Días atrás, el periodista Leonardo Haberkorn publicó una nota en El Observador en la que informaba que las playas Pocitos, Buceo y Santa Catalina, en la temporada estival 2023-2024, habían superado los niveles considerados seguros por la Organización Mundial de la Salud de unas bacterias –del género Enterococcus– que se encuentran en los intestinos de muchos animales y que, por tanto, se usan como indicadoras de contaminación fecal de las aguas.
En nuestros intestinos hay una inmensa cantidad de bacterias –en nuestro cuerpo cargamos normalmente billones de células microbianas–, y sin ellas no podríamos vivir. Aún así, si bien la gran mayoría no representan peligro alguno para nuestra salud si se quedan en el intestino, hay un puñado que sí pueden causarnos problemas. Y más aún cuando, tras ser expulsadas en nuestros excrementos, entran en contacto con partes del cuerpo en las que no es bueno que estén, como la piel, ojos, boca, nariz o incluso otras partes del tracto digestivo. Una bacteria que en el intestino está bajo cierto control –por la competencia y convivencia comunitaria con otras especies de bacterias– podría causar desastres en una mucosa donde no hay bacterias o mecanismos para mantenerla a raya, por ejemplo en los ojos. De allí la importancia de controlar la contaminación fecal de las aguas donde nos recreamos: si en el agua hay bacterias de las que andan por los intestinos –lo cual indica cierta contaminación fecal– es altamente probable que entren en contacto con zonas del cuerpo sensibles.
La sola presencia de contaminación fecal no implica que quien tenga contacto con alguna de estas bacterias enferme. Aun así, hay algunas especies y géneros de bacterias que implican mayor riesgo para la salud. Y dentro de esas especies y géneros, incluso hay cepas que producen toxinas que complican nuestra salud –ocasionando desde diarreas leves o alergias a infecciones y diarreas sangrantes complicadísimas– y otras que no. Equipos de investigación han estudiado, aquí y en otras partes, genes asociados a la toxicidad de algunas de estas bacterias del intestino. Por lo tanto, el tema es complejo, variado y diverso, como sucede casi siempre que uno trata con entidades biológicas. Así las cosas, detectar presencia de bacterias del intestino en el agua es una de las mejores formas que tenemos para evitar que nos expongamos a ellas y, por tanto, disminuir las probabilidades de que nos enfermemos al darnos un chapuzón. Y en esa detección es que radica el gran problema que toda esta polémica de los enterococos y la seguridad de nuestras playas ha vuelto a desnudar.
Dime qué mides y te diré qué tienes
La nota de Haberkorn, que puede haber parecido inoportuna por la temporada estival y la proximidad de las elecciones departamentales, era honesta. Si bien denunciaba altos niveles de enterococos en tres playas de Montevideo durante la temporada pasada, dejaba claro que medir cuántas colonias de esas bacterias hay en el agua de las playas no es necesario de acuerdo a la normativa de calidad de aguas de nuestro país, aunque sí es sugerido por la Organización Mundial de la Salud desde hace algunos cuantos años, así como también es el método aplicado en países como Estados Unidos y en Europa. Y aun así, se trata de una aproximación a un problema más grande, que es la posibilidad de entrar en contacto con bacterias del intestino potencialmente perjudiciales.
Si bien los enterococos son la forma de medir la contaminación fecal en aguas recreativas en varios países, por ejemplo, el trabajo denominado Enterococos como indicadores de la contaminación fecal ambiental, firmado por las investigadoras Alexandria Boehmy Lauren Sassoubre de la Universidad de Stanford, señala que “las fuentes de enterococos en aguas recreativas incluyen aguas residuales, escorrentías agrícolas y urbanas, aguas pluviales, entrada directa de animales a través de la defecación, excrementos de bañistas, embarcaciones, restos vegetales (por ejemplo, algas), aguas subterráneas contaminadas, suelos, sedimentos y arenas”. En otras palabras, hay otras fuentes de enterococos que no pasan por la contaminación fecal. Pero, aun así, mejor aplicar el principio de precaución.
Aquí la normativa vigente cuenta la cantidad de colonias de coliformes termorresistentes. Puede que no sea el último grito de la moda, pero sirve como una aproximación para determinar qué tanta contaminación fecal hay en un cuerpo de agua (o incluso en el agua embotellada, donde también hay contaminación fecal), siendo la bacteria estrella para esto la de la especie Escherichia coli. Lejos de aplicarse técnicas moleculares para determinar qué especies están presentes en las muestras de agua de mar y cuerpos de agua dulce, aquí las técnicas empleadas son más clásicas y pasan por hacer crecer las bacterias en placas de cultivo. Y, nuevamente, si bien puede haber diferencias entre medir coliformes o enterococos, el objetivo final es el mismo: tener una noción de cuánta contaminación fecal hay y, por tanto, qué tan riesgoso para la salud humana sería darse un baño allí. Y de hecho en nuestro país tenemos un problema más grave que el tipo de bacterias que elegimos para determinar qué tanta contaminación fecal hay en el agua de uso recreativo.
