1) Comienza otro año lectivo y no faltan las voces de crítica a las autoridades de la educación por esto y por aquello, a la educación como una entelequia, en fin, en una especie de tormenta de opiniones que observan los acontecimientos desde diversos ángulos. En el interior de este conjunto de voces, como quien no quiere la cosa pero, sin duda, la quiere, se tiran enunciados “poco meditados”, quizá reaccionarios, que procuran dibujar un escenario un tanto extraño. Es el caso de una columna publicada en El País digital el 16 de febrero, intitulada “Educar e impulsar”, en la que su autora, Casilda Echevarría, tira a la arena pública (entre varias cosas de distinto tipo) un conjunto de afirmaciones temerarias que deben ser contestadas, porque muestran que no se ha entendido mucho qué es la educación, y porque parecen tener o tienen como destinatario privilegiado a un otro reaccionario, cuya respuesta en el territorio virtual parecería estar buscándose (la primera respuesta-reacción al texto de Echevarría, que transcribo al final, habla por sí sola).

En la columna citada, Echevarría entiende que la educación funciona como un impulso para una movilidad que nos depositaría en un estado o ambiente de paz, buenas intenciones y democracia, donde la “verdadera pobreza” (la de espíritu, la de la voluntad de hacer algo por la vida propia, la de progresar según las capacidades que tenemos y los límites que la educación nos permite reconocer en nosotros mismos para no caer en las drogas, en la vagancia y vaya uno a saber en cuántas cosas más) quedaría como un mal recuerdo en la memoria de los desprotegidos. En la columna se señala, como al pasar (como a quien se le cae una moneda de dos pesos en la vereda), que si tuviéramos una buena educación no habría por qué pensar la sociedad en términos de lucha de clases, pensamiento indeseado este que, podría inferirse, evita el progreso tranquilo, en paz y democrático de la sociedad hacia un todo armónico lleno de felicidad, de gente macanuda y almas bellas.

Dice Echevarría: “Una buena educación provee de herramientas que contribuyen a que las personas se alejen de ideas tales como la lucha de clases, odios y resentimientos entre grupos de diverso origen o condición. El conocimiento adecuado a los tiempos en que se vive es una herramienta para el desarrollo personal sin el deseo proveniente de la envidia de sacar a otro por el solo hecho de tener lo que uno no tiene y desea”. Y es aquí donde Echevarría muestra no haber entendido nada sobre la educación (no se malinterprete lo que quiero decir: no estoy haciendo una apología, ni mucho menos, del odio y el resentimiento), en la medida en que es gracias a la educación (un acto inherentemente político) que podemos pensar la sociedad en términos de lucha de clases (sí, lucha de clases como el concepto que organiza la forma misma de la historia humana, como la posibilidad de pensar la historia como historia política), y no como un conjunto de personas que se llevan más o menos bien y que quieren ser amigables, tirar para el mismo lado, no incurrir en la explotación laboral; o como un conjunto de personas que pueden construirse la vida de acuerdo a lo que les permiten sus capacidades, porque, a fin de cuentas, el mercado laboral no es –cómo no nos dimos cuenta de eso antes– ese monstruo al que no le importa nada más que su propia lógica de funcionamiento, esa mano invisible que determina un tipo de “educación” específico donde se demanda el entrenamiento de habilidades, competencias, estrategias, etcétera, y se imparten contenidos relativos a los intereses inmediatos de los estudiantes, porque, de lo contrario, la propia educación debería declararse inservible. ¡Para qué sirve la educación, entonces, si no es para dar cuenta de la vida más inmediata de las personas, para cubrir nuestros intereses cotidianos, domésticos! Por ello, demos más de lo doméstico en lo doméstico; más de lo cercano en lo que ya tenemos como “educación para el mercado laboral”, y olvidémonos, desde luego, de la lucha de clases, rémora hedionda de otros tiempos.

Esto sería, supongo, la democracia, el espacio de un consenso liberal donde no hay o no debería haber agonística, contradicción, donde ciertas cosas tienen que mantenerse según la distribución que las ha ordenado en el mundo. Entonces, adecuar el conocimiento a los tiempos que corren es entregar la educación al orden de la economía, de la tecnología, en suma, del mercado laboral: a fin de cuentas, para qué literatura, por ejemplo, si no aporta mucho al hoy del alumno, a la inmediatez del contexto y a las urgencias del momento, si lo desvía de su destino productivo; y para qué historia, filosofía, letras o humanidades.

