que conduzcan a acciones efectivas, siguiendo un enfoque integrado y sistémico basado en evidencia científica”. Ya al inicio del trabajo había dicho que “serán necesarias decisiones políticas drásticas para hacer frente a esta crisis sanitaria mundial, en la que la preservación de los recursos microbianos nativos juega un papel fundamental, incluso para prevenir el riesgo de una nueva pandemia”.

Ya va siendo hora de dar algunos pasos si de verdad queremos cambiar lo que la evidencia nos viene mostrando. También podemos optar por seguir haciendo todo tal como lo venimos haciendo hasta ahora. Muchas bacterias sobrevivieron a las cinco extinciones masivas pasadas. Seguro tienen muchas más chances que nosotros de superar esta sexta que no estamos queriendo o pudiendo evitar.

Artículo: “Native microbiomes in danger: Could One Health help to cope with this threat to global health?” (http://www.doi.org/10.14202/IJOH.2022.178-184)
Publicación: International Journal of One Health (diciembre 2022)
Autor: Pablo Zunino.