Hasta 2005 la normativa de calidad de aguas, de 1979, establecía que las “aguas destinadas a recreación por contacto directo con el cuerpo humano” eran consideradas de clase 2b. Así las cosas, esas aguas debían cumplir con determinadas características. En lo que refiere a los coliformes fecales, la normativa sostenía que “no se deberá exceder el límite de 1.000 unidades formadoras de colonias por cada 100 mililitros en ninguna de al menos cinco muestras, debiendo la medida geométrica de las mismas estar por debajo de 500 unidades formadoras de colonias por cada 100 mililitros”. La normativa es antigua y, por ejemplo, no incluía la necesidad de vigilar en estas aguas la presencia de pesticidas. Pero en 2005, por un intento de ordenar algunas cosas, la situación se desordenó por completo.
Las playas de uso recreativo pasaron a ser de la clase 3, que según la normativa eran las “aguas destinadas a la preservación de los peces en general y de otros integrantes de la flora y la fauna hídrica, o también aguas destinadas al riego de cultivos cuyo producto no se consume en forma natural o en aquellos casos que siendo consumidos en forma natural se apliquen sistemas de riego que no provocan el mojado del producto”. Así las cosas, de la noche a la mañana, el límite aceptable de coliformes fecales pasó a ser el doble: de “1.000 unidades formadoras de colonias por cada 100 mililitros en ninguna de al menos cinco muestras, debiendo la medida geométrica de las mismas estar por debajo de 500 unidades formadoras de colonias por cada 100 mililitros”, se pasó a “2.000 unidades formadoras de colonias por cada 100 mililitros en ninguna de al menos cinco muestras, debiendo la medida geométrica de las mismas estar por debajo de 1.000 unidades formadoras de colonias por cada 100 mililitros”. El cambio no obedecía a ninguna nueva evidencia que sugiriera que los coliformes o la contaminación fecal eran menos peligrosos de lo que se pensaba, sino a un cambio de categoría posible debido a cierta triquiñuela o vacío administrativo.
“Aquí el límite es de 2.000 unidades formadoras de colonias por cada 100 mililitros, pero nosotros somos muy permisivos. En otros países ese límite es de 500 unidades. Y también hay quienes plantean que 500 es mucho”, nos decía el investigador Javier García, del Departamento de Ecología y Gestión Ambiental del Centro Universitario Regional Este (CURE) de la Universidad de la República, a propósito de una investigación en la que buscaron coliformes no en el agua sino en la arena de las playas de Maldonado, sobre la que volveremos más adelante.
Dado todo esto, el problema ya no es si debemos actualizarnos y comenzar a medir enterococos como hacen otros países desde hace más de una década. No estamos atrasados respecto al mundo, sino que estamos más relajados respecto a lo que nosotros mismos hacíamos desde 1979. Se impone volver a medir la calidad de las playas recreativas con la categoría 2a. Y ya de paso: deberíamos ver si los parámetros de 1979 para tal categoría siguen siendo en el mundo los que gozan de mejor evidencia. De lo contrario, las playas de Montevideo, y prácticamente de cualquier otro departamento costero del país y ni qué decir las de río, tienen la rara particularidad de ser playas de Schrödinger, al estilo del famoso gato del ejercicio mental del físico austríaco que sirvió para ejemplificar el principio de incertidumbre de la mecánica cuántica: al mismo tiempo están pasadas de materia fecal y no lo están. No lo están para una normativa vetusta y absurda. Probablemente algunas lo estén si aplicamos una forma de medir acorde a lo que desde 1979 a esta parte se viene sabiendo.
Pero este no es el único problema que tenemos como país en lo que refiere a la calidad ambiental del agua. Y ese otro es tanto o más preocupante.
No se puede cuidar el ambiente denostando la evidencia
La polémica por los enterococos y el estado de nuestras playas puso en funcionamiento mecanismos de defensa institucionales que son tanto o más perjudiciales que la presencia de ciertas cepas de microorganismos nocivos en las aguas. Y es un mecanismo que se repite una y otra vez. Vayamos a un ejemplo.
Como reseñábamos antes, a principios de noviembre de 2024, publicamos una nota respecto a una investigación llevada a cabo por investigadores del CURE de la Universidad de la República que reportó bacterias fecales con gran potencial para producir enfermedades en la arena de ocho playas de Maldonado con arroyos y pluviales.