Pero la democracia (à la Jacques Rancière) es exactamente lo contrario a lo planteado por Echevarría: es la ruptura radical de ese orden de distribución de los objetos, de las palabras, de los gustos, de lo cercano y conocido por el efecto que producen lo lejano y lo ajeno; es el desvío del destino productivo, y la educación es, en este sentido, un acto democrático por excelencia. La educación tecnológica, instrumental, esa que parece estar debajo de la adecuación del conocimiento a los tiempos actuales, es funcional al sistema “adecuador” que dice querer eliminar las distancias sociales, culturales, reducir la brecha que divide a los actores sociales y los fuerza a antagonizar, a pelearse cuando podrían estar cinchando del mismo carro para lograr una vida linda, plena, al costo de un aplanamiento de la política, del desacuerdo, del disenso.

La lógica del “conocimiento adecuado a los tiempos en que se vive” (según dice Echevarría) equivale, en resumidas cuentas, a la subordinación de la educación (pongamos por caso, la escuela y el liceo) al mercado laboral, al mundo tecnológico que nos marca el paso y nos impone una lógica temporal de supervivencia. Las humanidades, blanco subyacente del “conocimiento adecuado a los tiempos en que se vive”, entorpecen el funcionamiento aceitado y progresivo (evolutivo) del tiempo tecnológico, económico, o democrático en la concepción de Echevarría. Y la lucha de clases parece encarnar el odio más recalcitrante que la educación ayudaría a dejar de lado. Pero insistamos: es la educación, precisamente, la que nos permite entender que la lucha de clases no es la pelea fanática entre malos y buenos, entre ángeles y demonios, sino una manera de darle un sentido político a la vida que se rige por una lógica descarnadamente económica; lucha de clases es la idea que procura cortar, poner en suspenso y objetar esa lógica.

2) Otra afirmación temeraria envasada en un párrafo y dicha de nuevo como al pasar: “No se trata sólo de impartir conocimientos sino de acompañar a los educandos en una formación integral e incluir a las familias. Sí, hay que destinar más recursos a la educación, pero no sólo en sueldos, sino en beneficio de los chicos y de su futuro, mientras que la matrícula en las escuelas públicas desciende, el número de personas cuyo futuro será menos promisorio se incrementa. Una juventud instruida, con ilusiones, con entusiasmo, constituirá el impulso hacia una sociedad más próspera, la desesperanza es caldo de cultivo para la droga, los suicidios, y en el mejor de los casos para el rencor”. Hay que destinar más presupuesto (¡ya sabemos hasta el cansancio que el problema es de gestión!), pero, evidentemente, los salarios docentes y las condiciones laborales en las escuelas y los liceos no tienen que ver con el beneficio de los chicos y su futuro; el incremento salarial y las mejoras en las condiciones en que trabajan los docentes parecen suponer dejar de lado una política que piense en los chicos, hipotecando su futuro y, con ello, el destino de la sociedad. ¿A quién se le puede ocurrir que si los docentes trabajaran en mejores condiciones, desde todos los puntos de vista, también se beneficiarían los estudiantes? ¿Lapsus de la articulista? Lo dudo.

Y he aquí el espejo de la columna comentada: “‘Una buena educación provee herramientas que nos van a alejar de ideas tales como la lucha de clases, odios y resentimientos’. Si este sabio consejo lo hubieran seguido Karl Marx y otros, nos hubiéramos evitado los males del comunismo. Incluso si Jesús lo hubiera seguido jamás hubiese dicho ‘es más difícil que un rico entre al reino de los cielos que un camello pase por el ojo de una aguja’. Todos sabemos que los pobres son pobres porque quieren, no les gusta trabajar, son vagos, y por eso siguen siendo pobres. No es culpa de los ricos que los pobres quieran vivir de subsidios”. Nada más para agregar.

Santiago Cardozo González

Docente de Español I en la carrera de Traductorado Público de la Facultad de Derecho (Udelar), de Lengua I en la Facultad de Información y Comunicación (Udelar) y de Teoría Gramatical en el Instituto de Profesores “Artigas” (CFE).