Como una de las conclusiones del trabajo científico, y de la nota que lo cubría, se marcaba “la necesidad urgente de incluir el análisis microbiológico de la arena en el monitoreo de la calidad de las playas de todo el país”. En otras palabras: nuestras normativas para decir que una playa es segura ignoran por completo qué pasa en la arena. Ante evidencia de que allí hay bacterias Escherichia coli con genes que aumentan el riesgo de provocar enfermedades, la sociedad en general, y las autoridades encargadas de velar por su salud y felicidad en particular, deberían demostrar gratitud hacia las científicas y científicos que, con el conocimiento que generan, nos ayudan a repensar las normativas vigentes y nos impulsan a conservar mejor las playas y de paso nuestra salud. Pero no fue así.
“La cantidad de coliformes se mide en agua. Si mido coliformes en el patio de mi casa y tengo una mascota, también encontraré coliformes; eso no implica un riesgo sanitario”, comentó seis días después de que saliera la nota Bethy Molina, directora de Medio Ambiente de la Intendencia de Maldonado. También afirmó sin dudar que todas las playas del departamento se encontraban “en condiciones adecuadas para el baño”. Sobre la evidencia que apuntaría a que la forma en que medimos qué tan seguras son nuestras playas es incompleta o mejorable nada se dijo. Hubo otro caso, también en Maldonado, en que el silencio ante la evidencia hubiera sido hasta deseable.
En agosto de 2022 publicábamos una nota en la que informábamos que la Intendencia de Maldonado había decidido demandar a dos investigadores de la Facultad de Ciencias que aportaron su testimonio técnico ante la sede que determinó la suspensión de las obras en la rambla de Punta Colorada. En la denuncia penal se decía, por ejemplo, que el investigador Omar Defeo, de la Unidad de Ciencias del Mar de la Facultad de Ciencias de la Universidad de la República, “presentó una declaración mendaz” al decir que lo que se estaba haciendo era “cortar el corazón de la playa” y por afirmar que “lo que se está construyendo es una ruta al borde del mar; esto interfiere y obstruye el movimiento natural de la arena. Esto afecta la fauna y la flora, genera desapariciones de especies, y genera una exclusión de especies nativas. El hecho de endurecer altera el patrimonio geológico del lugar”. Como decía el título de la nota, en lugar de “demandar ciencia”, la Intendencia de Maldonado “demandó a la ciencia”.
A fines de diciembre publicamos una nota sobre otra investigación científica que reportaba que más del 70% de todas las playas de nuestro país están entre muy impactadas y severamente comprometidas en su salud y calidad escénica. Apenas 2% de todas las playas se ubicaron en la clase I, que abarca las que “presentan una calidad paisajística muy alta, con elementos naturales intactos (por ejemplo, dunas extensas) y un impacto humano mínimo”.
Al respecto, el investigador Omar Defeo, uno de los autores, señaló que “cuando vemos la ciencia como patrimonio nacional, vemos que varios grupos, trabajando con sus propias líneas de investigación, están advirtiendo a la sociedad, en general, y al gobierno en particular, que la situación de las playas es grave. Y por tanto, el análisis que debe tomar el gobierno entrante debe ser integral, debe ver las diferentes facetas de los diferentes investigadores en el IIBCE, en el CURE, en la Facultad de Ciencias, que están alertando acerca de situaciones cada vez de mayor gravedad. Lo que afecta el estado de salud y la calidad de las playas es el enorme y creciente grado de urbanización poco planificada, en general motivada por intereses económicos de corto plazo”. La evidencia está. Lo que falta es una cultura de tomar la evidencia como lo que es y, por más amarga que sea, tratar de obrar en consecuencia.
Aclarando sin oscurecer
¿Qué hizo la Intendencia de Montevideo ante todo esto de los enterococos por encima de límites considerados riesgosos en otros países? “Lo importante es transmitir que las playas de Montevideo están aptas para baño, su calidad es buena, y es apta para uso recreativo. Este parámetro que está integrado en la nota de El Observador [el de medir enterococos] es uno que medimos, pero no hay ni hubo acuerdo a la hora de actualizar la normativa, de integrarlo para que sea uno de los parámetros que determinen la bañabilidad de las playas”, declaró a los medios Verónica Piñeiro, gerenta de Ambiente de la Intendencia de Montevideo.
A priori parecería que no había otra alternativa: ante una crisis, hay que salir a darle tranquilidad a la gente, aun si eso implica negar lo innegable. ¿Será que había en este caso elementos reales para transmitir esa tranquilidad, o se intentó tapar el sol con un dedo y declaraciones?
La Intendencia de Montevideo viene midiendo los enterococos desde hace años (en una hoja de datos que puede descargarse tienen datos de enterococos y coliformes medidos desde enero de 2011 en las playas del departamento). “Hicimos una comparación entre lo que estábamos viendo si mirábamos los coliformes y si mirábamos los enterococos, y nos dio una correlación del 80%”, afirmó a la diaria Piñeiro. ¿Qué quiere decir esto? Algo bastante sencillo: la presencia de unos y otros varía de una forma tan “pareja”, que ambos sirven de igual modo a los efectos de vigilar la contaminación fecal.
Piñeiro entonces reconoce que si bien los enterococos podrían ser útiles ya que “se asocian mejor a contaminación fecal humana que los coliformes, que son un poco más generalistas y pueden provenir de otro lado”, usarlos como indicadores de contaminación fecal “no mejoraría la foto” obtenida al observar los coliformes termorresistentes, que se miden aplicando métodos homologados y validados.
Por otro lado, sobre el segundo problema, el de aplicar a las aguas de uso recreativo un criterio más permisivo, también muestran algunos datos. De acuerdo a los conteos de coliformes, si se aplicaran los criterios de la clase 2b, los eventos en que esos valores se superan no son tantos en las playas habilitadas. El más reciente se dio el 20 de enero de 2025 en la playa Santa Catalina, donde se registraron 630 unidades formadores de colonias (el 27 del mismo mes se registraron 60), y el anterior es del 30 de diciembre en la playa Ramírez (se registraron 980 unidades formadoras de colonias, mientras que el 23 de ese mismo mes se registraron 230).
Por eso es que Piñeiro afirma que si volviéramos al criterio anterior de 2005, de calificar las playas como 2B, “no cambiaría mucho la película; seguramente tendríamos que mirar con más detalle algunos puntos, pero no es que esa flexibilización hizo que todo pasara a estar bien cuando antes no lo estaba”.
Piñeiro reconoce que las normativas de calidad de agua no contemplan hoy algunos contaminantes como trazas de pesticidas, resistencia antimicrobiana o demás. “Siento que la intendencia va a tener que afrontar nuevas situaciones si cambia la normativa. Y si cambia, va a tener que invertir para mejorar la calidad de sus playas. Las normativas tienden a ser cada vez más exigentes y eso está bien, pero lo que tenemos ahora para hacer es esto que estamos haciendo”.
Mirar hacia adelante
Mientras en Montevideo hay revuelo por qué tan bien se miden los niveles de materia fecal en las playas, en varios balnearios que dan al río Negro las floraciones de cianobacterias no han dado respiro en enero. Las causas ya están estudiadas y tienen que ver con los elevados niveles de nutrientes –en particular fósforo y nitrógeno– que tienen nuestros cursos y cuerpos de agua dulce. Ese elevado nivel de nutrientes, que hace que un cuerpo de agua se considere eutrófico, hace saltar nuestros propios parámetros de lo que se considera aceptable.
No tenemos normativa que establezca cuáles son los niveles considerados seguros para determinados agroquímicos en ambientes laborales, alimentos, cuerpos de agua y ecosistemas. Más aún: adoptamos normativas que consideran cada compuesto por separado. Pero ninguna regulación ambiental aquí suma el efecto por separado de los distintos principios activos. Incluso se ha demostrado en nuestro país que algunos fungicidas tienen efectos más letales en lombrices que los reportados para sus principios activos debido a compuestos supuestamente “inertes” que no se declaran. Para colmo, en nuestro país están habilitados agroquímicos cuyo uso ha sido prohibido en países del hemisferio norte.
El sábado dábamos cuenta de una investigación que reportaba que en 51 localidades de Río Negro, Paysandú y Soriano, entre 2010 y 2017, los agroquímicos asociados a cultivos incidirían en un aumento del 50% de los nacimientos con bajo peso y de más de 30% de la prematuridad respecto de los promedios nacionales, de acuerdo a datos recabados de 5.735 madres gestantes de esa zona. Tal evidencia requiere, como mínimo, más investigación y vigilancia sanitaria, epidemiológica y de cobertura de servicios del Estado.
En otro montón de casos, tenemos normativas adecuadas, pero una muy escasa capacidad de control. Por ejemplo, tras una investigación que encontró trazas de cinco plaguicidas en frutillas, se encontró que tres no están autorizados para usar en ese cultivo, según el registro del Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca.
Enterococos o coliformes, esa no es la cuestión. El tema de fondo es qué tan adecuadas están nuestras normativas ambientales a la evidencia colectada aquí y en otras partes, y qué tan dispuestos estamos como sociedad a hacer los cambios pertinentes. Y en prestarle atención a esa valiosa ciencia que se genera en el país y que, si bien no patenta productos maravillosos, deja maravillosamente patente lo que está pasando en nuestro territorio.